Capítulo 16

Fue el año 1925 cuando Hulda se casó con el reparador de bicicletas y se mudó a la casa del patio. Hasta entonces había vivido en el mismo sitio durante cuarenta años, desde su nacimiento, en 1885.

En 1898 estuvo lista la nueva casa. Hulda se sabía al dedillo la historia de la casa desde 1898 hasta 1925. Sabía con lodo detalle quiénes habían vivido allí, qué pisos habían ocupado, cuánto tiempo habían estado y qué es lo que había ocurrido durante ese tiempo. Conocía más o menos el destino y las aventuras de las distintas familias, tanto cuando llegaron a la casa como, en cierta medida, también después de haberse mudado de la misma. Había tratado de seguir su suerte para poder enviarles flores y felicitaciones en las fechas solemnes.

Pero ahora, ¿quién había vivido en el piso que ocupaba Nora?

El primero que se mudó allí fue un viejo coronel. Vivió siete años con su mujer, un niño pequeño y dos hijas jovencitas. Más tarde se construyeron un hotelito y se marcharon de la casa. En su lugar vino un médico. Estaba soltero cuando entró en la casa, pero al cabo de un par de años se casó con una profesora de piano, y tuvieron dos hijos, ambos varones. La profesora daba clases particulares, y uno de los muchachos tocaba el violín, de modo que durante ese tiempo en su piso se oía música constantemente.

—¿Cuánto tiempo vivieron allí?

Hulda reflexionó y echó cuentas con los dedos.

—Después se trasladaron a Kalmar. El marido fue nombrado director de un hospital. Pero fue mucho después. No; vivieron allí todo el tiempo que yo estuve.

Era extraño. Nora pensó en las tiras de papel. La última llevaba fecha de 1920. Debía haber sido durante el tiempo del médico. El jarrón debía, por lo tanto, haber pertenecido a su familia. Y las otras cosas seguramente también. En aquella familia había dos muchachos.

¿Las tiras de papel habían sido escritas, por lo tanto, por un joven?

Y ella que se había imaginado que debía de ser una muchacha.

Pero muy bien podían ser meras suposiciones que tomaron más fuerza cuando la abuela Inga contó lo de aquella jovencita que había visto bailar en el piso. ¿La muchacha había sido solamente un huésped ocasional? Le preguntó a Hulda.

No, no. La jovencita había vivido en el piso de al lado. La familia del médico ocupaba el piso grande, el mismo en el que vivió el coronel. Además, había un piso de tres habitaciones. Allí había vivido cierto tiempo una joven que bailaba.

—¿Pero no es en el piso grande donde tú vives?

Nora miró extrañada a Hulda. ¿Qué quería decir? Sólo existía un piso. Tenía ocho habitaciones que ocupaban toda la superficie. No había ningún piso de tres habitaciones al lado.

¡No, así era, en efecto! Ahora lo recordaba. Hacia principios de los años treinta habían juntado los pisos, según había oído. Fue después de que ella se marchara, por lo que estaba un poco confusa.

Sí, fue un abogado un tanto loco que quería vivir allí y tener al mismo tiempo su despacho en una parte del piso. Hizo grandes reformas y lo modernizó todo para ponerlo a su gusto, y había quitado los tabiques. Así era, en efecto. Pero Hulda no había estado allí desde entonces, sólo había oído hablar de ello.

—Entonces debía de ser él quien tapizó también los viejos armarios. Nora contó lo del armario que había descubierto cuando Anders hacía reparaciones.

Hulda sacudió la cabeza. Sí, seguramente fue él.

Si hubiera podido, habría transformado toda la casa de arriba abajo. Nada le bastaba. Pero cuando todo estuvo listo se cansó y se fue a otro sitio para poder empezar una nueva obra. Pertenecía a aquellos que no pueden vivir sin cambiar de casa y hacer reparaciones.

—Tengo que decir que existen gentes raras.

—Debía tener mucha prisa —agregó Nora—. Condenó los armarios sin comprobar si estaban vacíos. Cuando nosotros los abrimos allí había infinidad de cachivaches.

Hulda se rió.

—Sí. ¡Siempre estaba trajinando!

Estaba claro que no tuvo tiempo de mirar en los armarios, dado lo mucho que tenía que hacer continuamente. Siempre estaba corriendo de un lado para otro.

Pero aquellos que vivieron allí antes del abogado, ¿por qué dejaron tantas cosas? Eran cosas muy buenas.

—En aquel tiempo tal vez no tuvieran mucho valor.

Hulda creía que los que tienen mucho no pueden saber lo que en realidad poseen.

—Pero ¿es que no limpiaban nunca?

Hulda miró a Nora, soltando una carcajada. Claro que limpiaban. Ella sabía ciertamente que lo hacían.

—Yo misma he limpiado allí. Pero tengo que confesarte que en aquel enorme y profundo armario una no se esforzaba demasiado. De allí no se movían las cosas. No había manera de limpiarlo bien. A lo más barría de vez en cuando. Pero no ocurría muy a menudo.

Allí había sobre todo cosas que se habían roto, o estaban estropeadas, que no eran aprovechables y que acababan allá arriba. En realidad no querían tirarlas; pero se olvidaron con gusto de ellas al mudarse.

Hulda decía que no había por qué pensar tanto en ello.

Siempre hay cosas que quedan tras las personas. Trastos viejos que se olvidan. Pasa el tiempo, y un buen día los trastos viejos se convierten en antigüedades y vuelven a ocupar su sitio en el salón de la casa. Hulda se reía. A su edad había visto tantas cosas por el estilo, que todo ello le parecía algo tonto.

Pero Nora miró seriamente a Hulda. No podía estar del todo conforme. En parte, Hulda tenía razón. Pero no se podía decir eso del todo.

Acababan de terminar su paseo y se sentaron en la galería. El aire fresco había sonrosado las mejillas de Hulda y despeinado sus cabellos.

—Existen excepciones —dijo Nora seriamente.

Hulda se inclinó hacia adelante y se interesó por lo que decía.

—Tienes razón. ¿Piensas en algo especial?

—Sí.

—¿Lo puedo saber?

Nora asintió vivamente. Era algo difícil de contar. Reflexionó. Sí, parecía como si algunas cosas no hubieran quedado allí por un simple descuido. Más bien parecía que habían sido concienzudamente escogidas para ser «olvidadas». Es decir, con mayor o menor intención. Esto parecía extraño, pero Nora tenía una vaga idea de que había sido así. Aunque podía ser imaginación suya, le parecía que se trataba de un saludo a la posteridad. Casi como un mensaje a alguien determinado.

—En tal caso, ¿a quién podría ser?

Nora bajó la mirada. Parecía a primera vista algo presuntuoso lo que acababa de decir. Hulda la contemplaba con los ojos resplandecientes y muy abiertos.

—¿Quieres decir que tú misma has tenido esa sensación?

—Tal vez.

—¿Como si el mensaje se refiriese a ti?

—Así lo creo.

Ambas se callaron. Hulda alargó su mano y cogió la de Nora. Así permanecieron un rato, mano sobre mano. Después Hulda agregó en voz baja:

—¿No tienes una idea de quién puede ser? Pensaba que podría tratar de saberlo.

Hulda apretó su mano.

—Y es por eso por lo que estás aquí, ¿no es así?

—Sí.

Nora sintió que tenía frío a causa de la tensión en que estaba; tiritaba, y Hulda frotó compasivamente su mano para calentarla nuevamente. A pesar de que era tan vieja, tenía unas manos fuertes y seguras. Nora sentía que el calor volvía a ella poco a poco, pero seguía emocionada. Había rozado un coto prohibido.

Sentía lo mismo otras veces. Como si no pudiera hablar de lo que le había ocurrido. Estaba segura, sin embargo, de que Hulda era la persona adecuada para hablar de ello. Pero Hulda parecía ahora sumida en profundos pensamientos. Estaba ligeramente encorvada y con grandes ojos miraba a través de la ventana las nubes que volaban.

De pronto se enderezó y se volvió hacia Nora.

—Soy tan vieja que ya nada me asombra. Estoy bastante endurecida.

Volvió a callarse y su mirada voló de nuevo a través de la ventana. Lo que pensaba decirle a Nora, no lo pudo saber la muchacha, ni tampoco se lo preguntó. No quería distraer a Hulda de sus pensamientos. Por un momento casi pensó que Hulda había olvidado que ella estaba allí, pero no era así. De repente, la anciana miró a Nora de nuevo y dijo sin rodeos que estaría bien si le contaba lo que le había ocurrido.

—Tal vez esto pueda llevarme por el buen camino. Si comprendes lo que quiero decir. Antes de que te siga explicando detalles sobre los personajes de la casa.

Nora dio una vuelta y se aseguró de que nadie venía a molestarlas. Después, cerró la puerta que comunicaba con el comedor. Faltaba un rato para la cena. Podían hablar en paz.

Nora colocó su silla muy cerca de la de Hulda. Temblaba y sentía que sus manos volvían a estar frías. Las alargó hacia Hulda que enseguida las cogió entre las suyas y las protegió bajo su chal. Nora respiró profundamente.

—¿Puedes oír bien si yo hablo en voz baja?

Hulda se inclinó hacia ella.

—Sí, habla como quieras. Mis oídos no me fallan.

Y Nora le contó a Hulda lo del jarrón con las tiras de papel, lo de los pasos que circulaban por delante de su habitación, y lo del reloj que hacía tictac cuando le convenía. Lo contaba todo sin orden ni concierto, como le venía a la cabeza. No importaba nada. Hulda escuchaba con gran facilidad, y conforme Nora iba contando, tanto menos extraño resultaba todo. Hulda escuchaba con tal intensidad, que mucho de lo que parecía incomprensible en el curso de la narración, casi se aclaraba por sí solo. Todo ello a pesar de que Hulda no despegó los labios en todo el tiempo.

Cuando Nora se calló, dijo ella con la máxima naturalidad:

—Sí, está claro que alguien trata de entrar en contacto contigo. Y tienes naturalmente que tratar de aclarar quién puede ser.

Parecía tan sencillo cuando dijo esto, que Nora la miró fijamente.

—¿Por qué estás tan asombrada, querida Nora?

—No lo sé —Nora sintió que la había cogido de improviso—. Todo parece tan claro cuando lo dices, tan sencillo como si no tuviera importancia.

El rostro de Hulda adquirió una expresión especial. No, tan sencillo verdaderamente no lo era.

—Pero tienes que comprender que lo que parece difícil para ti, tiene que ser extraordinariamente más difícil aún para aquel que trata de acercarse a ti. Tales contactos son casi imposibles en nuestros días, cuando la gente se ha hecho tan insensible e indiferente.

Por una vez Hulda se mostraba excitada. La civilización ha ido demasiado lejos, decía. Todos esos descubrimientos que ningún hombre normal comprende. Todas esas máquinas que la gente se ha procurado para escaparse de la naturaleza.

Nora sonreía. Era casi como estar oyendo a Dag. Pero Dag tenía otra teoría al respecto, que en realidad era la contraria por completo. Él había meditado sobre aquellos temas. Hulda se interesó en seguida.

—¿Cuál es la teoría?

Sí. Dag sostenía que toda la técnica, cada vez más incomprensible, por curioso que pareciera, había aumentado más que disminuido la necesidad de conocimientos sobre las grandes cuestiones referentes a la vida y a la naturaleza. De esta manera, la técnica no había sido sólo un mal. A pesar de todo, le era mucho más fácil a la razón humana el aceptar los misterios de la naturaleza que los de la técnica. Mucho más hermoso sentirse vencido por la naturaleza que por la técnica, producto de los cerebros humanos. Y que, por lo tanto, debía, sin embargo, ser considerada como una especie de milagro, menor y de inferior clase. Que, en realidad, podía ser tanto aceptada como rechazada.

Mientras que la vida y la naturaleza, por el contrario, pertenecían a los grandes misterios, de los que nadie podía prescindir y de los que, por supuesto, nadie quería verse privado. Se sentía uno elegido si los llegaba a conocer, y todos sentían respeto por ellos.

Los ojos de Nora brillaban. No sabía que había cogido tanto de las sabias palabras de Dag. Él se hubiera sentido bastante orgulloso de haberla escuchado ahora.

—Ese Dag debe de ser una persona muy inteligente —dijo Hulda.

Pero entonces movió su vieja cabeza y pareció preocupada. Se debería respetar también lo que han hecho los hombres, agregó ella con tristeza. Pero ¿qué era lo que hacían?

—Sólo tratan de encontrar algo nuevo y nunca aceptan la responsabilidad de lo que ya se ha hecho.

Hulda calló y se sumió en profundos pensamientos. Salió un fuerte suspiro de su pecho y apretó las manos de Nora bajo el chal.

—Pobre hija mía —exclamó—. Pobrecita…

—Pero ¿quién? ¿Yo? —Nora la miró sorprendida.

—No, no; tú Nora, no. Yo pienso en Agnes Cecilia.

Nora dio un respingo de sobresalto. Aquello había llegado tan de sorpresa.

—¿Agnes Cecilia?

—Sí, así la bautizaron. Tenía mucha importancia que se supiera que ella no era de Hedvig. Hedvig no se casó nunca. No era de esas personas que quieren atarse voluntariamente.

¿Hedvig? Nora tenía allí la vieja fotografía que había encontrado en la bolsa bordada de perlas. Con las dos mujeres, Agnes y Hedvig, y el niño de pecho. Se la enseñó a Hulda.

Hulda contempló largamente la fotografía. Señaló después quién era Agnes y quién era Hedvig.

—Y ese bebé era Agnes Cecilia.

—¿Era hija de Agnes, por lo tanto?

—Sí, pero fue Hedvig la que se encargó de ella.

¿Encargarse de ella…? Nora escuchaba con atención.

—Sí, y lo hizo muy bien, eso lo puedo yo certificar. Hedvig era un verdadero tipo de mujer.