Capítulo 15

Lo primero que habría que hacer era averiguar quiénes habían vivido en el piso en el transcurso del tiempo. Las tiras de papel no serían de gran ayuda. La casa era vieja. Allí habrían vivido gran número de gente.

—Sólo tenemos que comprobar hasta septiembre de 1932 —dijo Dag.

Seguramente sería entonces cuando el armario quedara condenado de nuevo. A juzgar por el último número del semanario Allers Familj-Journal que habían encontrado.

—Los chismes tienen que haber sido de aquel tiempo. Esto es lo que por lo menos sabemos. Que ya es algo.

Dag era optimista; estaba intrigado y tenía infinidad de ideas de cómo debía actuar. Pero Nora tenía su propio plan. Y le rogó a Dag que confiara en ella mientras tanto. Lo que no era fácil para él. Se sintió un poco molesto, pero tuvo que rendirse. Al fin y al cabo era Nora la primera que había sido «buscada», como ella decía. Por eso debía seguir sus propias corazonadas. Dag no podía comprender aquello.

—¿A pesar de que soy yo el que tiene ideas? —intentó él.

—¿Por qué crees que sólo eres tú? Pues yo también tengo un hilo que quiero seguir.

—¿De dónde has sacado ese hilo?

—¿Es un interrogatorio?

—No, sólo curiosidad.

—Entonces tienes que calmarte. Tú dices que hay que aprovechar las fantásticas posibilidades de la existencia. Esto es precisamente lo que yo quiero hacer. Mientras tanto tienes que tranquilizarte.

—Conforme. Pero ¿me prometes que me informarás?

No. No le podía prometer nada. Ella no estaba sola. Había otros involucrados. Que, además, no podían defender sus intereses. Esto lo tenía que tener en cuenta todo el rato. No sabía quiénes eran, pero sentía que tenía una responsabilidad hacia ellos.

—No tenemos que olvidar nunca que en realidad no se trata de mí. Yo soy sólo una especie de… ¿cómo lo diría? ¿Una especie de receptor? ¿O instrumento? No sé todavía cuál es mi función, pero lo que nunca haré es entregar los secretos de nadie; eso lo tienes que saber.

Dag se puso en seguida muy serio. No le iba a dar más la lata. No iba a demostrar la menor curiosidad. Él estaba allí, por si era necesario. Nada más.

—Investiga tu hilo con tranquilidad. ¡Y buena suerte!

Se fue. Ahora ya no estaba enfadado. Comprendía y respetaba la actitud de Nora. Coincidía totalmente con su propio parecer. Está claro que hay que ser tan leal con los secretos de los muertos como con los de los vivos. Especialmente cuando el muerto ya no puede influir en su destino. Mientras que el vivo puede o cree poder hacerlo.

Por eso Dag dejó que Nora actuara por su propia cuenta.

Pero ella no estaba tan segura como parecía. Hasta ahora no sabía si su hilo no era más que una brizna de paja. Era, además, un plan que dependía totalmente de la colaboración de otros. Lena tenía que arreglárselas para poder hablar con la vieja madre de su abuela lo antes posible.

Pero no pudo ser en absoluto.

—¡Si lo hubiera sabido! ¡Estuvimos allí el domingo!

—¿Cuándo vais a volver?

—Dentro de un mes, tal vez. Ya te lo diré.

Pero un mes era demasiado tiempo para esperar. Nora le pidió a Lena el número de teléfono de la abuela Inga. Aquello despertó naturalmente la curiosidad de Lena, y le preguntó inmediatamente si se trataba de algo especial. Y Nora se inventó que habían encontrado algunas viejas cosas en el piso, y que no le parecía bien quedárselas sin más ni más. Por eso trataba de saber quién era su dueño.

Le dio el número.

—Sí, telefonea a la abuela. Tal vez vaya allí más pronto. Siempre le puedes preguntar.

Nora telefoneó a la abuela Inga y le dijo lo mismo que a ella, le contó las cosas que habían encontrado.

—Sí, seguramente mi madre podrá decirte de quién eran. Tiene una memoria extraordinaria.

Lo más triste es que la abuela Inga iba a salir de viaje. Y no podía ir con Nora ahora. Estaría fuera bastante tiempo.

—Pero puedes ir tú a visitarla. La vieja estará encantada. Y hay autobuses hasta allí mismo. No es difícil encontrar el camino.

Nora anotó la dirección y, al día siguiente, cogió el autobús y se fue a Skogdal. Era un bonito camino y un hermoso día.

Había dos mujeres sentadas, cada una en un extremo del autobús, y se hablaban en voz alta. Tenían voces chillonas y mucho que contarse, pero no advirtieron que podían ir juntas y evitar los gritos. Tal vez no querían. Posiblemente ocupaban sitios determinados en el autobús, lo mismo que antiguamente ocurría en las iglesias.

Skogdal estaba a tres millas y media de la ciudad; pero Nora se bajó una parada antes para hacer a pie el último trozo. Tenía necesidad de concentrarse en sus pensamientos. No había sido posible en el autobús por el constante vocerío de las dos mujeres.

Lo primero que vio fue una luminosa cuesta llena de anémonas como un cielo otoñal plagado de estrellas. Era algo casi irresistible. No es que ella perteneciera a aquellos que creen poder apoderarse de cuanto ofrece la naturaleza; pero bien podía permitirse el cortar un ramito de flores para la madre de la abuela Inga.

Al final resultó un ramo bastante grande. Las anémonas se marchitan rápidamente, así que se dirigió directamente a Skogdalshemmet. Debía preguntar por la señora Persson.

Resultó que la esperaban. La abuela Inga había llamado por teléfono y anunciado su llegada. Estaba próxima la hora del café y llegaba en buen momento. La directora que la recibió expresó su alegría «en nombre de la querida Hulda», como ella decía.

La querida Hulda era, por lo tanto, la señora Persson, la más alegre y bromista de toda la casa, según le contó la directora. En realidad gozaba de excelente salud para estar en tal establecimiento. Habían dudado en aceptarla. Pero por otro lado necesitaban precisamente una persona como Hulda, que pudiera animar a las otras ancianas. Tuvieron que esforzarse mucho para encontrarle algún achaque. Por fin, apreciaron que no veía bien del todo y que tenía cierta debilidad en los brazos, con lo que la podían admitir. En cualquier caso no se arrepintieron de ello. Hulda era una fuente de alegría. A pesar de que era la más anciana de la casa, noventa y seis años cumplidos, no había nadie que tuviera tan buen humor como ella.

—¿Hulda Persson?

El corazón de Nora palpitaba. ¿Cabía pensar que era la misma Hulda que constantemente se mencionaba en las tiras de papel del jarrón? Pero no podía ser así.

Hulda estaba sentada en la galería de cristales y hacía calceta. La directora acompañó a Nora arriba. Estaban a punto de servir el café en el comedor, junto a la galería. En el camino le dieron a Nora un jarrón para las anémonas. Muy bonito. El ramillete parecía como una bola de anémonas.

Hulda Persson estaba sentada al sol, junto a la ventana. Era una persona pequeñita y delgada, ligera como un pájaro, con sus blancos cabellos reunidos en un pequeño moño en la coronilla, y con un elegante chal blanco sobre los hombros. Tenía ojos vivos y las mejillas sonrosadas. Toda ella irradiaba energía y gozo vital. Era imposible creer que tenía casi cien años. Así pensaba ella misma. En todo caso no había nada de lo que no quisiera aprovecharse o beneficiarse, decía la directora. Al contrario, a menudo se olvidaba de su edad.

Cuando vio a Nora supo inmediatamente quién era ella.

—Tú eres la compañera de Lena. Bienvenida.

Tomó las anémonas y las miró largo rato con ojos brillantes. Después colocó cuidadosamente el jarrón sobre la mesa.

—Gracias, querida pequeña; qué buena eres. —Estuvo mirando tanto tiempo a Nora como a las flores, sonrió un poco y dijo—: ¿Eres tú, entonces, quien vive en mi vieja casa?

De esta manera llegaron en seguida a lo más importante.

Nora no necesitó dudar sobre cómo debía empezar. Hulda no perdió el tiempo, sino que fue directamente al asunto. Y sabía lo que quería.

Por de pronto no quería entrar y tomar el café en el comedor con las otras.

—Tenemos que estar tranquilas, tú y yo —dijo—. Tenemos cosas importantes de las que hablar. Si nos sentamos ahí fuera, las viejas no harán otra cosa que observarnos. Algunas de ellas son tan viejucas que no pueden decir una palabra razonable.

Nora sonrió. Algunas de aquellas viejas eran seguramente veinte años más jóvenes que la diminuta Hulda.

—No, nos quedamos aquí sentadas en la galería. Aquí no vienen ellas como ves, porque creen que hay corriente de aire por todas las ventanas. Por eso me siento aquí. Es el único lugar donde una puede estar sola. A veces es necesario.

Nora ayudó a Hulda a llevar las tazas de café y poner el mantel en la galería de cristales. Las viejas la miraban con curiosidad, y Hulda estaba claramente orgullosa de su visita. Cogió un gran montón de pastas y se las llevó a la galería.

—¡Así! Aquí vamos a estar tranquilas un buen rato, vas a ver. Y vamos a pasarlo bien.

Cumplió lo que había prometido. Resultó un día muy completo. Después del café salieron a pasear al sol primaveral, y luego invitó a Nora a quedarse a cenar. Durante todo el tiempo Hulda contaba cosas de la casa y de las personas que habían vivido allí. Nora no tenía necesidad de preguntar. Poco a poco, sin embargo, pudo saber lo que deseaba.

Hulda no era de aquellas que charlan sin cesar sin preocuparse de quién y con quién hablan. Podía hablar al mismo tiempo que pensaba. Era como si ella presintiera lo que Nora cavilaba y quería saber. Por eso no fue una serie de preguntas y respuestas, sino que resultó una verdadera conversación entre ellas, una conversación que les produjo alegría a las dos.

A veces Nora se acordaba de Lena. A pesar de que había una diferencia de edad de ochenta años, entre Lena y su bisabuela existían ciertas semejanzas.

Era curioso el comprobarlo. Por un segundo, el rostro y los ojos de Lena podían reflejarse en los de Hulda, y así Nora pudo imaginarse cómo había sido Hulda de joven. Pero también vislumbrar cómo sería Lena de mayor. Resultaba extraordinario y un poco emocionante.

Cuando Nora vio a Hulda comprendió la razón por la que ella quería tanto a Lena. En la persona de Hulda estaban reflejadas las mejores cualidades de Lena, que relucían como el oro.

Lena no era muy madura, no podía sostener todavía una conversación sentida y brillante, pero tal vez Hulda no lo había podido hacer nunca. Ahora, cuando Nora había conocido a Hulda, sabía las maravillosas cualidades encerradas en Lena. Estaban hechas las dos de la misma madera. Procedían de la misma semilla y tenían ambas la misma extraordinaria alegría vital.

Nora estaba contenta de tener a Lena. La tenía que cuidar mucho.

—¿En qué estabas pensando? —le preguntó Hulda.

—En Lena.

—Me alegra que Lena te tenga a ti.

Sí, Hulda Persson era una persona excepcional.

Se veía que era la Hulda que figuraba en las franjas de papel. Y la abuela Inga tenía razón. Hulda tenía una memoria extraordinaria. Y tenía mucho que recordar. Empezó a contar cosas de sí misma.

No solamente había vivido en la casa del patio como casada y tenido allí sus hijos, sino que ella misma había nacido en la finca, en una pequeña casita roja que existía antes de que edificaran la casa del patio. Al principio no había ninguna casa que diera a la calle. Era como una granja en el campo, con tierra de patatas y verduras, arbustos y manzanos.

Pero su casita se había quemado.

Una vez, cuando Hulda y su madre regresaban a casa después de haber estado en el arroyo lavando ropa, se encontraron la casita envuelta en llamas. Nunca supieron cómo había comenzado el fuego. Hulda tenía entonces once años.

Tuvieron que vivir en casa de unos parientes en las afueras de la ciudad hasta que se construyeron las nuevas casas. La casa que daba a la calle, en la que vivía Nora ahora, y la casa del patio.

Cuando la casa estuvo lista, Hulda y sus padres pudieron regresar a ella. La casa en la que iban a vivir era de piedra. Todo había cambiado. Le parecía muy extraño. Ahora sí que se daba cuenta de que vivían en una ciudad. Especialmente al contemplar la enorme casa que daba a la calle, con su torre, su escalera de piedra y sus altas ventanas.

Creían que su nueva casa era grande y singular. Y en comparación con la casita roja era, naturalmente, enorme. Pero no comparándola con la casa que daba a la calle, que a los ojos de Hulda era un verdadero castillo. Y durante su niñez había tenido un profundo respeto hacia todos los que habían vivido allí. Por eso cuando creció y pudo entrar allí y limpiar en los pisos, consideró que tenía un magnífico trabajo.

Corría el año 1898 cuando Hulda entró en la casa del patio. Su padre era el encargado de ambas casas y así continuó hasta su fallecimiento, doce años después. Entonces vino un nuevo encargado, que era un poco más elegante y al que llamaban portero.

El portero cortejaba a Hulda, aunque era de mucha más edad que ella, pero apuesto y elegante. Sí, ocurrió lo que acostumbraba a suceder. Al cabo de algunos años de noviazgo, se casaron y el portero se trasladó a su vivienda. Anteriormente había vivido en la ciudad. Hulda y su madre pudieron continuar viviendo allí a pesar de que el padre había muerto.

Fue el año 1916 cuando Hulda contrajo matrimonio. Su madre vivía con ellos al principio; pero la cosa no iba muy bien: el portero no contó nunca con su aprobación, y su madre se fue al cabo de un cierto tiempo. Se mudó a la casa de unos parientes, en las afueras de la ciudad. Era lo mejor que podía pasar.

Tenía unos accesos de mal genio senil y no era nada divertido cuando se enfadaba. Era inevitable.

Hulda sonrió ligeramente al recordarlo. Después, suspiró. Desgraciadamente, el elegante portero no vivió muchos años. Sólo estuvieron casados cuatro años. Hulda se quedó sola casi inmediatamente después de haber tenido a su hijita. Era el año 1920. Hulda recordaba muy bien las fechas.

La muerte del marido fue para ella un rudo golpe, pero Hulda salió adelante. Continuó ocupando la vivienda y se mantenía ayudando en las casas de los alrededores. La cosa había ido bien, pues todos se habían mostrado muy amables.

—Sí, de muchas maneras fue mi tiempo más feliz, cuando yo estaba sola con mi pequeña Inga y podía arreglármelas sin ayuda.

Pero después se había vuelto a casar.

—¡Ya mayor! ¡Había cumplido los cuarenta!

Había pensado que sería bueno que la pequeña Inga, que precisamente entonces debía empezar la escuela, tuviese una verdadera familia con padre y madre. El nuevo marido enviudó y tenía dos hijos, una chica y un chico de la edad de Inga. Todo parecía que iba a ir muy bien.

Y así sucedió en cierta manera…

Los chicos eran buenos y simpáticos, y el marido tampoco tenía en realidad grandes faltas, pero estaba muy apegado a las cosas de la tierra. Se dedicaba a la reparación de bicicletas y siempre estaba trabajando, que era lo que única y verdaderamente le interesaba en serio. ¡A pesar de que no sabía montar en bicicleta! Hulda sonrió ligeramente.

—No era culpa mía el que me disgustase. Aquello era algo típico en él. Yo sabía montar en bicicleta. Pero no estaba interesada por las bicicletas. Era lo mismo que las diferencias entre nosotros. ¿Tú comprendes lo que quiero decir?

Nora comprendía perfectamente. Resultaba fácil seguir los pensamientos de Hulda, pues pensaba y se expresaba de manera más clara y juvenil que muchos jóvenes. De pronto se mostró preocupada. Meneó la cabeza. Suspiró.

El gran error fue, seguramente, el dejarse convencer para mudarse de su pequeña vivienda en la casa del patio. Con sus manzanos y sus grajos en el jardín. Lo que ocurrió fue que al marido —Edvin se llamaba— le ofrecieron la compra de la casa donde tenía su taller de bicicletas. Las condiciones eran ventajosas y, como era natural, no había lugar a dudas. Significaba tener la vivienda y el taller en la misma casa.

—Al buen hombre no había manera de pararlo, y yo nada pude hacer. Nos mudamos, por lo tanto, de la vivienda con papeles de flores y dorada estufa de azulejos en el salón, a la fea y pequeña casita cuadrada, y allí vivimos, en su primer piso, en cuatro pequeñas habitaciones cuadradas, que daban a la calle.

—Las habitaciones acostumbran a ser cuadradas. Las casas también —comentó Nora, sonriendo.

Hulda la miró con ojos alegres.

—Naturalmente, pero no sueles darte cuenta de ello. Allí sí que se daba uno cuenta. Era una sólida forma cuadrangular, de la que uno no podía evadirse de ninguna manera. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Hulda añoraba y deseaba, por lo tanto, la vuelta a la casa del patio, a pesar de que sólo tenía dos habitaciones. Ella quería por lo menos seguir ayudando en las casas de la vecindad; pero su marido se oponía a ello. No estaba bien que siguiera trabajando fuera. Ahora tenían ellos su propio hogar. Ella tenía que ser una señora de su casa y ayudarle en su taller de bicicletas. Hulda suspiró.

—Ordenar tuercas y lavar bicicletas. Y mancharse una de grasa. ¡Vivir con un hombre que no sabe montar en bicicleta! ¡Yo que tenía tan buen trabajo!

Pero ella se doblegó, como ocurría en aquel tiempo, y la vida siguió su curso.

Hulda se calló. Después sonrió radiante y miró a Nora.

—Sí, ésta ha sido mi vida. He creído que te vendría bien saber un poco de quién soy yo. Antes de que tratemos otros asuntos, tú tienes que saber quién es la que te los cuenta. De otra manera no puedes valorar lo que yo digo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Nora sonrió.

—Comprendo lo que quieres decir.

Hulda le dirigió una rápida mirada.

—¿Digo eso a menudo?

—Sí, lo haces.

—Muy bien. ¿Y sabes por qué lo digo?

—Pues no.

Nora sacudió la cabeza y Hulda le aclaró misteriosamente que ella hacía aquella pregunta cuando verdaderamente se sentía comprendida. De otra manera no merecía la pena. Pero desgraciadamente no ocurría eso tan a menudo, no estaba precisamente acostumbrada a que la gente la comprendiera. Dirigió la mirada a Nora.

—¿Encuentras también tú que es difícil el ser comprendida?

—A veces, tal vez… Sí, bastante a menudo.

—Sí, así ocurre con la mayoría. Pero hay que tratar de conseguirlo. ¡Y así es! Sólo con comprenderse uno mismo. Pero cuando no ocurre así, entonces es más difícil. Entonces lo pasa uno mal.

Hulda se reía encantada de este razonamiento. No cabía la menor duda de que ella se comprendía perfectamente.

—Bueno, ahora dejemos eso y vamos a tratar de lo que te ha traído hasta aquí y de lo que deseas que hablemos, de la gente de tu casa.

Pero Nora casi había olvidado su misión. Tan divertido era escuchar a Hulda contar su vida.

Hulda la miró fijamente. Movió la cabeza.

—No, querida mía, si yo empezara a hablar de mí misma seriamente, no acabaría nunca. ¡Ahora tienes que saber tú lo que deseas!

Hulda se levantó. Era la hora de pasear.

Fuera soplaba un viento fresco. Nora temía que fuera demasiado para Hulda y trató de ir por donde se estaba más resguardado del viento. Pero Hulda no quería. Debía ir por donde el viento soplaba con más fuerza. Allí donde el viento se dejaba sentir. Llevaba un amplio abrigo que el viento azotaba alrededor de sus piernas. El pañuelo de su cabeza flotaba también. Pequeña y ligera como era, parecía que el viento se la iba a llevar; pero ella avanzaba obstinada y enérgica. No permitió siquiera que Nora la cogiera del brazo. Pero al poco rato fue ella misma quien pasó el brazo por debajo del de Nora.

No debido al tiempo, sino por sentirse más confidencial…

Dieron algunos pasos y poco después comenzó a hablar de nuevo.