Capítulo 14

Dag le leyó en alta voz a Nora un pasaje de un libro de Chesterton: «El pensamiento que no trata de convertirse en palabra, es un mal pensamiento. La palabra que no intenta convertirse en acción, es una mala palabra».

Tan pronto como encontraba algo que él consideraba que estaba bien formulado, acostumbraba a ir donde ella y se lo leía. Nora hacía lo mismo, pero Dag encontraba mucho más que ella. Él leía también mucho más.

Este pasaje lo había él utilizado ya una vez anteriormente, por lo que ella pensó que se trataba de un pretexto. Se veía también que tenía el pensamiento muy lejos de allí.

—¿Qué es lo que quieres en realidad? —le pregunto Nora.

Él se llevó las manos a los ojos.

—No lo sé.

Se mostraba evasivo. No habían hablado entre ellos desde la noche que estuvieron de paseo y buscaron a Ludde. En realidad, tampoco hablaron entonces pues era demasiado tarde cuando llegaron a casa, y cada uno se fue a su cuarto. Había sido anteayer por la noche. Desde entonces Nora había estado un poco retirada. No porque no quisiera hablar con Dag, sino más bien por todo lo contrario: deseaba verdaderamente hablarle y tenía miedo de decir demasiado.

Ahora, al fin, estaba allí, delante de ella, y no sabía que decir. Ella se sentó junto a la mesa de escribir e hizo un movimiento con la mano indicando una silla.

—¡No necesitas estar de pie! ¡Siéntate!

Pero él no oyó lo que le decía, y siguió de pie interrogante y un poco desconcertado.

—Yo no comprendo esto, Nora.

—¿Qué quieres decir?

—Eso de Agnes Cecilia.

—¿De verdad?

—Según la llamada telefónica, deberías preguntar por ella en la ciudad vieja. En Estocolmo.

Fijó la mirada en Nora esperando que ella le dijera algo, pero la muchacha quería oír primero su versión de lo que había sucedido, y le dejó que continuara hablando. Como para contestación hizo un gesto afirmativo.

—He estado cavilando tanto, que creí volverme loco; pero no puedo comprender cómo es posible que el mismo nombre pueda estar escrito debajo del puente. Era el único nombre que había allí, además de los nuestros ahora. ¿Comprendes tú qué relación tiene todo esto?

Nora movió la cabeza. No, ella tampoco lo comprendía.

—Parece cosa de fantasmas.

—De fantasmas o no —Dag se encogió de hombros—, yo creí que, en todo caso, esa misteriosa persona debía de vivir en Estocolmo. ¿No creías tú lo mismo?

—Yo no he pensado especialmente en eso. ¿Qué quieres decir?

—¿Tú no creías que ella debía de vivir en la ciudad?

No. Era como Nora había dicho, no había pensado en dónde vivía Agnes Cecilia. Había otros problemas. La muñeca, por ejemplo.

—¿La muñeca? ¿Qué quieres decir?

Sí. Eso es lo que quería decir. Cuando Dag fue a la tienda en la ciudad vieja y preguntó por Agnes Cecilia, le dieron un paquete que debía entregar a Nora. Ese paquete contenía una muñeca.

Esa muñeca era en realidad lo único con lo que se podía contar. Lo único manifiesto. ¿No es así? ¿Esencial, no? Nora miró a Dag. Él suspiraba. Y tenía que admitir que lo que ella había dicho, era lógico —como él se expresaba—, pero triste. Especialmente para él, que ni siquiera tenía permiso de ver la muñeca.

Era verdad. Nora admitía que no había estado muy bien, pero que ya nada se podía hacer. La muñeca ya nadie la podría ver más. Sólo ella. En un principio, cuando no sabía exactamente de qué se trataba, había dudado un poco, pero ahora estaba totalmente decidida a ello. Ahora sabía algo más; sería una traición.

Dag comprendía. Y no quería tratar de convencerla. Era ella la que tenía que decidir. Creía, sin embargo, que todo era una locura. El nombre que había aparecido debajo del puente lo sacaba de quicio.

—¡Debería significar, en realidad, que la persona en cuestión está aquí! ¡Aquí mismo! Y existe verdaderamente. No es sólo una muñeca, como tú creías.

Nora le miró muy seria.

—Yo no creo nada, Dag. Tal vez yo sé de esto un poco más que tú. Pero no sé cuánto puedo decirte.

Parecía inquieta y preocupada. Quería y necesitaba confiarse a Dag, pero no se atrevía.

Ambos suspiraban y permanecían silenciosos. Después Dag dijo:

—Nora, hace un momento has dicho que dudabas antes de comprender de qué se trataba. ¿Qué querías decir con eso?

Nora estaba atareada con una de sus uñas y no contestó a la pregunta.

—¡Ay! Me ha salido un uñero —dijo a su vez, pero Dag no cedió.

—¿Quieres decir que sabes verdaderamente de qué se trata? ¡Nora, contesta! ¿Qué es lo que sabes en realidad?

Nada. Nora meneaba la cabeza e inspeccionaba su uña. No, no sabía nada. ¿Por qué creía él eso?

—Lo veo en ti. No soy tan tonto.

Nora levantó la mirada de sus manos y se encontró con los ojos extrañados de Dag. ¿Cuándo se atrevería a contarlo? Le gustaría tanto hacerlo…

—Si tú crees que yo sé algo de Agnes Cecilia, estás equivocado —dijo ella—. Cuando dije que yo comprendía de qué se trataba, pensaba en otras cosas.

—¿En qué?

Nora respiró fuerte. ¿Qué podría decir para que él comprendiera? No eran cosas raras, en realidad. Todo lo que ella misma conocía y, por lo tanto, podía comprender. Aquello en que ella había participado.

Como cuando era pequeña, muy pequeña, en aquel tiempo en el que vivían mamá y papá. A menudo estaba ella en su pequeño cuarto y escuchaba los pasos de sus padres por las otras habitaciones. Los oía andar y, a veces, se acercaban a su puerta y se detenían para saber si estaba bien. De aquella manera sentía su presencia, si bien no siempre tenían tiempo para estar con ella. Y en caso de que no estuvieran en casa, ella escuchaba también hasta que oía sus pasos abajo en la calle. Sabía perfectamente cuándo eran ellos, ya fuera bajo los rayos de sol o bajo el cielo estrellado. Siempre estaba contenta y los esperaba impaciente.

De pronto, mamá y papá desaparecieron. Nadie dijo por qué, nadie contó lo que había sucedido. Pero deberían volver. Eso lo decían todos. Pronto, pronto vendrían mamá y papá. Por eso ella continuó escuchando los pasos, tanto de día como de noche. Sabía que podía reconocerlos entre miles. Esperaría tanto como fuera necesario.

Pero mamá y papá no volvieron nunca, sus queridos pasos desaparecieron para siempre. Todo era frío y gris. Nora oía otros pasos ir y venir bajo la lluvia de la calle, y todo resultaba vacío y desierto.

Nora miró a Dag. No comprendía cómo, de repente, recordaba cosas que había olvidado durante tanto tiempo.

Aquello no era lo que tenía que contarle. ¿Cómo podría él comprenderlo?

—Se trata de abandono —dijo ella—. Alguien ha sido abandonado alguna vez en alguna parte. Yo puedo comprenderlo. Alguien ha quedado defraudado.

—Pero ¿qué puedes hacer tú? Eso le ha pasado a muchos.

Dag había estado de pie todo el rato, ahora fue a sentarse a una silla alejada, junto a la puerta. Estaba muy pensativo y serio. A Nora le hubiera gustado decir más, pero estaba mirando su uña estropeada. Continuaron ambos con sus cavilaciones. Dag no podía dejar de pensar en aquel nombre.

—¡Está claro! Yo no había pensado en ello —dijo de pronto.

—¿En qué?

—No tiene por qué haber escrito su nombre ella misma. Podía haber sido otro el que estuvo allá abajo, bajo el puente, y garrapateó el nombre.

Nora no contestó y Dag continuó:

—Pero ¿quién habría sido en ese caso?

Se volvió hacia Nora con expresión interrogante. Ella se encogió de hombros sin mirar. Él clavó de nuevo su mirada en la muchacha.

—¿Y para qué iba a servir? Yo no lo sé.

—Yo tampoco.

Nora parecía distraída y ocupada con sus uñas. Pero aquello era una excusa. Dag la conocía muy bien y comprendió que no quería que la molestaran en sus pensamientos entonces precisamente. Dag la miró de nuevo y suspiró profundamente.

—Es lamentable que tú no te atrevas a decir lo que sabes. Pero comprendo que no hay nada que hacer.

No. No había nada que hacer. Desgraciadamente.

—¡Si yo pudiera saber por lo menos por qué tienes miedo!

Pero ella no tenía miedo. No era por ese motivo. Sencillamente no quería entregar a otra persona. Así era.

—¿Quién entonces? ¿A quién ibas tú a entregar?

Ella se revolvió en la silla donde estaba.

—¡Perdóname!

Nora continuaba junto al escritorio, y Dag lejos, al lado de la puerta. Lucía un sol primaveral y llenaba todo el cuarto con sus rayos. Ella se volvió y le miró, al mismo tiempo que sonreía. No quería decir nada malo. Se sentía muy afligida. Le parecía no tener libertad. Y tenía miedo de que Dag se marchara ahora que no quedaba más que decir.

Pero de pronto Nora oyó pasos en el cuarto contiguo. Eran aquellos pasos inexplicables que iban camino de su cuarto. E inmediatamente tuvo la clara sensación de que ya no estaban Dag y ella solos. Había alguien en la puerta, precisamente detrás de la silla en la que Dag estaba sentado. Observó su cara para ver si daba muestras de haber oído algo. En tal caso no lo demostraba. Parecía completamente indiferente, a pesar de que el invisible estaba escasamente a medio metro de él. Nora, sin embargo, que estaba a varios metros, sentía intensamente su presencia.

Pero ahora la cara de Dag se contrajo de emoción y miró por todo el cuarto. El reloj despertador que estaba en la ventana recobró de pronto la vida y empezó con su tictac. Dag se levantó rápidamente y cruzó el cuarto. Delante de la ventana se detuvo y contempló el reloj con ojos llenos de asombro. No lo tocó, sino que se inclinó sobre él y estudió detenidamente la esfera. Allí se quedó plantado hasta que el reloj se paró de nuevo.

Dag se dirigió de nuevo a Nora, que levantó la mano para que no hablara. Se sentía extrañamente afectada. También ella había permanecido inmóvil, pero con su atención concentrada totalmente en el invisible visitante más allá de la puerta. ¿Qué significaba aquello ahora? Hasta aquel momento los pasos no habían sonado cuando había algún otro en la habitación.

Su corazón palpitaba desbocado. ¿Habría oído Dag algo? ¿Habría notado que no estaban solos? Sea como sea, en el mismo momento en que el reloj se paró, desaparecieron también los pasos. Nora volvió a respirar, pero seguía teniendo dificultades para poder hablar.

—¡Nora! —Allí estaba Dag con el despertador en la mano. Lo sacudió—. ¿No estaba estropeado?

Lo miraba con curiosidad y le dio cien vueltas, sin conseguir que lanzara el menor signo de vida.

Nora le contó que había ido al relojero dos veces y éste le confirmó que el mecanismo estaba completamente estropeado. El reloj necesitaba una maquinaria nueva para que pudiera marchar.

—Pero ahora iba. ¿No lo oíste?

Sí. Por eso ella había vuelto al relojero para preguntar cómo podía ocurrir aquello. A pesar de que la maquinaria estaba estropeada. Pero se negó a creerla. Era imposible que funcionara. Ni un solo segundo. Lo podía asegurar con toda firmeza.

—¡Pero a pesar de todo funcionaba! —Dag sonrió—. ¿Le dijiste también que funcionaba hacia atrás?

Nora le miró más tranquila. ¿Lo había advertido también él? Ella, que casi creía que estaba mal de la cabeza. Sí, también le había preguntado si los relojes podían marchar hacia atrás; pero entonces el relojero la había mirado muy extrañado y había empezado a reír. Creía seguramente que era una broma, o que Nora estaba un poco loca, y después se negó a seguir ocupándose de ella y de su pobre despertador.

Dag se emocionó.

—¿Cómo podía ser tan poco competente? Sería un relojero estúpido.

—No, conocía muy bien su oficio.

Sí, sí. Pero podía ser poco competente. O más bien de pocas luces. Dag había comprobado claramente que las agujas se movían hacia atrás. No había ninguna duda. Cuando el reloj comenzó a funcionar marcaba las doce y siete minutos. Cuando se paró marcaba las doce y cinco. Es decir que había retrocedido dos minutos.

Dag volvió a colocar el reloj en la repisa de la ventana y se acercó a Nora. Estaba muy extrañado de que personas que se ocupaban de trabajos técnicos, y que, por lo tanto, deberían ser más comprensivas con las fantásticas posibilidades de la existencia, no lo fueran en absoluto.

Con una inspección detenida de la maravillosa y complicada maquinaria del reloj, un relojero experto no debería verdaderamente desechar la posibilidad de que las agujas de un reloj anduvieran hacia atrás. Debería haber constituido para él un fenómeno interesante. Un desafío. Una nueva perspectiva. El tiempo no marcha, naturalmente, en sentido único. El tiempo es como un océano con mil corrientes subterráneas. Se debe mover tanto hacia adelante como hacia atrás y también hacia los lados.

Una persona que se ocupa del tiempo con la vertiginosa misión de medir una dimensión, no debe mostrarse como un necio cuando oye hablar de un reloj que verdaderamente parece estar en comunicación directa con las corrientes misteriosas. Un reloj viviente que no sólo marca mecánicamente su hora en un sentido. Hacerlo así es mezquino. ¡Aquel hombre debería haber mostrado un poco más de vista! Así lo creía Dag.

Ahora a Nora no le preocupaba gran cosa el relojero y su menor o mayor competencia. Quería hablar de otros asuntos. Se dio cuenta de que Dag había perdido el rumbo y se iba por las nubes. Pero tenía que saber qué sensación había producido en él lo que acababa de ocurrir, la visita del invisible. Por eso, mirándole fijamente, le preguntó:

—Dag, contéstame. ¿Has oído tú también los pasos?

—¿Qué pasos?

—¿No has oído pasos hace un momento?

No. Dag no había oído paso alguno. Pero se quedó pensativo, y Nora, por un momento, se arrepintió de habérselo preguntado. Especialmente cuando acababa de mencionar los pasos de sus padres, que ella escuchaba de niña. Dag podía creer que eran aquellos pasos los que aturdían su cabeza. Que ella era un poco rara.

Los pasos que había escuchado ahora eran muy diferentes. Pertenecían a un desconocido.

Un desconocido que no se mostraba. Que se daba a conocer solamente a través de sus pasos. ¿Por qué sólo a ella? ¿Por qué no podía Dag oírlos también? No lo comprendía.

Si la intención era que sólo ella debía percatarse de su presencia, aquel que se paseaba por allí no debería haber venido mientras Dag estaba en la habitación.

Aunque Dag no hubiera oído nada, no era tan seguro que Nora pudiera dominarse. Especialmente cuando el reloj comenzó a funcionar y se puso en marcha hacia atrás, y eso lo había comprobado Dag. ¿Era entonces tan extraño que Nora creyese que él había oído los pasos también?

No, el responsable de tales extravagancias debería saber claramente que ella no era capaz de continuar siendo la única que conocía aquellos misterios. Pensaba hablar con Dag, y ahora mismo.

Pero no allí dentro. No era posible. Tendría la sensación de que alguien los contemplaba y los espiaba todo el tiempo.

En su lugar le propuso a Dag dar un paseo.

Aceptó con gusto. Pero antes quería decirle, como respuesta a la pregunta que le acababa de hacer, que él no había oído paso alguno, pero que había sentido algo indescifrable en el aire inmediatamente antes de que el reloj se pusiera en marcha.

Dag dijo que había tenido la extraña sensación de que estaban siendo observados, de que no estaban solos.

Nora se levantó rápidamente. Coincidía con él. Dag tenía razón. Y ella debía contarle algo.

—¡Ven! Prefiero hacerlo inmediatamente, antes de que me arrepienta.

Se apresuraron a salir en compañía de Ludde.

Fue el clásico paseo sobre el puente. Iban de prisa. Ludde tiraba de ellos, mientras Nora, jadeante, contaba lo de los pasos misteriosos que de vez en cuando se oían en los dos cuartos contiguos al suyo. Cómo después se paraban repentinamente en el dintel de su puerta, donde alguien invisible permanecía como si esperara algo. Y cómo ella, al mismo tiempo, estaba también en un estado de espera.

—¿Qué dices? ¿Qué esperas tú?

Eso era lo que ella no acababa de entender. Sí, lo que realmente esperaba era que tal situación terminara y que el otro desapareciera de nuevo. Pero lo que el otro, es decir, el invisible, esperaba o quería, no tenía ella la menor idea.

¿Tenía miedo?

No, no había por qué tenerlo. Nadie le quería hacer daño, ella se daba cuenta. Lo único que le inquietaba era no poder comprender lo que significaba todo aquello. Mientras no lo supiese, no podría vivir tranquila. El otro volvería. Una y otra vez.

Dag la contempló con admiración.

—Tú eres fuerte, Nora. Eso está bien. Otro cualquiera en tu lugar se hubiera derrumbado. Pero ¿por qué no me has dicho nada?

—Yo no quería irte con chismorreos. Se trataba precisamente de mi visita. Tarde o temprano tendría una explicación, pensaba yo.

—Tú deberías en cualquier caso haber hablado conmigo.

Pero Nora movió la cabeza obstinadamente. Sería divulgar un secreto. Si el invisible hubiera querido ponerse en contacto con Dag, éste se hubiera dado cuenta. Pero no lo había hecho.

Por eso Nora se había reservado sus emociones para ella misma.

—Pero ¿y el reloj? Empezó a funcionar cuando yo estaba allí.

Nora afirmó. Así fue.

—¡Es lo que yo digo! Por eso me atrevo a hablar contigo ahora. Lo del reloj lo interpreto como un signo.

Bien. Dag comprendía. Puesto que el reloj y los pasos tenían tan claramente algo que ver entre sí, ahora era el momento en el que ella debería ponerle al corriente. El reloj no se hubiera puesto en marcha sin que los pasos hubieran llegado.

—No. Van siempre juntos.

—¿Desde cuándo ha ocurrido todo esto?

—Prácticamente desde que comenzamos a hacer las obras.

—¿Tanto tiempo?

Era verdaderamente notable que ella hubiera tenido la fortaleza necesaria para no decir nada. Pero ahora la cosa había alcanzado un punto en que había que hacer algo. Dag continuó silencioso un rato, sumido en sus pensamientos. ¿No debería tratar de saber quiénes habían vivido en el piso anteriormente? No podía ser muy difícil.

Nora volvió a pensar en las tiras de papel del jarrón que se rompió de manera tan extraña. A decir verdad, había tenido casi la sensación de que era ella la que debía encontrar aquellas tiras.

Seguro. Dag estaba convencido de ello. Le contó lo de las cintas y cómo las había reunido en un cuaderno para estudiarlas mejor. Tal vez no solucionaran demasiado, pero sí podrían dar alguna pista. Allí había, por ejemplo, una serie de nombres.

Dag estaba impaciente.

—Muy bien. Voy a repasarlas tan pronto como volvamos a casa.

Pero Nora no quería enseñarle las tiras de papel. Era como si traicionara a otro. Sólo ella podría comprender lo que querían decir. Quien había escrito aquellos papeles y los había ocultado tan cuidadosamente, se sentiría desesperado si ella los trataba de cualquier modo. No, no podía obrar así.

—Pero te voy a decir los nombres. Allí hay, por ejemplo, una Agnes…

Dag cerró los ojos. ¿No podría tratarse de Agnes Cecilia?

Nora no lo creía. Pero…

—¿Pero qué?

—La muñeca se llama realmente Cecilia.

—¿Cómo puedes saber tú eso?

Nora le contó lo del medallón de la muñeca, lo de la miniatura y la trenza, que atestiguaban que había sido hecha teniendo por modelo a una joven que existía realmente y que se llamaba Cecilia.

Cecilia 17 años estaba escrito detrás de la fotografía, que fue hecha el año 1923. Cecilia había nacido, por lo tanto, en 1906.

—Hace mucho tiempo.

Sí, hacía mucho tiempo.

Dag miró a Nora con entusiasmo. ¡Ahora creía saber quién era! ¡Sí, sin duda! Sí, cuanto más pensaba en ello…

—¿Quién entonces?

—¿No lo puedes adivinar?

No. Verdaderamente no. Nora le miró dudosa.

—¡Dilo entonces!

—¡La vieja que llamó por teléfono! ¡La que quería que fueras tú misma la que recogieras la muñeca! Podía muy bien haber nacido en 1906. Parecía bastante vieja, como ya te dije.

Pero Nora no hacía más que mover la cabeza. También ella había tenido ese pensamiento, pero la cosa no era tan sencilla. En tal caso todo se complicaba. Se trataba de asuntos muy serios, lo sentía así. No eran juegos infantiles como el escondite.

—Además, la muñeca se llama Cecilia. Y no Agnes Cecilia.

No, que la vieja y la muñeca fueran la misma persona no lo creía Nora. ¿Por qué, en tal caso, había hecho un secreto de ello? Dag no dijo nada; pero al final tuvo que confesar que seguramente no se trataba de meras y exclusivas coincidencias. Nunca había dicho que fuera así.

—Al contrario. Estoy seguro de que no era un capricho, o pura casualidad, que tú fueras precisamente la que recibieras la muñeca. O que precisamente tú fueras la que rompieras el jarrón y encontraras esas tiras de papel. Y que es precisamente en tu cuarto donde tienen lugar esos fenómenos del reloj y del ruido de pasos.

La miró. Estaba ofendido.

—Tú debes comprender perfectamente que yo soy el último en creer que todo esto tiene algo que ver con una broma. ¡Si alguien lo toma en serio soy yo! Creo que deberías saberlo.

—No quería disgustarte… ¡Si por lo menos supiera lo que debo hacer!

Se paró y miró a Dag con ojos suplicantes. Él cogió su mano.

—Vamos a volver a casa —dijo—. Lo primero que tenemos que hacer es saber quiénes han vivido allí.

Pero no era tan fácil obligar a Ludde a volver. Tiraba y se resistía. Quería continuar. Gruñía y echaba las orejas para atrás. Era una verdadera lucha, pero al fin pudieron hacerse con él.

Cuando iban a entrar por la puerta de casa, Nora se quedó un poco retrasada. Dag no se dio cuenta. Entró él y le quitó la correa a Ludde. Cuando Nora, al abrir la puerta, vio a Ludde que corría hacia ella, comprendió en seguida que el perro quería salir y trató de cerrar la puerta. Pero no fue lo suficientemente rápida. La puerta era de las que se cierran por sí solas. Ludde consiguió encontrar un hueco por el que se coló. Nora no lo pudo detener. Ludde bajó como una bala. Ella no pudo evitarlo.

Cuando al fin el perro consiguió salir, continuó su loca carrera por el mismo camino por el que habían venido. Lo seguía con toda seguridad. No había medio de alcanzarlo. Las bicicletas estaban allá abajo, en el sótano.

Dag no se intranquilizó. Pero le molestaba pensar en lo que Anders se enfadaba cuando Ludde desaparecía. ¿Por qué ya no se podía confiar en Ludde? ¿Qué le había hecho? ¿Cuando él fracasaba de tal manera con un perro, qué le ocurriría como maestro? Así pensaba. Daba lástima; pero a la larga también era un tormento para los que vivían con él.

Además, no comprendía qué le había pasado a Ludde. Nunca se había portado así anteriormente. ¿Qué es lo que quería realmente?

—Tenemos que llevarlo a un psicólogo de animales —dijo Karin—. Desde que nos mudamos le pasa algo anormal. Seguramente es algo que hay aquí y él no soporta.

¿Podría ser que encontraba el piso demasiado grande? Tal vez tuviera que ver con la situación de la casa. Un psicólogo de animales podría descubrir lo que le pasaba, agregó Karin.

Pero Anders no lo creía así. Repetía su vieja cantinela de que los perros son por naturaleza leales. No reaccionan de una manera extraña sin motivo. Los hombres son la causa. En ese caso, por lo tanto, la causa era él. Ludde consideraba que ya no podía fiarse de Anders.

—Y tú no confías en ti mismo, por eso razonas de esta manera. Esto no conduce a nada, Anders.

Sí, claro que conducía a algo. Conducía a la comprensión. Pero una persona que no confiaba en sí misma, no podía nunca exigir que un animal confiara en ella. Hasta ahora, la cosa estaba clara. Karin tenía razón cuando afirmaba que él ya no creía en sí mismo. Cada vez que Ludde desaparecía recibía la advertencia de aquello.

Karin bostezaba; parecía fatigada.

—Siempre vuelve. Anders, ¿no puedes dejar de dar vueltas? Debemos irnos a dormir.

En plena noche telefonearon de la comisaría de policía. Ludde estaba allí. Eran las dos de la madrugada. Ludde estaba agitadísimo y querían deshacerse de él lo más rápido posible. Anders no tuvo más remedio que levantarse e ir a buscarlo.

Karin se volvió a acostar; pero Dag y Nora fueron a la cocina e hicieron chocolate mientras esperaban. Querían ver el aspecto de Ludde después de haber estado tan furioso como decía la policía.

—Me cuesta trabajo creerlo —dijo Nora.

Dag reía. Ludde tal vez había sufrido un cambio de personalidad desde que se habían mudado. ¿Por qué no?

—Si les puede ocurrir a las personas, ¿por qué no a los perros?

—¡En tal caso existen sobrados motivos para hacer lo que Karin dice! ¡Hay que visitar a un psicólogo de animales!

Nora consideraba que no era para tomarlo a broma. Pero para Dag era imposible.

—Me pregunto si no sería mejor enviar a papá a un psicólogo de personas.

—¡Pero Dag!

Precisamente en ese momento regresó Anders. Ludde estaba tan tranquilo como de costumbre. No se le notaba en absoluto que había sido capaz de soliviantar a toda la comisaría de policía. Tenía el aspecto inocentón, como si fuera un cachorro de unos días. Dag sonrió encantado.

—¡Vaya un tipo! ¡No sabe avergonzarse ni una sola vez! ¿Qué decía yo? No es un caso mental. ¿Dónde lo han encontrado?

Pero no lo había encontrado nadie. Habían llevado a Ludde a la comisaría a eso de las doce. Entonces estaba muy tranquilo. Habían pensado que podía pasar allí la noche para evitar molestias; pero tan pronto como se quedaron solos con él, empezó a ponerse furioso. Fue de mal en peor; no conseguían nada, hicieran lo que hicieran, y finalmente se cansaron y telefonearon.

Ludde se comportaba como un salvaje; los policías no podían acercarse a él. Pero en cuanto vio a Anders se tranquilizó. Después no hubo problema.

—¿Y tú crees que no tiene confianza en ti?

Nora miraba a Anders con reproche. Éste parecía contento. Sí, era verdad, naturalmente que tenía buena mano con Ludde a pesar de todo.

—¿Quién lo llevó a la comisaría? —preguntó Dag.

Anders no lo sabía.

—¿No lo preguntaste?

—Sí, pero no pude aclararlo.

—Sería seguramente alguna chiquilla.

—¡Deberías haberlo aclarado debidamente!

Dag meneó la cabeza. Anders tampoco sabía dónde había recogido esa chiquilla a Ludde. ¡Anders era imposible! Saber eso era sumamente importante. De otra manera, ¿cómo podrían descubrir las razones que empujaban a Ludde a estas fugas repentinas?