Capítulo 13

Ludde se había escapado de nuevo. No se podía confiar en él. ¿Sería la primavera o qué otra cosa podría ser? Generalmente no hacía aquellas escapadas.

Tuvo un período de informalidad, que coincidió con la mudanza, pero había tenido su explicación. Ahora era más difícil de comprender qué le ocurría, así, de pronto.

La cosa empezó cuando un día Karin salió con él a dar una vuelta en bicicleta. A las afueras de la ciudad, ella se bajo de la bicicleta para dar un paseo. Durante el camino, jugaba y bromeaba con Ludde, pero no se dio cuenta de que la actitud del perro no era normal y, de pronto, éste se soltó y salió corriendo con la correa y todo.

Aquello había ocurrido cuando pasaban junto a unos derribos, no muy lejos de la ciudad, pero con abundante bosque alrededor. Karin había estado recorriendo el bosque un buen rato, buscándolo y llamándolo, pero Ludde no se dignó volver. No se veía por ningún sitio, y Karin se vio obligada a volver a casa sin él.

Anders avisó inmediatamente a la policía, y al cabo de un par de horas llamaron de la comisaría para comunicarles que Ludde estaba allí.

Fue Nora la que contestó al teléfono. Ludde volvió sin correa y sin collar. Dónde había estado era difícil de saber.

Naturalmente tenía que atarlo, pues si no era difícil llevarlo.

Pero ¿dónde podía encontrar una correa en un domingo, cuando todas las tiendas estaban cerradas?

Así que se acordó del viejo collar y de la correa que descubrieron en su armario, cuando Anders hizo las reparaciones. Por fortuna, le iba muy bien a Ludde, y lo conservó después, puesto que la dirección del domicilio era la misma. En realidad, en el collar estaba el nombre de Hero, pero bien lo podía usar mientras tanto. Ludde no sabía leer y la chapa con el nombre podría cambiarse más tarde.

Pero Ludde estaba de mal genio. Tan pronto tuvo ocasión, se volvió a marchar.

Quien más irritado estaba era Anders. Le inquietaba que Ludde, de pronto, pudiera comportarse así. Se preguntaba qué falta habría cometido. Los animales no dejan de ser leales sin motivo. Tal amo tal criado. Anders lo tomó muy en serio.

Y ahora había ocurrido de nuevo.

Esta vez era Nora la culpable. Era el día de Viernes Santo. Se había ido a dar un paseo por el campo con Ludde. Por el camino se encontró con la abuela de Lena, Inga, que también estaba paseando. Se pararon y hablaron de la casa nuevamente, y la abuela Inga le prometió que la avisaría la próxima vez que fuera a visitar a su anciana madre en la residencia de pensionistas. Entonces Nora podía acompañarla y hablar con ella. Justamente ocurrió cuando iban a separarse.

Ludde había estado muy tranquilo a su lado, casi se había olvidado de que estaba allí. Pero de pronto se soltó, corriendo como alma que lleva el diablo. ¡Y ella se quedó allí plantada!

Corrió inmediatamente a casa y allí encontró a Dag, y los dos se fueron en bicicleta para tratar de encontrar a Ludde.

Sólo había un camino para pasear en aquella dirección, el mismo camino por el que había ido Karin la primera vez que Ludde desapareció. Por allí fueron ahora también Nora y Dag. Llegaron hasta los derribos y dejaron sus bicicletas. Dieron vueltas llamando y buscando a Ludde.

Había empezado ya a oscurecer y la luna apareció por encima de los árboles.

Continuaron por el tortuoso camino. Cuando habían andado unos diez minutos, vieron una casa blanca a un lado del camino. Estaba situada en un extraño jardín en el que unas coníferas, abetos y pinos de diferentes clases. Tenía aspecto triste y espectral, especialmente por los terrenos de alrededor, que se componían casi exclusivamente de zarzales.

Los pinos se erigían como negras siluetas hacia el claro primaveral. Las ventanas de la casa, vestidas de negro, contrastaban con la blancura del camino. No había nada encendido. La casa parecía abandonada.

Una empinada escalera conducía a una galería cubierta en uno de los lados. Toda la escalera estaba plagada de agujas de abeto. Exactamente como las tumbas de los cementerios en invierno. Tenía un aspecto siniestro. Nora y Dag se metieron en el jardín. La verja estaba a medio cerrar. Una puerta de madera carcomida entre un par de postes mal puestos.

Allí no crecía la hierba durante el verano. El suelo estaba cubierto de hojarasca. Todo el jardín era lóbrego y húmedo. Pero al mismo tiempo tenía cierto atractivo lúgubre.

La casa parecía muerta y vacía, pero a pesar de ello Nora tuvo la desagradable impresión de que eran observados. Que había alguien detrás de los cristales de las negras ventanas y los estaba atisbando.

—¡Ven, Dag, vámonos de aquí!

Oyó que su voz era bastante débil y que jadeaba un poco al llamarlo. No recibió respuesta alguna. ¿Dónde se había metido Dag? Nora dio unos pasos dentro del jardín. Se aproximó a la casa. Vio entonces que en una de las negras ventanas había dos plantas increíblemente lozanas con grandes geranios blancos.

¡Alguien tenía que regarlos! La casa no podía estar totalmente abandonada. Veía también que tras la ventana había unas cortinas que parecían telas de araña. Y las flores no eran artificiales. Había un par de pétalos blancos caídos sobre las hermosas hojas. Las flores de plástico no pierden hojas. Pese a todo, no se daba el menor signo de vida.

—¡Nora, ven aquí, mira! —era Dag quien la llamaba.

Corrió por el jardín en la dirección de la voz. Pero ¿qué hacía él allí? ¿Qué hacía en el suelo? Estaba muy excitado con los pelos de punta.

—¡Mira! ¿No ves?

Señalaba algo en el borde del campo donde estaba de rodillas.

—¿No ves las huellas aquí? ¿Y allí?

—Sí. ¿Qué quieres decir?

—¡Son las huellas de Ludde!

¿Por qué creía aquello? ¿Las huellas de los perros no son siempre iguales?

Pero Dag estaba seguro. Le pidió que mirara detenidamente una de las huellas. La pata izquierda delantera, afirmó y ella miraba la marca sin comprender lo que quería decir. Pero Dag aseguraba que había como un pequeño cuadrado en aquella huella que no había en las demás. Cuando se las mostraba, le dio su lupa para que mirase, y, en efecto, ella también lo vio. ¿Qué significaba aquello?

Ludde se había hecho daño en una de las patas, y Dag le había colocado un fuerte esparadrapo. Precisamente en pata izquierda delantera. Allí, en el barro húmedo estaba bien marcado el esparadrapo. Por esto Dag sabía que huellas eran de Ludde. No cabía la menor duda. Ludde había estado allí. Y no hacía mucho tiempo. Las huellas eran frescas.

—Tiene que estar por aquí —dijo Dag.

Era un consuelo. Nora había estado muy inquieta. Esta vez el perro iba con ella cuando desapareció. En seguida pensó que podía haber sido atropellado o robado. Tan pronto como se veía mezclada en algo, creía que iba a ocurrir algo grave.

Montaron ahora en sus bicicletas y recorrieron de nuevo el lugar llamando a Ludde. Pero Ludde no apareció.

Se cruzaron con un par de jóvenes que vivían por allí, pero no habían visto ningún perro suelto.

Por el camino venían un par de viejos. Se asustaron al ver que las bicicletas de Dag y Nora iban hacia ellos, y el ver que no paraban los asustó todavía más. La vieja agarraba con fuerza su bolso, y el viejo tenía un brazo protector alrededor de su espalda. Era lamentable. Creían seguramente que les iban a robar. Dag meneaba la cabeza. Tan lejos había ido todo.

—¿Qué historias de ladrones van a contar cuando vuelvan a casa?

Eran un poco más de las diez. No podían estar fuera toda la noche. No había otra cosa que hacer que volver a casa con las bicicletas.

—¿Sin Ludde?

Nora se volvió a intranquilizar. Pero Dag la calmó.

—No tienes por qué preocuparte. Ludde volverá.

Iban despacio. Era una noche tranquila, clara y un poco fresca. Dejaron el sendero y tomaron el camino principal. Casi no había tráfico a aquella hora. La luna, que estaba sobre ellos, semejaba un globo luminoso. El camino parecía de plata. Pero Nora no podía dejar de pensar en Ludde.

¡A lo mejor estaba dentro de esa casa! ¿Pero no hubiera ladrado al oírlos? Naturalmente si no estaba encerrado con bozal.

Dag movía la cabeza. Tonterías. Ludde era lo suficiente listo y lo suficiente fuerte. No se dejaba engañar.

Continuaron en silencio. Pronto estarían en casa. Ya cruzaban el puente que había justo antes de la entrada de la ciudad.

De pronto Dag frenó y se paró junto al pretil del puente. Estaban a la mitad. La luz de la luna flotaba sobre ellos.

Nora se había parado también. No necesitaban volver a casa tan pronto, pensaba Dag. La noche era tan hermosa… Podían continuar un poco más.

Quería que bajasen por la cuneta para ver lo que había debajo del puente. Dejaron las bicicletas y llegaron hasta el agua del arroyo, que, brillante y negra, corría por debajo del arco del puente.

El suelo era pedregoso; estaba oscuro y hacía frío allí abajo. Dag alumbraba con la linterna de bolsillo. Nora tiritaba.

—¡Qué feo está esto!

—¿Te parece?

Dag se colocó la linterna debajo de la barbilla de modo que su cara quedó grotescamente iluminada. Se encogió de hombros e hizo gestos extraños. De su garganta salió un sonido gutural.

Acostumbraba a hacer aquello a veces para tratar de asustarla, y ahora tuvo más éxito del esperado. Ella no sabía lo que le pasaba, pero siempre se asustaba. Esta vez estaba verdaderamente aterrorizada. A pesar de que sabía muy bien que era Dag.

Ahora avanzó hacia ella con los brazos extendidos y con las manos colgando. Dando gritos infernales que retumbaban bajo el arco del puente, al mismo tiempo que hacía gestos fantasmales.

Nora estaba muerta de miedo. Era como una pesadilla No podía moverse; su pie resbaló de la piedra donde estaba y estuvo a punto de caer en las negras aguas.

Dag se asustó y fue hacia ella. Puso fin inmediatamente a su juego grotesco. Nora había comenzado a llorar desconsolada, desesperada.

—¡Pobre Nora! ¡Perdóname! No era mi intención…

Nora continuaba llorando. Dag se sentó junto a ella en una piedra bajo el arco del puente. Inclinó su cabeza contra la suya y la acunó suavemente. Sacó el pañuelo y secó sus lágrimas. La besó con cuidado en la frente.

—Creía que te hacía gracia…

Poco a poco Nora se calmó y empezó a reír, lloriqueando al mismo tiempo. Entonces él le dio un beso en la boca. No lo había hecho nunca. Nora seguía sollozando y se agarró a él un segundo. Después se levantó. Estaba mojada hasta el cuello por las lágrimas. Tomó el pañuelo de Dag y se secó.

Dag volvió a encender la linterna y la dirigió hacia el arco del puente. Sobre las aguas negras. Sacó un trozo de tiza. Quería escribir sus nombres bajo el puente, junto a la piedra donde habían estado sentados. Le alargó la tiza a Nora. Nombre y fecha.

—¡Escribe tú primero!

Dag mostró con la luz dónde debían hacerlo, y Nora escribió su nombre. Seguidamente Dag tomó la tiza y escribió su nombre debajo del de ella. Encima puso la fecha.

17 de abril de 1981

Nora

Dag

Miraron la inscripción. Seguiría allí por bastante tiempo. Si alguien no la borraba.

—¿Volvemos ahora?

Dag dirigió de nuevo la luz alrededor del arco. No contesto. El foco recorrió un trecho. Algunos metros más allá se paró. Allí lejos había también un nombre. Pero no estaba escrito con tiza, sino con tinta negra. Era el único nombre que había escrito en el arco, además de los suyos, pero no podían distinguirlo desde donde estaban.

—¡Vamos a ver!

Dag la cogió de la mano. Tenían que ir por una estrecha franja de terreno haciendo equilibrios. Estaba escurridiza, pedregosa y negra. Tenían que ir con cuidado sobre las piedras. Dag se resbaló una vez, pero Nora le sostuvo. ¡Ahora habían llegado!

Dag alumbró el nombre con la linterna y Nora leyó:

AGNES CECILIA

Nora cerró sus ojos. Después volvió a mirar. Sí. Ahí estaba escrito. Dirigió sus ojos a Dag; pero éste enfocó lámpara hacia el agua y no pudo ver su cara.

Después él dio media vuelta e inició el regreso sin decir una palabra. Nora le seguía. Todo ello parecía tan irreal como si fuera un sueño.

Ahora Dag se detuvo y le alargó la mano, pero ella seguía sin mirarle a la cara. Durante todo el camino hacia puente no se dirigieron la palabra. ¿Qué podían decirse? El nombre estaba allí. Era solamente un hecho. Alguien había tenido que estar en aquel lugar, debajo del puente, y haber escrito ese nombre. ¿Cuándo? ¿Por qué? Era el único que había y no tenía fecha.

El claro de luna se extendía sobre ellos. Desde arriba el agua relucía saltarina. Pero allá abajo, debajo del puente todo estaba oscuro.

En silencio montaron en sus bicicletas y continuaron hasta casa.

El camino corría delante de ellos como una cinta plateada.

De pronto oyeron un sonido jadeante detrás de las bicicletas. Nora aceleró la marcha y alcanzó a Dag, que se había adelantado un poco. Parecía como si hubiera oído el ruido. Ahora sonaba más lejos. Se había alejado. Nora volvió a acelerar la marcha y Dag se puso a la par con ella.

Continuaron un rato en silencio. El ruido se aproximaba. Se trataba de un verdadero resoplido. Pero Dag parecía no darse cuenta.

Nora trató de correr todavía más aprisa.

Pero, de pronto, Dag frenó repentinamente. Nora se tambaleó y estuvo a punto de chocar con él.

Nora vio como una sombra negra que corría junto a las bicicletas.

Se oyó un ladrido sonoro. Y la sombra se lanzó sobre Dag. Era Ludde que había regresado.