¿Se había olvidado de algo?
Nora estaba en la cama y no podía dormir.
¿Algo que había pensado que haría después?
¿Después de haber hecho otra cosa?
Pues no se acordaba de lo uno ni de lo otro.
Era desesperante lo olvidadiza que se había vuelto.
¿Qué podía ser?
Trataba de recordar, pero en su lugar le entró sueño. Bostezó. Estaba a punto de dormirse. De pronto se sentó, bien despierta.
¡La bolsa de plástico con las tiras de papel! Ahora recordaba. Primero había que arreglar el jarrón. Después debía ocuparse de las tiras.
¡En ellas había algo escrito! Sí, eso era.
Saltó de la cama, echó todas las tiras al suelo y se sentó en medio de ellas con Cecilia.
¡Qué extraño! ¿Cómo habrían ido a parar allí todas aquellas tiras de papel? ¿Y por qué? Alguien las habría enrollado y empujado a través del cuello delgado del jarrón. ¿Quién habría tenido esa idea? Casi no se podían sacar si no se rompía el jarrón.
¿Acaso la intención era que no se encontraran nunca?
Las tiras procedían de una máquina de calcular. Había visto una de esas viejas máquinas en casa de Lena. Su abuelo paterno la había tenido en su tienda. Allí tenían estrechas bobinas de papel de la medida de las cintas.
Estaban escritas con lápiz. A primera vista le pareció que eran dos personas distintas las que habían escrito las tiras. Eran dos escrituras diferentes. La una, redonda e infantil, la otra, de persona adulta. Pero después comprendió por el texto que debía ser la misma persona en edades diferentes. Seguramente —pero no con absoluta certeza— una chica joven. Todo ello a juzgar por la caligrafía; los chicos escriben de otra manera.
¿Para los ojos de quién estaban destinados aquellos mensajes? ¿Qué se pretendía con ellos? En principio Nora no comprendía nada. Tomó del suelo un trozo tras otro y los miró fijamente sin entender nada.
Lo mismo todo el tiempo. Arriba había una fecha, y después seguían algunas palabras. Por ejemplo:
26 de marzo de 1914. Hulda se ocupa de mí.
3 de julio de 1916. Se hace cargo de mí primeramente Rut, después Hulda.
12 de octubre de 1915, sola. Nadie puede cuidarme.
21 de septiembre de 1916. Beda tiene que ocuparse de mí.
7 de febrero de 1917. Nadie puede ocuparse de mí. Sola.
8 de febrero de 1917. Muy sola. Nadie puede.
9 de febrero de 1917. Más sola que nunca. Otra vez nadie.
Nora recogió rápidamente los papeles. Empezaba a impacientarse. Todo parecía muy complicado. Cada cinta repetía lo mismo con monotonía. Sólo la fecha las diferenciaba. ¿De qué podía servir llenar un jarrón con una enorme cantidad de informaciones sin sentido? ¿Para nadie?
Estuvo a punto de renunciar y tirar todo al cesto de los papeles, pero se fijó en Cecilia. La muñeca tenía los brazos extendidos, como si quisiera proteger las cintas. Era conmovedor. Toda su cara tenía una inconfundible expresión de desamparo.
Nora, presa de un arrebato de cariño, la tomó en sus brazos. ¡Pobrecilla! Permaneció silenciosa con ella un momento, mientras pensaba. Después comenzó a ordenar las cintas por fechas.
Al cabo de un rato pensó que podía pegarlas por orden de fechas y tenerlas así en una carpeta. De esa manera podía tener una vista de conjunto. Era un excelente sistema, el tiempo transcurría y ella trabajaba y pensaba. Le tomó toda la noche, pero merecía la pena.
Todas las frases juntas tenían un sentido. Por sí solas contaban algo que no se podía comprender. No había más que ordenarlas debidamente. Cuando miró a Cecilia lo vio todo muy claro.
Casi todos los trozos de papel repetían lo mismo; eso lo había comprobado. ¿Pero tenía tantísima importancia hacer las anotaciones cuando ocurrían los hechos?
Sí. Alguien se había hecho cargo de otro. O, a veces, ese otro se había quedado completamente solo.
¿Ocurría eso frecuentemente?
Parecía que así era. Por lo menos una vez por semana. A menudo varios días seguidos.
¿Quién o quiénes se hacían cargo de esa persona?
En su mayor parte una mujer llamada Hulda. Y después, diferentes personas, la mayoría mujeres también. Dos veces la había cuidado alguien que se llamaba Agnes. Ambas veces, en 1917; una, el 12 de julio y la otra, el 5 de diciembre.
¿Durante cuánto tiempo ocurrió aquello?
La primera cinta era del 16 de noviembre de 1913. Estaba escrita con letra muy infantil, como por alguien que acababa de aprender. Después venía una sola cinta de 1913. Pero de 1914, 1915, 1916 y 1917 había gran cantidad, especialmente de 1917. Las de 1918 estaban casi todas fechadas al comienzo del año. De 1919 y 1920 había muy pocas. Y después cesaron por completo. Pero durante siete años, es decir, 1913-1920, las anotaciones se hicieron regulares.
¿Y por qué estaban en el jarrón?
Se encontraban, sin ninguna duda, en lugar seguro. Pero no era ése el único motivo. Tenía que haber sido otra cosa. ¿Algo forzado? ¿Cómo, de otro modo, se podía llegar a tal idea?
Nora mecía a Cecilia, y poco a poco empezó a comprender cómo había ocurrido. Era comprensible.
Aquellas cintas o tiras de papel ¿no eran la expresión de algo que ella podía reconocer?
¿No estaban escritas por alguien que quería contar cuántas veces ella —o él— tuvo que ser recogido por otros, debido a que sus más próximos, la madre y el padre como es natural, faltaban por alguna razón?
Sí, para ella, para Nora resultaba evidente que así había sido.
Pero ¿para quién habían sido escritas?
Nora miró a Cecilia. Y pensó detenidamente.
No, no eran para alguien precisamente. No era lo más importante que alguien las recibiera. Habían sido escritas por su propio gusto. Como testigos silenciosos de algo que era difícil poder compartir. Como resulta siempre el desamparo.
Estaban, sí, destinadas al jarrón. La intención era que tenían que desaparecer. Reunidas en un lugar inaccesible que solamente el autor conocía.
Las cintas expresaban desencanto, desilusión. Pena. Inmensa soledad.
El que las escribió tenía a menudo la sensación de que constituía un obstáculo. Un estorbo. Importaba sólo como un problema que hay que resolver. Era alguien a quien constantemente había que colocar. Alguien que no debía estar donde estaba, un intruso.
Nora lo reconocía. Es posible que concediera a las pobres frases más importancia de la que tenían, pero ella no lo creía así. Pensaba que el hecho de que las cintas de papel fueran escritas y escondidas de manera tan rara era señal de que tenía razón.
En un par de cintas había una expresión que le sobresaltó cuando las leyó: «se compadece». En ambas ocasiones se refería a la misma persona. Decía: 12 de julio de 1917. Agnes se compadece de mí. Y en la siguiente: 5 de diciembre de 1917. De nuevo se compadece Agnes.
Seguramente no era así, pero «compadecerse» a los ojos de Nora era lo mismo que sacrificarse por compasión. Sintió escalofríos cuando lo leyó. Era como decirlo todo. Y se trataba de Agnes ambas veces. Ninguna otra vez empleó tal expresión. ¡Esto debía significar algo!
¿Agnes? ¡Una de las mujeres de la fotografía se llamaba así!
Nora sacó la fotografía y la examinó de nuevo. Pero era muy difícil distinguir los caracteres en aquella fotografía, y tampoco se podía saber quién era Agnes. Una de las mujeres parecía guapa y un poco vulgar; la otra era tal vez más interesante, pero la fotografía estaba muy borrosa y no decía nada. La volvió a dejar.
¿Pero quién podía haber escrito las cintas?
¿Quién había sido el objeto —o la víctima— de aquella situación?
No estaba indicado en ningún sitio.
No había ni la más pequeña indicación.
Se trataba, naturalmente, de un niño. Pero ¿no sería una niña? ¿O podía ser un muchacho? No estaba segura. Podía haber sido un deseo de su parte cuando en un principio pensó ella en una chica. Espontáneamente le era más fácil identificarse con una persona de su mismo sexo.
¿Qué edad tenía en tal caso ella o él?
Podía tratar de adivinarlo. Pero empezaba a sentirse fatigada. No podía más. Había muchas cosas que ella no sabía. Y todo lo tenía que descifrar por sí sola. ¿Cómo podría hacerlo? Esto era seguramente sólo el comienzo.
Fue una suerte en la desgracia que el jarrón cayera al suelo.
¿Y si aquello constituyó una pura indicación? ¿Y si detrás, como Dag hubiera dicho, había un «motivo escondido»? ¿Qué significaba cuando él acostumbraba a decir «la única manera de comprender lo que es incomprensible es creer en ello y alegrarse de ello»?
Pero ella no sabía lo que debía creer.
Se sentía adormecida. Le quitó el gorro a la muñeca y frotó su nariz con cariño contra su bonita nuca y su suave cabellera.
De niña no había tenido nunca una verdadera muñeca. Sus muñecas tenían aspecto de tontas. No eran humanas, por eso no había jugado con ellas. Nadie había comprendido la razón. Karin se había preocupado por ello.
En una ocasión Nora le había oído decir por teléfono con voz grave: «Esta niña no sabe jugar».
Nora había comprendido que era algo extraordinario que una niña no jugara. Debía ser algo tan terrible como un tenor que no pudiera cantar.
Ella no comprendía en un principio que tuviera tan tremendas faltas. Pero la voz grave de Karin le descubrió aquella terrible verdad. La consecuencia fue que tan pronto como un adulto estaba en la proximidad, empezaba ella a jugar de una manera frenética. Con cualquier cosa.
Comprobaba, sin embargo, que no tenía mucho éxito.
Todos los niños la miraban con extrañeza. Lo peor era que ella no sufría nunca por no poder jugar con las otras chicas. Tenía siempre, sin embargo, muchas cosas que hacer, no estaba nunca ociosa. Tampoco se había percatado de que aquello constituía una falta. Que debería jugar.
Cuando oyó lo que dijo Karin empezó a comprender, pero no había mucho que hacer. Era ya demasiado tarde.
Anders y Karin eran extraordinariamente juguetones. Acostumbraban a reírse por ello y se decían mutuamente: «Seguramente ni tú ni yo pudimos jugar bastante de niños».
Cuando Dag era pequeño tuvieron buen cuidado de dejarlo jugar como él quería. Casi dudaban cuándo debía empezar en la escuela por miedo a que se resintieran sus juegos. Eso también se refería a ella, pero Nora era distinta. No debía de haber sido fácil para ellos el trato con la muchacha. No era como ninguno de ellos. Era de otra madera. Una personilla extraña que de pronto hizo irrupción en la casa.
¡Esas cintas de papel podían muy bien haber sido escritas por ella!
Era injusta con Karin, injusta con Anders, injusta con Dag; pero aquella idea que le vino de repente era cierta.
Frotó su nariz contra la redonda nuca de Cecilia.
Después cogió el cuaderno con las cintas de papel y lo escondió en el último cajón de la mesa de escribir.