La primavera había llegado por fin y Nora se sentía infatigable y satisfecha.
Le sucedía algo que nunca hasta entonces le había sucedido.
Se encontraba como en un estado de vigilancia permanente. Cada vez con mayor atención. Desplegaba, por ejemplo, un periódico y sus ojos se posaban inmediatamente en una imagen o en algunas líneas, que parecían contener un mensaje precisamente para ella.
Daba igual lo que era: anuncios, pequeñas noticias, lo que fuese. Para los demás, estas palabras e imágenes resultaban totalmente indiferentes, pero para ella podían estar cargadas de interés hasta un límite máximo. Si existía una sola palabra en los kilómetros de líneas impresas que afectaba al mundo de sus pensamientos, descubría esa palabra tan pronto como desplegaba el periódico. Con verdadera precisión brotaba de la masa del texto, llamativa e inevitable. Como grabada al fuego.
Eso constituía una nueva sensación, fatigante y estimulante al mismo tiempo. Todo parecía apuntar hacia una misma cosa: en algún sitio esperaba alguien. Ella tenía que buscar. ¡Buscar!
Eso la hacía algo distraída. Anders y Karin creían que era debido a la primavera. Lo que Dag creía no lo decía. Pero la dejaba en paz. Comprendía que debía estar sola para poder llegar a ver claro.
Algo que influía especialmente en Nora eran las circunstancias de Cecilia. El rostro sensible de la muñeca cambiaba continuamente de expresión. Era naturalmente un fenómeno de iluminación. Su cara estaba tan finamente esculpida, que la menor variación luminosa producía una nueva expresión. No tenía ninguna importancia a qué se debía aquello; lo importante era que a Nora la muñeca le ayudaba a pensar. Cuando estaba a solas con Cecilia y estudiaba su rostro, recibía respuesta a todas sus preguntas, los pensamientos se aclaraban, y sabía lo que tenía que hacer.
En el libro «Los cuentos populares rusos» estaba escrito que le debería pedir consejo a la muñeca. Era precisamente lo que estaba haciendo y siempre recibía ayuda. Por lo menos se sentía más tranquila y segura al cabo de estar un rato con Cecilia.
Pero un buen día, cuando iba a coger a Cecilia, llegaron otra vez los pasos repentinamente. Habían desaparecido durante algún tiempo. No los había sentido desde que Cecilia vino a la casa.
Había abierto las ventanitas de la estufa de azulejos para sacar a Cecilia de la hornacina, cuando oyó ruido de pasos en el cuarto redondo.
Miró hacia la entrada y vio que había olvidado cerrar la puerta como acostumbraba a hacer ahora para evitar que la sorprendieran con la muñeca. Cerró las ventanitas inmediatamente y corrió hacia la puerta para tratar de cerrarla a tiempo.
¡Pero ya era demasiado tarde!
Los pasos estaban allí. Nora y el desconocido se encontraron. Se pararon precisamente uno frente al otro, cada uno a un lado del umbral. Pero no vio a nadie ante ella, sólo pudo sentir su presencia.
Escasamente a medio metro de ella, tan cerca que percibía las vibraciones del otro, tan próximos que se podrían dar la mano. Anteriormente, Nora había estado siempre vuelta de espaldas. Ahora, por vez primera, están cara a cara, ella y el invisible. Pero ella no sabe quién es él.
Aquí está y espera.
El sol ilumina la habitación. Una tranquila y bella puesta de sol. Hay silencio. Pero de pronto el silencio se rompe con el metálico tictac del pequeño despertador que está al pie de la ventana. Ese reloj totalmente roto. Totalmente comido por la herrumbre.
Es como un sueño. Lo real frente a lo irreal. El sol ilumina el cuarto. Todo espera. Menos el reloj que anda y anda. Pero hacia atrás. Se imagina que es así, a pesar de que no lo puede ver desde donde está.
De vez en cuando se oyen aletazos de los pájaros que cruzan delante de las ventanas y que producen grandes sombras que revolotean por las paredes de la habitación.
En ese momento, las puertas de latón de la estufa se abren lentamente. Nora supone más que ve. El hechizo la deja y corre hacia la estufa, para en el último segundo recibir a Cecilia, que cae en sus brazos desde la hornacina. Sin el menor daño.
El corazón le palpita hasta hacerle daño.
¿Cómo había podido cerrar las ventanitas tan descuidadamente?
¿O…?
No podía pensar ahora, pero le parecía que había visto primeramente que las ventanitas se cerraban lentamente. Y después se abrieron cuidadosamente.
Debía de haber sido ella que no las cerró debidamente, de modo que se abrieron por sí solas. Había tenido tanta prisa cuando oyó que llegaban los pasos.
Nora apretó a Cecilia contra ella y se volvió a quedar inmóvil. Pero ahora el cuarto estaba en silencio. El reloj estaba parado otra vez. En el umbral de la puerta no había nadie. El invisible ya no estaba allí. Ya no se escuchaban pasos. Con el susto que acababa de pasar no se dio cuenta de cuándo se había ido.
Las sombras de los pájaros continuaban revoloteando a lo largo de las paredes. Se preguntaba qué clase de pájaros eran que proyectaban sombras tan grandes, pero no los podía ver. El sol le cegaba. Pero los pájaros continuaban revoloteando fuera, mientras que las sombras se reflejaban en el interior, aquí y allí, por las paredes, en el suelo, en la estufa y hasta en su blanca blusa. No respetaban sus manos ni el pálido rostro de Cecilia.
Pocas veces le había ocurrido algo tan extraordinario. Poco a poco los pájaros se calmaron y el sol se ocultó.
Nora se sentó con Cecilia junto al escritorio. Pasó sus manos por debajo de la nuca de la muñeca y miró su rostro interrogante. Así continuó un rato, mientras pensaba. De vez en cuando movía la cabecita de manera que la cara reflejaba diversos tonos de luz. De esta manera ella y Cecilia podían intercambiar sus pensamientos. Charlaban entre sí con el pensamiento.
—¿Qué quieres que haga ahora?
Levantó su cabecita hacia ella. El brazo de Cecilia se deslizó y señaló algo. Nora no pensó en ello al principio. Sonrió ligeramente. Cecilia continuaba categórica. Casi autoritaria.
Le dio la vuelta, pero el brazo continuaba señalando en la misma dirección. Ahora Nora comprendió.
Cecilia señalaba con el brazo el cajón superior de la mesa, que estaba abierto. Nora había olvidado cerrarlo. Hizo ademán de querer cerrar el cajón, pero entonces la cabeza de Cecilia se movió de tal manera que parecía precisamente que la sacudía negativamente.
—¿No debo cerrarlo?
Cecilia inclinó la cabeza. Nora la miraba interrogante. Su rostro seguía grave. Nora tuvo un impulso y pensó sacar el cajón un poco más, para ver si había allí algo que Cecilia quería tener. Pero el cajón se había atascado, no se podía mover ni hacia adelante ni hacia atrás. Tiró del cajón de debajo y descubrió que había algo que se había atravesado en el fondo. Trató de soltarlo con una regla. No era cosa fácil con la cantidad de cachivaches que tenía en los cajones.
Mientras estaba ocupada en esto descubrió, de pronto, un frasquito entre los chismes que había allí. Era el frasquito de perfume que, desde un principio, había estado en el bolso bordado de perlas que encontraron en el cajón superior de su armario cuando Anders hizo las reparaciones.
Nora le quitó el tapón y olió.
Ahora sabía por qué había reconocido el perfume de Cecilia. Se había preguntado dónde lo había olido antes. ¡Ahora lo sabía! Era el frasquito de perfume que aparecía en su memoria. Tenía el mismo olor que Cecilia.
—¡Muy bien! ¿Es esto lo que tú querías decir?
Volvió a mirar a Cecilia, pero por una vez estaba totalmente impasible, casi como una verdadera muñeca.
Nora no entendía mucho de perfumes, pero eran muchas las personas que usaban el mismo; eso lo sabía muy bien, y no le daba la menor importancia. En todo caso era una casualidad extraordinaria.
Finalmente consiguió mover el cajón del escritorio. Un viejo cuaderno de papel se había atravesado en el fondo. Lo hojeó y vio que contenía una gran cantidad de garabatos, que no merecía la pena guardar. Precisamente cuando lo iba a tirar a la papelera se desprendió una fotografía.
¡Qué raro que hubiera aparecido ahora! Había estado en la bolsa bordada de perlas juntamente con el frasco de perfume. Lo había olvidado por completo. No merecía la pena guardarla, amarillenta y borrosa, y no era de nadie conocido, pero no le gustaba tirar fotografías. Especialmente si eran de personas. La fotografía mostraba dos mujeres jóvenes con un niño pequeño. Agnes y Hedvig 1907 se podía leer en el dorso.
¿Agnes…?
Levantó a Cecilia y observó su carita.
¿Qué relación tenía todo esto?
¿Podían las dos mujeres de la fotografía tener algo que ver con Cecilia? Una de las mujeres se llamaba Agnes.
¿Querría esto decir algo? Agnes era un nombre muy corriente en aquel tiempo.
La fotografía estaba borrosa y por el texto en el reverso no se podía precisar cuál de las mujeres era Agnes.
Pero la muñeca tenía ahora en su cara una expresión sumamente esperanzadora, como si quisiera decir:
—¡Esto es sólo el comienzo! ¡Continúa!
Sí, ella no pensaba rendirse.
—No te creas eso…
Apretó la muñeca contra sí y continuó embargada en profundos pensamientos.
En la noche del mismo día ocurrió un extraño accidente.
Nora recorrió el piso para ver si alguno de los otros estaba ya en casa. Era hora de preparar la cena, pero nadie había llegado todavía.
Pensó que podría ir a la cocina y preparar un poco de cena, pelar patatas y poner la mesa.
En el cuarto de estar se detuvo delante de la vieja cómoda.
Sobre ella Karin había puesto el jarrón resquebrajado que también encontró arriba, en el armario de Nora.
Anteriormente no había pensado mucho en él. Pero ahora había llamado su atención de pronto, y se dio cuenta de lo bonito que era. Azul, de un bello azul, con un resplandeciente pájaro fabuloso en una cara y un estilizado dibujo de flores y pájaros en la cara opuesta. Anders creía que era un jarrón persa.
Lástima que estuviera rajado; pero no era una grieta peligrosa; el jarrón podía durar todavía mucho tiempo.
Estaba sobre un mantelito de ganchillo. Nora le dio vueltas lentamente sobre el mantelito y lo contempló un momento. Eso fue todo. Luego fue a la cocina como había pensado, puso la mesa y peló las patatas. Después de la cena, Anders y Karin salieron. Dag también debía marcharse a algún sitio. Nora se quedó, por lo tanto, sola para fregar. Pero no le importaba. Pronto estaría hecho.
Cuando volvió al salón sintió que olía a comida, que era lo peor que Karin podía soportar. Tan pronto como olía un poco, abría las puertas y ventanas y se quejaba de que era la única que reaccionaba ante el mal olor. Karin era verdaderamente sensible cuando se trataba del olfato.
Nora abrió, por lo tanto, las puertas del balcón del cuarto de estar y las dejó así mientras se fue a su cuarto. No había tenido tiempo de ponerse a leer un libro cuando oyó un portazo en el piso. Se precipitó allí. Las puertas del balcón se habían cerrado solas. La habitación no se había ventilado todavía, de modo que abrió las puertas y volvió a su libro.
Se oyó un nuevo estrépito. Esta vez no eran las puertas del balcón. Cuando entró en el cuarto de estar se encontró un espectáculo desolador.
En el suelo se encontraba el jarrón azul hecho añicos.
¿Cómo pudo suceder? ¿Cómo pudo el jarrón caerse al suelo?
Seguramente se había resbalado de alguna forma cuando las puertas del balcón se cerraron de golpe hacía un momento.
¿Tal vez había movido ella el jarrón de su sitio antes de la cena cuando le dio vueltas sobre el mantelito? Tal vez sólo había hecho falta que un camión pasara por la calle para que ocurriera el accidente.
Pero eso no hubiera ocurrido nunca de no haber tocado ella el jarrón previamente. Era un pájaro de mal agüero.
Se inclinó para recoger los trozos. ¡Si por lo menos se pudiera arreglar!
¿Pero qué eran aquellas tiras de papel que estaban esparcidas por el suelo? Pequeñas cintas de papel enrolladas revoloteaban en la corriente que producía el balcón abierto. ¿De dónde venían? Cerró las puertas del balcón y las recogió.
Había una gran cantidad de tiras, por lo menos cien. Habían revoloteado por todas partes hasta debajo de los muebles, de modo que tuvo que agacharse para recogerlas.
¡Qué extraño! ¿Estaban en el jarrón? Sí, así era.
Había algo escrito en ellas con letra muy pequeña, pero no tenía tiempo de ver lo que decían. Se trataba de quitar todo aquello antes de que viniera alguien. Corrió a buscar el recogedor y barrer las tiras. Después le tocó el turno al jarrón. Parecía que se podría arreglar. Recogió los trozos. Eran sólo doce. El esbelto cuello estaba entero.
Buscó un tubo de pegamento y se fue a su cuarto.
Allí se sentó junto al escritorio y trató de componer el jarrón. La cosa no iba bien. Los pedazos se le pegaban en las yemas de los dedos, se pringaba con el pegamento y no conseguía mucho.
¡Y llegaba alguien!
No había forma. Se puso nerviosa y se manchó todavía más.
Era sólo Dag. Se aproximó al escritorio y miró los pedazos, mientras ella le contaba lo que había sucedido. Las cintas de papel no las mencionó. Estaban en un rincón, en una bolsa de plástico.
Dag examinó el jarrón roto.
—Te voy a ayudar.
Ella se fue y se limpió el pegamento de las manos. Con la ayuda de Dag vio que no era tan difícil. Era posible ir pegando los trozos del jarrón de manera que parecía completamente entero. Las junturas nuevas no se notaban mucho más que las grietas antiguas.
A Nora se le quitó un peso de encima.
—Creo que ha sido culpa mía.
Pero Dag se reía. Debería haber dejado que Karin ventilara su olor a comida; entonces esto le hubiera pasado a ella, dijo Dag. Y Karin dijo lo mismo cuando se enteró de lo ocurrido. Pero entonces el jarrón se hubiera roto en mil añicos y hubiera sido imposible arreglarlo, puesto que ella era todavía peor pájaro de mal agüero que Nora.
—No tienes que tomar las cosas de esa manera, Nora —dijo Dag—. Creemos que es nuestra la culpa si tú te lo tomas así. Entonces nos consideraremos perversos porque te provocamos esos remordimientos.
—¡No digas eso! —se defendía Nora riendo—. Porque entonces puedo yo pensar que es culpa mía que os creáis tan horribles.
—Es un círculo infernal —dijo Dag.
Nora miraba al uno y al otro; sentía que congeniaba con ellos.
A pesar de todo, esa noche Nora no se consideraba distinta a los otros tres, «la familia que la había recogido».
Esa noche pertenecían los cuatro a una misma familia, que se ayudaba entre sí.
Era una noche hermosa.