Capítulo 10

Nora se despertó pronto.

Era un domingo por la mañana, y el sol se filtraba por las ventanas. ¡Un nuevo día! ¡Magnífico! Hacía mucho tiempo que no se sentía tan alegre y descansada. Ella, que acostumbraba casi a estar más cansada cuando se despertaba que cuando iba a la cama. Era debido a que soñaba demasiado. Su cabeza era un verdadero cine cada noche. Pero la mayoría de las veces no podía acordarse de lo que había soñado.

La noche pasada había tenido sueños muy buenos, puesto que se sentía alegre. ¿Qué es lo que pasó ayer?

¡Cecilia! Abrió los ojos y miró hacia la estufa de azulejos. Allí había una pequeña hornacina con puertas de latón dorado. En ella había escondido la muñeca la noche anterior. Allí estaba, sentada en un pequeño almohadón de seda. ¡Pero ahora las puertas estaban abiertas de par en par! Nora se asustó. El pequeño almohadón rojo seguía en la hornacina. Pero Cecilia había desaparecido.

Se sentó rápidamente en la cama. Entonces vio que Cecilia estaba junto a ella en la cama.

¡Qué cosa más extraña! Sabía perfectamente que la noche anterior la había colocado en la hornacina y cerrado las puertecillas. ¿Cómo había podido aparecer allí?

Nora no recordaba haberse levantado por la noche. ¿Es que era sonámbula? Cecilia difícilmente podía haberse trasladado por sí misma.

Miró interrogante a la muñeca. Su cara sonreía satisfecha, uno de sus brazos estaba plácidamente extendido sobre la almohada, y su cabeza, ligeramente inclinada.

Nora la tomó y se puso a bailar con ella por la habitación. Cantaba feliz. No había jugado con muñecas en toda su vida. Había considerado siempre que las muñecas eran afectadas, pretenciosas y estúpidas. Pero aquella ¡era otra cosa!

«Empiezo a ponerme tonta», pensó. Suerte que no la había visto nadie. Oyó que había movimiento en el piso y comprendió que se habían levantado. Colocó la muñeca en la hornacina y cerró las puertas. Se duchó, se vistió y fue donde estaban los otros, con el aspecto de siempre, pero pensando todo el tiempo en su secreto y en cómo podría saber más.

Después del desayuno la llamó Lena, que quería que fueran a pasear en bicicleta. Nora no tenía ganas, pero dijo que sí a pesar de todo. Hubiera sido un desaire no aceptar en esa ocasión. Lena tenía problemas con su peso, cuatro kilos de exceso según sus cuentas. Tenía que hacer ejercicio, pero lo detestaba.

Nora no tenía tales problemas; pero Lena sostenía que precisamente por eso tenía que hacer ejercicio, antes de que llegara el problema. Siempre era más fácil acumular excesos de peso que eliminarlo cuando ya era un hecho.

Lena era de aquellas personas que no ceden cuando tienen su «opinión».

—¡Mi opinión es ésta! —sentenciaba ella, y desplegaba su testarudez hasta que conseguía su santa voluntad.

Durante el paseo en bicicleta hablaba ininterrumpidamente.

Tenía «problemas mundiales»; pero, en el fondo, todos se reducían a lo mismo: chicos, vestidos, peinado, maquillaje, padres, hermanos, maestros y escuela. Según su opinión, estaba perseguida por «la peor suerte del mundo». Pero era difícil compadecerla verdaderamente a pesar de todo ello. Tenía un enorme buen humor. Parecía increíblemente fuerte y alegre.

Ahora pedaleaba de lo lindo y su lengua no paraba. Lo peor era ver la casi satisfacción que mostraba cuando contaba sus desdichas. No era posible tomarla en serio.

La ventaja con Lena era que no esperaba respuesta. No quería respuesta alguna. Sólo serviría para interrumpirla. Por eso Nora podía dedicarse a sus propios pensamientos. La charla de Lena funcionaba perfectamente como telón de palabras que aislaba de los ruidos molestos. Por ejemplo, del tráfico.

A pesar del sol, la primavera no estaba tan avanzada. Nora buscó tusilagos a lo largo del camino, pero no encontró ninguno. La nieve continuaba aquí y allí.

Fue un largo paseo en bicicleta que terminó en un café del que era dueño un tío de Lena. Aquí tenía ella ocasión de atiborrarse de chocolate con nata batida, bocadillos, pasteles, bollos y otras cosas.

Todo cuanto quería.

—¡Estallo! —exclamó la muchacha tras el tercer bocadillo, y miró satisfecha a Nora—. ¿Piensas tú estallar también? ¡Hazlo! —le aconsejó—. ¡Por una vez soy yo la que invita!

Eso no estaba bien para la línea, pero bien se lo podían permitir teniendo en cuenta que era domingo. Y se habían aprovechado. Además, gratis, y Lena no debía, en realidad, empezar a adelgazar en serio antes del miércoles, es decir, después de los bollos con almendra y crema que se acostumbraban a comer los martes de cuaresma, y a los que no quería renunciar.

A Nora le parecía que tampoco tenía necesidad de comenzar antes del miércoles. Pero, en cambio, si lo hiciera se lo tomaría más seriamente.

—Mi opinión es que no se debe suspender un régimen para adelgazar. Pero, desgraciadamente, lo tenemos que hacer ahora, cuando tan inoportunamente llegan los bollos del martes.

Le dirigió la mirada a Nora con sus grandes ojos.

—Pero yo no he pensado en adelgazar —dijo Nora.

—¿Cómo? ¿Te echas atrás?

—Yo no había prometido nada.

—¿No somos amigas?

A Lena casi se le saltaron las lágrimas. Le dio un mordisco al bocadillo con aire triste. ¿Cómo podía ser Nora tan mala compañera? Si verdaderamente hay amistad, debe haber también solidaridad con el plan de adelgazamiento de cada una. Con lo dificilísimo que es disminuir de peso, hay que ser por lo menos dos para apoyarse y estimularse entre sí.

—No es justo. Yo te animo todo el tiempo. Pero tú no me correspondes.

Estaba profundamente desilusionada. Casi perdía el apetito. Allí estaba Nora mordisqueando sin ganas el más pequeño de los bocadillos. Mientras que Lena, que creía que por una vez debía aprovechar la ocasión, se dedicaba de lleno a las buenas cosas.

¿Y esto lo podía ver Nora sin decir nada? ¿Y además se negaba a acompañarla el miércoles, cuando verdaderamente iba a empezar el régimen? No, ¡qué mala compañera! Creía que Nora era mejor amiga.

A Nora le era difícil no soltar la risa. ¡Qué lógica la suya!

—¿Crees que voy a impedir que comas?

Lena no contestó. Trataba de aparentar que estaba ofendida.

—En tal caso, ¿puedo coger ese bocadillo que tienes ahí?

—¡Hazlo si te atreves!

Lena le alargó el bocadillo y Nora le hincó el diente. Lena puso cara de mártir. Nora bromeaba y las migajas del bocadillo caían sobre la mesa. Era desesperante, no podía ya contener la risa. Lena la miraba con aire de reproche. Pero entonces empezó a reír también.

Lena no era muy sagaz. Al contrario. Pero sabía perfectamente que lo de adelgazar era para ella sólo un motivo de conversación entre otros. Algo que sacar a relucir en una ocasión como aquélla, seguramente para poder disfrutar mejor de todo lo que estaba engullendo. Ella era así. Le gustaba hacer cosas que no aprobaba. Esto iba parejo con su manera de ser. Todo resultaba más atractivo si conseguía hacer que fuera prohibido.

Sí, así era Lena. Y Nora la aceptaba.

Dag tenía su opinión de Lena. Encontraba que era «totalmente imposible» y no comprendía lo que Nora veía en ella.

Pero él no quería mezclarse en eso. Una de las pocas veces que Nora se enfadó verdaderamente con Dag fue cuando éste se refirió a Lena, al mismo tiempo que declaraba que no quería llegar a conocerla. Consideraba que no merecía la pena. Ya sabía qué clase de «tipo» era. Eso casi le produjo a Nora un ataque de bilis. Dag se portaba como un tonto y no tenía razón.

Nora, que conocía a Lena, sabía que poseía gran cantidad de humor y de ironía consigo misma. En muchas cosas era extraordinaria. Su «charla negra», que tantísimo irritaba a Dag, se debía en su mayor parte, y desgraciadamente, a que la habían echado a perder las personas que la rodeaban. En su casa se hablaba de esa manera. Sobre el peinado y los vestidos, y de cualquier cosa que les pasaba por la cabeza. Lamentarse de sí mismo y declarar que continuamente se era presa de la mala suerte, era también parte del programa. Sencillamente se trataba de una especie de jerga que podía ser muy fatigante si se la tomaba en serio. Ellos mismos no lo hacían, lo que Nora comprendía. Y en el caso de Lena era fácil soportar su jerga, ya que tenía otras muchas buenas cualidades.

Era leal, nadie podía mostrarse tan servicial como ella. Siempre estaba dispuesta a ayudar en todo cuanto hacía falta. Entonces se olvidaba de sí misma. Toda su jerga desaparecía. Sabía verdaderamente separar lo importante de lo innecesario. En Lena existían un calor y un afecto que eran verdaderos y desinteresados. Por ese motivo, Lena era la mejor amiga de Nora. Dag podía pensar lo que le diera la gana. Igual que Anders y Karin. Nora sospechaba que tampoco estaban entusiasmados con Lena. No habían dicho nada, pero hay cosas que se sienten en el aire, y jamás le propusieron que invitara a Lena a casa. Todos los demás eran bienvenidos, pero ella, no. Nora iba a casa de Lena mucho más a menudo que al contrario.

Este domingo ocurrió lo mismo.

—¿Nos vamos a casa, no?

Tenía una cinta magnetofónica que quería que Nora escuchase. Era de un cantante que ninguna de las dos había oído anteriormente. Nora la acompañó.

Cuando llegaron a casa de Lena estaba allí su abuela. El resto de la familia estaba ocupado, cada uno por su lado, por lo que sólo la abuela las recibió cuando llegaron. Nora encontraba encantadora a la abuela de Lena; se habían visto anteriormente, pero hacía ya bastante tiempo. Tenían mucho de que hablar. La abuela Inga tenía el mismo buen humor que Lena, hablaba tanto como ella y tenía la misma curiosidad por todo.

Su método consistía en lanzar una larga serie de preguntas. Cuando después se intentaba contestar, ella escuchaba distraída hasta que cazaba un «hilo» para continuar con la «madeja» de su charla. Cuando ella entraba en materia de verdad, era divertido escucharla. Además sabía muchas cosas. Como es natural, estaba al corriente de lo que había sucedido con los vecinos de la ciudad, donde había residido toda su vida.

—Creo que no nos hemos visto desde que te mudaste de casa —dijo a Nora—. Dime, ¿dónde vives ahora?

Tan pronto como lo supo, se mostró muy interesada.

Aquella casa la conocía muy bien. Su padre había sido portero de la misma. Ella había nacido en la planta Baja de la casa del patio. Allí había un pisito muy gracioso de dos habitaciones, cocina y un gran vestíbulo. Todavía recordaba los bellos papeles pintados de flores que tapizaban el vestíbulo. Cuando se mudaron de allí cortó un trocito de papel como recuerdo y lo tenía después como señal de un libro cuando empezó a ir a la escuela.

Su padre había fallecido antes. Era de más edad que la madre. Y ella no se acordaba mucho de él. En realidad debían haberse mudado cuando murió su padre, pero pudieron seguir viviendo allí gracias a que la madre se las arregló muy bien. Iba a limpiar y lavar a varias casas y de esta manera se ganaba la vida. Ella siempre era bien acogida en todas partes, y se la quitaban de las manos, pues era extraordinariamente alegre y trabajadora.

A la abuela Inga le permitían ir con ella cuando limpiaba. Por ese motivo ella había visto la mayoría de los pisos de la casa donde Nora vivía.

Seguramente había estado también en su piso. Pero era muy pequeña entonces que podía confundir una casa con otra. Creía que en el piso de Nora había vivido una señora joven con su hija. La hija hacía ballet.

En una ocasión la abuela Inga la había visto bailar. Había sido una pequeña exhibición en su piso, sin la menor pretensión. La niña llevaba una falda de tul muy tiesa con una banda azul claro. Y se había movido como una mariposa. Era lo más bonito que la abuela Inga había visto hasta entonces. Después, les dieron pastas y un refresco. Éste era uno de los recuerdos de la infancia que conservaba más vivos en su memoria.

A Nora le vino al pensamiento el par de zapatillas de ballet que habían encontrado en la parte superior del armario. Podían haber pertenecido a la niña que bailaba.

—¿Cómo se llamaba?

Pero la abuela Inga movió la cabeza. Siempre le había sido difícil recordar nombres. Y sólo tenía cinco años cuando se mudaron de allí. Hacía aproximadamente sesenta años. No, de las personas se acordaba, pero no de los nombres.

—¡Pero pregúntale a mi madre! Ella conoce a cada familia que ha vivido en esa casa.

—¿Vive ella todavía?

—¡Claro!

Lena había permanecido callada todo el tiempo, pero ahora le dio de pronto un ataque de risa. Tenía razón, naturalmente. La pregunta de Nora no era muy delicada, pero Lena no necesitaba darle tal importancia.

La abuela Inga reía.

—Claro que aún vive mi madre. Tiene casi cien años, pero está rebosante de salud. Parece un pájaro. Y sabe todo lo referente a esa casa.

—Tiene además una memoria extraordinaria.