El paquete estaba en la red de los equipajes. De vez en cuando Nora le echaba una mirada. Era un paquete estrecho y largo, ni demasiado pesado ni demasiado abultado tampoco. Nada delataba su contenido.
El viaje empezaba a hacerse pesado. El tren iba abarrotado, y Nora estaba sentada aparte. Dag estaba con Anders y sus alumnos en otro compartimiento. Parecía un poco desilusionado. ¿Qué había esperado en verdad?
¡Dag podía ser tan romántico! Nora no se hubiera extrañado si él, en secreto, hubiera creído que hoy iba a encontrarse con el «destino». El nombre de Agnes Cecilia inducía a sueños románticos. Parecía tan poético.
En el colegio, las chicas encontraban a Dag demasiado tímido. O reservado, como ella también había oído que decían. Tenía buena facha, pero no para llamar la atención. Había que interesarse por él para llegar a descubrirlo. Tenía rasgos hermosos. Si no fuera tan retraído, hubiera seguramente tenido éxito con las chicas. Él les tenía también un poco de miedo. Pero no a ella. Por suerte.
Todos creían que eran como dos hermanos.
Así era, pero no del todo. En cierta manera entre ellos había algo más. Los hermanos acostumbran a ser rivales entre sí. Desapasionados. Pero Dag sentía respeto por Nora. Y esto era recíproco. A pesar de que se conocían tan bien mutuamente, sus relaciones no dejaron de ser nunca interesantes.
—Nos entendemos mejor como amigos que como hermanos —dijo un día Dag—. Además, uno no puede enamorarse de su hermana.
¿Qué quería decir con eso?
Eso se lo había preguntado Nora muchas veces. ¿Podría Dag enamorarse de ella? Difícilmente. ¿Y ella de él? No, tampoco lo creía.
¿Pero por qué le venían aquellos pensamientos precisamente ahora?
Seguramente porque él se había sentado con los otros en lugar de sentarse con ella. Tenía miedo de que se hubiese cansado de ella porque no quería tomar en serio sus señales místicas. Pero debía ser sumamente escéptica con todo aquello, porque ya le ocurrían a ella suficientes cosas raras. Aunque él no estaba enterado.
No había nada que ella temiera tanto como el perder la amistad de Dag. Que él dejara de estimarla.
En una ocasión Dag dijo que él no se casaría nunca con nadie si Nora no lo aprobaba. Debería, además, parecerse a Nora.
¡Pero qué calor hacía en el compartimiento! Tenía que bajar la ventanilla y dejar que entrara un poco de aire. Se levantó.
No, había demasiada gente en el vagón y demasiado ruido. Se volvió a sentar.
Lo de Agnes Cecilia…
Era seguro que Dag estaba decepcionado por no haber podido hablar con ella. Se había hecho muchas ilusiones…
¡Cielos!
¿No empezaba a estar celosa? ¿De un nombre? ¿De una joven que tal vez ni siquiera existiera?
Pobre Dag…
Así era, en efecto. La Agnes Cecilia de Dag no existía…
Pero tiene que ser más fácil olvidar aquello que no existe más que en la fantasía.
O…
¿Eran las imágenes de los sueños y las figuras de la fantasía tan dolorosas de perder como si fueran seres vivientes?
Nora pensaba en sus padres. Ahora eran para ella sueños y fantasías más que nada. Era casi como si nunca hubieran existido. Para poder soportarlo, había tenido que descartarlos de la realidad, borrar y matar un recuerdo.
Aunque, ¿tal vez pudiera ser otra cosa?
Ella, a pesar de todo, los había visto. Había vivido con ellos, y ellos con ella.
¿Qué podía haber en el paquete? ¿Quién lo enviaba?
¡A lo mejor procedía de alguien que había conocido a mamá y papá!
Que tal vez tenía en su poder algo que les pertenecía. Ésta sería la razón por la que debería abrir el paquete estando sola y no enseñarle el contenido a nadie. ¿Tal vez tuviera que ser algo muy particular? Tan personalísimo que no debieran contemplarlo ojos extraños. Era precisamente por eso por lo que era ella la que tenía que recibir el paquete.
Cuanto más pensaba en aquello, lo creía más probable. Por un momento había pensado enseñárselo a Dag. Pero si el paquete tenía algo que ver con mamá y papá, era preferible que estuviera sola.
¿Cómo no había pensado eso antes? Que pudiera estar relacionado con mamá y papá. Su alegría fue grande al pensar en ello.
Tan pronto como llegó a casa se dirigió a su cuarto y cerró la puerta. Había anochecido y encendió con las cerillas una vela en lugar de la lámpara.
El paquete estaba encima de la cama. Lo tomó y lo mantuvo un momento contra su pecho. Seguidamente, y con mucha parsimonia, deshizo los nudos de la cuerda uno por uno, como si fuera un verdadero ritual. No tenía prisa, pero su corazón palpitaba de esperanza.
Enrolló cuidadosamente el cordón antes de quitar el papel de la envoltura, que tenía varias vueltas. Seguidamente aparecieron varias capas de cartón ondulado, y a continuación tuvo en sus manos un objeto que estaba muy envuelto en papel de seda.
Volvió a apretarlo contra ella. El papel de seda crujía. La llama de la vela encendida oscilaba y en los rincones acechaban las sombras. Tenía la impresión de que las sombras estaban tan impacientes como ella.
¿Qué se ocultaba tras el papel de seda?
Se dejaba sentir un ligero olor a jabón; no, a perfume, mejor dicho. Una tras otra, Nora retiró las capas de papel de seda, que cayeron al suelo lentamente.
¡Una muñeca!
La más extraordinaria muñeca que nunca había visto. Más bien, la escultura de un verdadero ser humano. No había palabras para describirla.
Representaba una niña aproximadamente de diez años, con un rostro pálido y serio, tan fina y hermosamente tallado, que parecía como si en verdad fuera de carne y hueso.
No era una cara de muñeca. Sino un rostro humano.
Dos ojos afligidos, que sabían mucho de la vida, y una boquita incrédula. Así parecía a simple vista.
Pero cuando Nora la puso en sus rodillas y se inclinó sobre ella, cuando tiernamente colocó su cabecita en el hueco de su mano, la levantó hacia ella y miró cariñosamente a aquella criaturilla, encontró que su rostro se transformaba. La frente preocupada adquiría brillo, los ojos sonreían, la boquita se hizo candorosamente infantil. Toda su carita irradiaba confianza.
A Nora se le soltaron las lágrimas.
—Pobrecilla…
Levantó la muñequita y la apretó con fuerza contra su pecho.
—¿De dónde vienes tú?
Era una muñeca muy antigua, fabricada hacía mucho tiempo, tal vez a principios de siglo. Se veía en el vestido. Altas botas negras bien abrochadas, muy bonitas y bien hechas. Medias negras de seda. Enaguas bordadas. El vestido tenía una amplia falda que llegaba hasta las botas y un corpiño con mangas abullonadas desde el codo. Pequeñas flores lisas sobre fondo negro. Puntillas blancas alrededor del cuello y las mangas. Y los ribetes del sombrero eran de la misma tela que el traje.
Medía aproximadamente treinta y cinco centímetros de alto y estaba muy bien proporcionada.
El pelo castaño, pero no demasiado oscuro, peinado en dos trenzas. La cabellera era verdadera. Procedía de un ser humano, no era un producto de fábrica. Los ojos tiraban a verde. Cuando Nora le quitó el gorro quedó al descubierto una bella y redonda nuca y unas orejitas adorables.
Nora no podía apartar los ojos de ella. Estaba totalmente ensimismada.
Pero ¿de dónde venía la muñeca?
¿Quién la había hecho?
¿Qué representaba?
Tenía que ser el retrato de algún ser vivo. Un rostro tan especial no lo podía haber inventado nadie.
Nora adoraba ya el rostro de la pequeña. Le parecía que le recordaba a alguien, pero no podía ser. Sabía que nunca había visto a alguien que se pareciera a esta muñequita. Pero deseaba que existiese en la realidad, y que alguna vez tuviera ocasión de conocerla.
—Me voy a ocupar de ti —cuchicheó Nora—. No te abandonaré nunca.
Pero tenía que encontrarle un nombre. No había que pensar en ella como en una «muñeca». Tenía demasiada vida para ello. La expresión de su cara variaba constantemente con los efectos de la luz. Ahora precisamente aparecía suplicante.
En el tren, Nora había estado muy segura de que el paquete tenía algo que ver con sus padres. Ahora lo había olvidado. En su cabeza bullían pensamientos muy diferentes.
La luz de la mesa de al lado ardía tranquila. Las sombras de los rincones tampoco se movían. Existía un hechizo en el ambiente.
—¿Quién eres tú?
Extendió cuidadosamente las manos sobre el vestido, acarició los redondos botoncitos de la blusa.
Una cadena de plata delgada se escondía bajo la blusa. La sacó y apareció un medallón de plata, de forma ovalada, pero no mayor que una monedita de diez öres[1]. En la parte delantera había dos iniciales artísticamente grabadas: C B.
—¿Qué querrían decir?
Nora examinó el medallón y con una uña consiguió abrirlo. Dentro, en una de las mitades, había un rostro, un retrato en miniatura, el más pequeño que podía imaginarse, pero extraordinariamente claro. Estaba detrás de un fino cristal.
—¡No había duda! ¡Era la misma cara que el rostro de la muñeca! El corazón de Nora se agitó. Buscó una lupa para estudiarlo con más detalle. Sí, absolutamente, la misma mirada, la misma forma de la cara, la misma frente, nariz y boca.
En la fotografía tenía más edad. Mucha más. Pero la expresión de la cara seguía allí igual, entre triste y afligida. Pobrecilla, no debía haberse divertido mucho en esta vida.
La otra mitad del medallón contenía algo verdaderamente extraordinario. La trenza de pelo más pequeña que pueda imaginarse, tal vez quince centímetros de larga y sólo unos milímetros de ancha. Estaba enrollada detrás del cristal.
Era fácil separar el cristal. Nora cogió unas pinzas y pronto tuvo la trencita de pelo en sus manos. Se veía que era exactamente de igual pelo que la muñeca, tanto en color como en calidad. El color coincidía a su vez con el color del pelo del retrato. Ahora sabía de dónde procedía el pelo de la muñeca.
La muñeca y el retrato representaban a la misma persona en diferentes edades. ¿Pero a quién?
¿Agnes Cecilia?
¿Por qué estaban las iniciales C B en el medallón?
Nora separó el cristal del retrato. Quería saber si había algo detrás. Así era.
Con letras minúsculas estaba escrito: Cecilia 17 años.
La muñeca se llamaba, por tanto, Cecilia. Nora había avanzado un paso en el camino. Cuando examinó después el retrato con la lupa descubrió en el extremo inferior algo que parecían letras muy pequeñas. A simple vista no hubiera sido posible leerlas, pero gracias a la lupa, sí. H B 1923, decía allí.
Volvió a colocar el retrato y la trenza de pelo en su sitio. Cerró el medallón y meditó.
La Cecilia que la muñeca representaba no podía tener, a lo sumo, más de diez años. Pero en el retrato de 1923 tenía Cecilia diecisiete años. La muñeca debía haber sido hecha aproximadamente siete años antes, hacia 1916, y Cecilia debía de haber nacido en 1906. Hacía mucho tiempo. Si viviese, debería tener hoy setenta y cinco años. Pero ahora estaba en las rodillas de Nora y parecía completamente viva. Como hacía sesenta y cinco años… Producía un sentimiento extraño.
La vela continuaba ardiendo, inmóvil. El tiempo estaba parado. Nora miró a Cecilia.
—¿Dónde te voy a esconder? No debo mostrarte a nadie.
Tenía pegada la fresca mejilla de la muñeca contra la suya y la mecía cuidadosamente. Cecilia B. Tenía que investigar lo que la B significaba. Y la miniatura estaba firmada H B. No había seguridad, pero muy bien podría ser el apellido.
—¿Quién era Agnes Cecilia? Seguía sin saberlo, pero seguramente existía alguna relación entre ella y la muñeca.
Sí, eran muchas preguntas. Aquí haría falta una persona como Dag. Si pudiera discutir todo esto con él. Se podría llevar a cabo una verdadera «investigación», como Dag acostumbraba a decir cuando trataban de solucionar el problema juntos.
¡Y no podía ni siquiera enseñarle la muñeca!
¿Qué se podría hacer? En todo caso, Dag estaba mezclado en el asunto. Si todo tenía que ser tan secreto, la vieja que llamó por teléfono podía haber esperado hasta encontrar a Nora, y no contentarse con enviarle un saludo a través de Dag. Tampoco debía haberle dado la dirección en la ciudad vieja y el nombre de Agnes Cecilia sin más ni más. Esto significaba mezclar a Dag en todo ello. Y no podía saber quién era él.
¿O tal vez lo sabía?
Lo mejor era, sin duda, obedecer a la vieja. Nora debía tratar de arreglárselas por sí misma.
—Ahora eres mía. —Volvió a mecer a Cecilia nuevamente. Sentía que la muñeca le infundía seguridad, una especie de tranquilidad.
Pero ¿qué clase de perfume tenía?
A Nora le parecía que conocía el olor. ¿De dónde? ¿Quién usaba tal perfume?
Ahora llamaron a la puerta. Corrió a abrir.
—¡Espera un momento!
Abrió el cajón de la mesa y colocó allí la muñeca provisionalmente. Ya encontraría un lugar más apropiado después.
Dag entró en la habitación. Tenía grandes esperanzas.
—¿Has encendido una vela? ¿Por qué?
Nora se dio cuenta de que miraba alrededor, y que sus ojos se pararon en el papel de seda que había en el suelo.
—Lo siento mucho, Dag, pero no puedo…
—No, no, ¡ya sé! No es por eso por lo que he venido. Tú puedes guardar la muñeca para ti sola. Pero ahora estás contenta, ¿no?
Le miró interrogante. ¿Cómo podía saber él que se trataba de una muñeca? ¿Quién se lo había dicho?
Nadie. El mismo Dag estaba extrañado. Pero estaba bien claro que tenía que ser una muñeca. De otra manera, ¿qué tenía que hacer el paquete en una clínica de muñecas? La vieja, además, le había encargado al viejo de la tienda que debía tener muchísimo cuidado, puesto que en el paquete había algo delicado y frágil, por lo que Dag adivinó enseguida que se trataba de una muñeca.
—Me gustaría enseñártela —dijo Nora.
Pero Dag hizo un gesto negativo. No, había que respetar los deseos de la anciana. Seguramente tendría sus motivos para querer que sólo Nora se hiciera cargo de la muñeca. Podría tener su importancia el que no la enseñara a nadie, así lo comprendía él.
Le dirigió a Nora una mirada llena de misterio.
—Te voy a enseñar una cosa.
Sacó un libro que traía debajo de la chaqueta y empezó a hojearlo. Se trataba otra vez de «Los cuentos populares rusos».
—Mira. ¿Reconoces esto?
Había encontrado el texto que buscaba y lo leyó ahora en voz alta:
No te olvides de mis últimas palabras.
Voy a morir y con mi bendición
te doy ahora esta muñeca: guárdala bien
y no se la enseñes a nadie.
Pero si alguna desgracia te ocurre
saca entonces la muñeca y pídele consejo.
Dag la miró muy serio.
—¿Reconoces el texto, no?
Nora hizo un gesto afirmativo. Lo había olvidado por completo, pero eran las líneas que ella había elegido al azar y le había leído a Dag en broma el día anterior antes de decidirse a acompañarle a Estocolmo.
¡Nora que creía que este texto nada tenía que ver con ella!
—Tienes razón. Jamás le enseñaré la muñeca a nadie.