Capítulo 8

Al día siguiente, al llegar Anders de la escuela, dijo que iba a ir con su clase a Estocolmo el próximo sábado. Todo se había improvisado rápidamente. Iban a visitar el Museo Técnico, y pensaba que a Dag y Nora tal vez les gustaría acompañarlos. Podrían viajar con el mismo billete colectivo.

Nora sintió la mirada de Dag sobre ella. Estaban en la cocina los cuatro, fregando la vajilla de la cena. Karin estaba también allí.

—¡Qué divertido! Así Nora puede aprovechar el viaje y saludar a sus tíos —dijo Karin.

Nora secaba frenética el cazo de la sopa. No dijo nada, pero vio la señal que le hizo Dag.

—¿Te das cuenta?

Sí, naturalmente. Comprendía, pero continuó en silencio. Dag dijo que con gusto les acompañaría y Anders dirigió una mirada interrogante a Nora.

—Y tú, ¿entonces qué?

Ella dejó caer al suelo un tenedor para ganar un poco de tiempo.

—Naturalmente, no te sientas obligada a venir con nosotros al museo si no quieres. Harás lo que te parezca. Lo único que tienes que hacer es estar a la hora, pues vamos a regresar en el mismo tren. ¿Te parece bien?

Claro que sí. Nora iba a telefonear a sus tíos para preguntarles si les venía bien su visita. No quería decidir nada hasta saberlo.

Dag la miraba sin comprender, y cuando estuvieron solos le preguntó qué quería decir. Aquí tenía ella la ocasión ideal para visitar la tienda en la ciudad vieja. Otra vez una señal. ¿No lo comprendía?

Sí, así era. No quería tener la sensación de que sus pasos fueran impuestos y fijados de antemano. Y por fuerzas desconocidas de las que ella nada sabía en absoluto. Había estado pensando en ello desde ayer.

—¡Y a mí no me gusta eso! ¡Yo quiero decidir por mí misma!

Pero no se trataba de una imposición de poderes desconocidos. Había comprendido mal todo. Se trataba de escuchar y captar los ocultos misterios de la vida.

—No. Se trata de mí misma. No me interesan en absoluto las señales y los misterios ocultos. ¡Soy un ser libre!

Parecía categórica, casi furiosa.

—Veo que tenemos diferente opinión sobre todo esto.

Dag parecía un poco desilusionado y molesto. Nora soltó una carcajada.

—No lo tomes tan en serio. Es muy posible que yo vaya también a Estocolmo. Así podré saludar también a los tíos.

Cuando Nora telefoneó a Estocolmo no contestó nadie, y al día siguiente llegó una tarjeta postal de Dalarna. Los tíos estaban de viaje y no volverían antes del lunes de la semana siguiente. Nora no podría, por lo tanto, saludarlos.

—¿Eso quiere decir que no vienes? —comentó Dag entristecido. Pero Nora no contestó. No se había decidido todavía. Era viernes, el día anterior a la partida.

Por la noche, Dag le preguntó a Karin si había visto «Los cuentos populares rusos». Y entonces descubrieron que había sido Karin quien había cambiado de sitio el libro. Debería estar en su cuarto en el estante donde guardaba la colección de leyendas; no en la biblioteca. No comprendía cómo había llegado allí.

Dag fue a buscar el libro y se lo alargó a Nora.

—¿Qué es lo que querías enseñarme?

Pero Nora se sentía muy nerviosa. No tenía ahora ganas de mostrarle a Dag el texto que favorecía sus teorías. Tendría que esperar. Cogió riendo el libro, lo abrió al azar y leyó con voz afectada y potente el primer párrafo que encontró en el libro:

Acuérdate de mis últimas palabras. Voy a morir, y con mi bendición te hago merced de esta muñeca. Ocúltala bien y no se la enseñes a nadie. Pero si ocurre una desgracia, saca la muñeca y pídele consejo.

Dag la miraba extrañado. ¿Qué es lo que quería decir con aquello?

Nora se encogió de hombros riendo:

—Nada, es lo primero que he encontrado al abrirlo.

—¿No era entonces esto lo que querías enseñarme?

—No, no era esto. Pero no tengo ahora ganas de buscar ese texto. Ya lo verás en otra ocasión.

Nora dejó el libro, y Dag se marchó decepcionado.

—Eres verdaderamente difícil —refunfuñó—. No te comprendo.

Nora no hacía más que reír. No dijo nada, pero estaba más tranquila ahora que sabía que el libro no había desaparecido por causas misteriosas.

—Te puede parecer lo que quieras —le gritó a Dag—. Mañana os acompaño a Estocolmo. ¡Acabo de decidirme en este preciso momento!

Debían partir por la mañana temprano. Ya eran las siete. Pero el tren venía con retraso. Los alumnos de la clase de Anders se sentaron ojerosos y somnolientos en los bancos de la estación. El único que parecía bien despierto era Anders. Le gustaban las excursiones y se las prometía muy felices.

Nora no estaba tampoco muy animada a esa hora de la mañana. Y Dag se paseaba con un amago de sonrisa que indicaba que estaba medio dormido.

Los ánimos habían decaído cuando, finalmente, y al cabo de una hora de espera, subieron al tren. Magnífico, pensó Nora, y se acurrucó en un rincón de la ventanilla, cubriéndose con su abrigo. Ahora iba a dormir, mecida tranquilamente por los movimientos del tren.

Pero no fue así, desgraciadamente. Tan pronto como el tren se puso en marcha los espíritus recobraron su vitalidad. El ambiente alcanzó un grado inquietante y pronto llegó a un nivel que obligaba a desechar toda idea de dormir. Nora levantó el abrigo y miró hacia donde estaba Dag. Tal vez pudieran evadirse los dos a otro compartimiento y escaparse de aquellos jovenzuelos. En realidad eran sólo dos años más jóvenes, pero se notaba. Mientras pudieran vociferar, todo estaba bien.

Buscó a Dag. Pero vio con desilusión que estaba sentado jugando con un chico y completamente enfrascado en ello. Se levantó y se fue sola a otro vagón. Estaba casi vacío, se sentó en un rincón y se durmió. Oía que pasaba gente de vez en cuando, pero no prestaba atención. Un par de veces oyó el ruido que hacía alguien al empujar un carrito con café.

Había conversaciones y jaleo y los sonidos se ampliaban en el sueño. Miró y vio a una mujer con cabellos muy negros que servía café. Iba vestida de blanco.

El ruido y la bata blanca hicieron que Nora empezase a soñar con un hospital. Pero el sueño era incoherente. Como a menudo le ocurría, se trataba del accidente de automóvil en el que murieron su madre y su padre. La mujer vestida de blanco estaba inclinada sobre su madre. En sus sueños se había convertido en un médico o en una enfermera. Había puesto su mano sobre la frente de mamá y le preguntaba si la reconocía.

«Soy Carita —le decía—. ¿Me has olvidado?».

Pero mamá estaba muerta y no contestó.

Nora no recordaba más detalles de su sueño.

Se despertó cuando alguien que estaba detrás de ella gritó: ¡Carita!, y oyó que el carrito de café volvía ruidoso a lo largo del pasillo.

La voz que llamaba estaba amortiguada, parecía un poco tímida. Era una voz femenina clara. La mujer del carrito le hizo señas con la mano y sonrió.

Al poco apareció de nuevo en el pasillo del tren con una humeante taza de chocolate. Su rostro reflejaba una pequeña sonrisa. Era una sonrisa tan bonita que Nora no podía apartar los ojos de su cara. Precisamente cuando pasaba junto a ella miró a Nora y sus miradas se cruzaron un segundo.

La muchacha de la voz alegre estaba detrás. Nora pudo oír sus cuchicheos entre sí y reían. La joven era seguramente su hija. Nora pudo oír la palabra «mamá».

Poco después la mujer volvió al carrito. Nora la miró y sus miradas se cruzaron rápidamente de nuevo.

Nora se levantó. También ella quería una taza de chocolate. Quería también una sonrisa. No sabía lo que le ocurría a menudo. De pronto era presa de un incomprensible deseo de algo que no sabía precisar; pero que estaba justamente en aquella sonrisa.

Se dirigió hacia el carrito de café.

Pero en el mismo instante apareció Dag en el compartimiento.

—¿Es aquí dónde estás sentada? ¿Por qué no has dicho nada? Te he buscado por todas partes.

Se quedó sin chocolate y sin sonrisa.

Nora lo acompañó para reunirse con los otros. Había pensado echarle una mirada a la jovencita de voz alegre, la hija de la mujer de blanco. Pero tampoco lo consiguió. Dag la llevaba en dirección opuesta.

—Llegamos enseguida a Estocolmo —dijo él.

El Museo Técnico resultó tan interesante para Nora como para los otros. Ella no había ido allí nunca. Las bicicletas y coches antiguos eran verdaderamente fantásticos; por no hablar de la ingeniosa construcción mecánica de madera, invento de Phlem. En la edad del plástico resultaba auténticamente singular.

Más tarde, Anders y su clase irían a comer a algún bar en Högtorget. Después no sabían exactamente lo que harían. Dag quería ir a Djurgarden, y se separaron de los otros después de haber convenido la hora de encontrarse en el tren de regreso.

Se comieron cada uno un «perrito caliente» y se fueron después a un pequeño café de Djurgarden. Después de pasear por allí durante un rato, se encontraron de pronto ante el pequeño trasbordador que iba a la ciudad vieja.

—¡Qué astuto eres! —Nora le echó una mirada a Dag—. Ya te he dicho que no pienso ir a esa tienda.

Pero no parecía enfadada. Ahora ambos estaban de excelente humor.

Dag opinaba que por lo menos debían buscar la dirección que les había dado la vieja…, y ver de qué clase de tienda se trataba. No tenían necesidad de entrar si a Nora no le parecía conveniente.

—¡Imagina que Agnes Cecilia está en la tienda! Tal vez podríamos divisarla a través del escaparate. Eso no importaría.

De esta manera, Dag intentaba convencer a Nora y llevarla donde él quería. Pero ella no hacía más que reír.

—¿Y si se trata de una chica joven y guapa? ¿Qué harás? ¿Te vas a quedar también en ese caso delante del escaparate?

No, entonces tal vez se decidiera a entrar. Estaba pensativo.

—También puede ocurrir que sea una vieja fea. Entonces yo no entro.

Se le había marcado una arruga de preocupación entre las cejas y estaba ensimismado en negros pensamientos. Era algo típico de él. Cuando su optimismo injustificado alcanzaba un cierto nivel, se volcaba al lado opuesto y le entraban aprensiones…, para inmediatamente después trepar de nuevo hasta un estado de excitación. De esta manera oscilaba todo el tiempo, arriba y abajo. Antes de llegar a la ciudad vieja, Dag había pasado revista a todas las posibilidades e imaginado igualmente lo mejor y lo peor que podía ocurrir cuando llegaran allí.

—Ahora has vivido todo por adelantado, y te vas a desilusionar.

No, jamás. No había peligro, aseguraba Dag. La realidad era mucho más interesante que sus fantasías.

En cierta manera, tenía razón.

La realidad fue, por lo menos, diferente.

Cuando llegaron allí, la tienda estaba cerrada.

Era una pequeña tienda muy curiosa. Dag apretó su nariz contra el cristal.

—¡Es asombroso!

De una manera fantasmal brillaban en todas partes redondos ojos que se reflejaban en el oscuro cristal de la ventana. Eran miradas desmesuradamente infantiles, interrogantes y un poco tristes. Con la luz de la calle, al principio sólo percibieron los ojos, pero después aparecieron también los rostros y los cuerpos… de pálidas muñecas y extraños animales de juguete.

Dag preguntó en la tienda de al lado y supo así que el llamado «doctor de las muñecas» tenía allí su clínica. Había varios empleados, todos ellos expertos en arreglar juguetes estropeados. Muchos animales descuartizados y maltrechas muñecas se habían reparado allí. Y ante todo, habían consolado los lloros de muchos niños.

Pero ninguno de los especialistas de la tienda se llamaba Agnes Cecilia. En todo caso debía ser una empleada. Según dijo el hombre al que Dag preguntó, acostumbraban a contratar a veces dependientes temporales, cuando tenían mucho trabajo; pero no sabía si era así en aquel momento.

Los sábados la tienda estaba siempre cerrada. No había nada que hacer. Nora tomó la cosa con tranquilidad, pero Dag continuó cavilando. Se pararon un rato en las estrechas callejas. Había mucha gente que entraba y salía de las galerías de arte y exposiciones, ya que los sábados acostumbraban a tener lugar las inauguraciones.

Cuando se cansaron se fueron a la Catedral y allí encontraron a Anders y su clase.

No era ésta su intención. Dag tenía mucha prisa y quería marcharse de allí enseguida. Pero Nora prefería quedarse. Se tuvo que marchar sin ella, que le prometió esperarlo, ya que iba a volver muy pronto.

Poco después, Anders y sus alumnos se fueron. Nora se quedó sola. Empezaron a tocar el órgano. Encendió dos velas y se sentó en un banco para escuchar la música.

No pasó mucho tiempo sin que regresara Dag.

Le brillaban los ojos. ¡Había ocurrido algo! Se la llevó a la plaza Stortorget.

—¡Oye! ¡Ahora hay alguien en la tienda! Volví allí, pues sentía que no nos debíamos dar por vencidos.

El sueño. La llamada telefónica. El viaje a Estocolmo. La tienda. Hasta ahora todo coincidía perfectamente.

Pero la tienda estaba cerrada cuando llegaron la primera vez.

No. Aquello era lo único que no coincidía. Era por lo que había vuelto allí. Y ahora sí que había alguien en el interior. Había visto que alguien se movía. Las luces estaban encendidas.

—¡Ven! ¡Date prisa! ¡No tenemos que perder la ocasión!

Estaba feliz. El milagro aguardaba a la vuelta de la esquina.

Nora no tenía más que seguirle.

Cuando llegaron a la tienda, las luces continuaban encendidas. No en la misma tienda, sino en el cuarto de la trastienda. Pero la puerta estaba cerrada.

Dag apretó la nariz contra el cristal. Tenía la puerta junto a él.

—¿Vas a llamar tú o llamo yo?

—No, ven. Está cerrado —Nora trató de llevárselo, pero le fue imposible. En lugar de ello golpeó con fuerza la puerta.

Nora escapó corriendo. Se paró algo más allá para ver lo que sucedía. La puerta se abrió y Dag desapareció en el interior de la tienda. Transcurrió un buen rato antes de que saliera. Entonces llevaba un paquete. ¿Qué podría ser? ¿Había comprado algo? ¡Él, que tan escaso estaba de dinero!

—¡Es para ti! —Y le alargó el paquete.

—Pero ¿entonces tú? No ibas tú a…

—¡Sí! ¡Pero te lo debía entregar a ti!

—¿De quién?

Dag no contestó. Miró el reloj y dijo que era hora de regresar. Tenían que volver al tren. Apretó el paso y ella tuvo que correr un poco para alcanzarle. El paquete no pesaba mucho, pero estaba mal hecho. Dag lo vio y quiso llevarlo él.

—Oye, pero dime, ¿qué es lo que ha ocurrido?

—Ya te lo contaré más tarde.

—¿Has hablado con Agnes Cecilia?

—No. ¡Pero dame el paquete! Tenemos que darnos prisa.

Ella se lo entregó y se pusieron en marcha. No hubo manera de que Dag pronunciara una palabra razonable durante todo el camino. Hasta que llegaron a la Estación Central no supo ella lo que había pasado. Tenían tiempo suficiente. Los otros no habían llegado todavía. Dag había corrido innecesariamente. Parecía nervioso y no del todo satisfecho.

Fue uno de los «doctores» especialistas en muñecas quien lo había recibido en la tienda. Un viejo muy simpático. Le había enseñado toda la «clínica» de muñecas.

—¿Y le preguntaste por Agnes Cecilia?

—Naturalmente.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Fue por el paquete y me lo entregó. En realidad, el paquete debía recogerlo una joven. Pero cuando oyó que la joven estaba esperando en la calle, todo fue bien.

—¿Cómo podía saber él que era la persona indicada? ¿Sabía cómo me llamo yo?

No, pero por el hecho de que Dag preguntase por Agnes Cecilia, estaba la cosa clara. No hubo problema.

Dag no pudo averiguar quién era Agnes Cecilia. Sencillamente porque el viejo tampoco sabía nada. Dag solamente se hizo cargo del paquete y prometió que lo haría llegar a quien había preguntado por Agnes Cecilia. Creía que este nombre no era otra cosa que una consigna.

—Eso no es una idea mía, naturalmente —dijo Dag—. Está claro que tiene que significar algo.

—¿No le preguntaste quién había dejado el paquete?

Sí, naturalmente que lo había preguntado. La cosa era que no consiguió saber mucho más.

El paquete había sido entregado por una persona de edad. Una mujer. Había estado sólo un momento. Tenía un taxi esperándola en la puerta. Parecía una persona achacosa. El viejo mismo se había hecho cargo del paquete. Había sido durante el otoño. Por alguna razón, había creído que el paquete sería recogido antes de Navidad y estaba un poco preocupado al ver que nadie lo reclamaba. Tenía la responsabilidad mientras el paquete siguiera allí, y se alegraba de poder deshacerse ahora de él.

Esto era todo, y tenían que contentarse con ello.

—¡Tiene que haber sido la propia vieja! —dijo Nora con entusiasmo.

—¿Vieja? ¿Qué quieres decir?

—Sí, que se llama Agnes Cecilia.

No, Dag no lo creía en absoluto. ¿De dónde se había sacado eso? No había ninguna razón para ello, creía él. Por el contrario, lo que era seguro es que se trataba de la misma persona que había llamado por teléfono y entregado el paquete. ¿Quién podía ser? Dag sacudió la cabeza.

—No comprendo por qué ella no podía decir su nombre.

—¿No has podido obtener alguna pista?

Desgraciadamente, no. La vieja había borrado toda huella tras ella. La solución estaría, naturalmente, dentro del paquete.

—¡Tienes razón! Está claro…

Nora miró a su alrededor. Anders y su clase no habían aparecido todavía. Allí lejos había un banco libre. Podían ir allí y abrir el paquete rápidamente.

Pero Dag lo impidió y se puso muy serio.

Nora no debía abrir el paquete hasta que estuviera sola. Era muy importante, tenía que estar sola.

—Pero ¿por qué? ¿Quién ha dicho eso?

Al viejo doctor de la clínica le habían encargado muy especialmente que no olvidara decir aquello antes de hacer entrega del paquete. Era tan importante que lo había escrito en un papel.

Dag rebuscó en sus bolsillos y sacó un papel arrugado.

—¡Aquí está! ¡Míralo tú misma! —y se lo entregó a Nora.

Desarrugó el papel y leyó lo que el viejo había escrito:

¡Observación! ¡No olvidarlo! La joven debe abrir el paquete estando sola. ¡Dígaselo! ¡Tampoco debe enseñar el contenido a nadie! ¡MUY IMPORTANTE!