En un principio, Nora pensó buscar cuanto antes a Dag y contarle todo; pero en aquel momento no estaba en casa, y después cambió de idea.
Dag tenía una fantasía muy viva; ella misma se arrebataba fácilmente y llegaba a exaltarse. Podía ser mucho ruido para nada.
La cosa no era seguramente tan extraordinaria como parecía.
Ahora, ella lo había pensado a fondo.
Eso del libro y el sueño era sencillamente una casualidad. Dag había hojeado el libro y había acertado a leer precisamente las líneas que después, sin que él lo supiera, se grabaron en su memoria y volvieron en el sueño.
Tampoco era tan extraño que, como creía en un principio, el libro se cayera al suelo por sí solo. El mucho tráfico que pasaba por la calle hacía a menudo que la casa temblara. El libro tenía unas tapas muy lisas, y con las vibraciones podía haberse escurrido poco a poco de la estantería donde estaba.
En lo que se refiere al despertador, la cosa también podía tener su explicación. Precisamente la repisa de la ventana, donde el reloj estaba, acostumbraba a ponerse tan caliente que casi quemaba. El repentino cambio de temperatura fue seguramente lo que accidentalmente puso en marcha la maquinaria del reloj. Tan pronto como se fue el sol, el reloj se paró. Eso era todo.
¿Y los pasos? ¿Qué explicación tenían? Aquello era más complicado. Naturalmente que en las casas viejas las maderas del piso crujen de vez en cuando, y pueden parecer pasos. Pero en la habitación contigua a la suya había una moqueta muy suave. El suelo no era de madera. A pesar de todo, los pasos daban la impresión de pisar madera.
Pero aquello no era motivo para intranquilizarse. Los pasos no presagiaban nada malo para ella, lo sentía así y eso era lo principal. No, si se piensa más despacio y no se precipita uno, casi todo tiene su explicación natural. Nora, por lo tanto, no le dijo nada a Dag.
Una noche, algunas semanas más tarde, cuando regresaba a casa después de haber sacado a Ludde, se le acercó Dag en el vestíbulo con cara compungida.
—Te han llamado mientras estabas fuera.
—¿De veras? ¿Quién era?
—No lo sé. Ha sido una conversación muy curiosa.
Había llamado una vieja y preguntado por Eleonora Hed. Cuando oyó que Nora no estaba en casa se desconcertó por completo. Debía de ser muy anciana.
—Era precisamente una voz apagada, típica de una persona vieja.
—¿No dijo quién era?
—No. Naturalmente, yo le pregunté, pero me dijo que daba lo mismo.
—Le deberías haber rogado que volviera a llamar.
—Sí, se lo dije, pero ella quería terminar la conversación cuanto antes. Parecía un poco tímida en cierta manera.
—¿No dijo nada de lo que quería?
Sí, al final había rogado a Dag que le dijera a Nora, o Eleonora, como ella decía, que debería pasarse por una tienda en la ciudad vieja de Estocolmo. Dag había anotado la dirección. Y una vez allí, debería preguntar por alguien que se llamaba Agnes Cecilia.
—¿Agnes Cecilia? —Nora le miró interrogante—. ¿No dijo ningún apellido?
—No. Pero aseguró que tú tenías que ir a Estocolmo esta semana. Y entonces debías aprovechar para ir a la tienda de la parte vieja de la ciudad, dijo ella.
Pero ¿qué tontería era ésa? Nora sacudió la cabeza intranquila. ¡Ella no iba a ir a Estocolmo! Se había discutido, en efecto, un viaje de la clase, pero precisamente se había decidido aplazarlo hasta el año próximo. Nadie tenía dinero ahora, y querían reunir lo bastante para un viaje de verdad. Por lo demás, Estocolmo no era una novedad. Allí había estado ya varias veces.
—Yo le dije también que no era muy probable que fueras a Estocolmo hasta dentro de bastante tiempo. Pero ella no escuchaba. Parecía como si fuera muy importante.
—¿Qué es lo que era tan importante?
—Que tú fueras a la tienda de la ciudad vieja y recogieras a esa Agnes Cecilia.
—¡Es imposible! No puedo. Espero que vuelva a llamar.
Dag no lo creía. Había tenido la impresión de que la vieja estaba decidida a no volver a llamar. Había transmitido el recado, todo estaba terminado. En su voz había algo de definitivo cuando terminó de hablar y colgó.
—Sí, fue una extraña conversación. No comprendí mucho. Pero debe significar algo…
Nora le dirigió una mirada rápida. Por un segundo le pasó por la cabeza que aquella conversación tal vez era la respuesta al extraño mensaje del libro y al sueño de, Dag, según el cual ella debería ir «yo no sé adónde y buscar yo no sé qué».
¿Era a la ciudad vieja adónde debería ir? ¿Para encontrar a alguien que se llamaba Agnes Cecilia?
Tenía que preguntar a Dag lo que le parecía.
—¡Dag!
—Sí.
—No, no era nada —de pronto desechó sus pensamientos. Se inclinó y acarició a Ludde, que estaba echado en la alfombra.
—¡Oye, Nora! —Dag se sentó en el suelo junto a Ludde y miró preocupado.
—Sí, ¿qué quieres?
—¿Qué era lo que querías decir hace un momento?
Ella se encogió de hombros y miró al otro lado.
—No era nada importante.
Pero no apartaba la mirada de ella.
—Quiero charlar contigo. ¡Siéntate!
Hizo lo que le pedía. Se sentó al otro lado de Ludde. Al principio ninguno de los dos dijo nada, estaban jugando con el perro.
Después Dag dijo repentinamente:
—Tú puedes ser bastante difícil a veces. ¿Lo sabes?
—Eso le pasa a la mayoría. A mí también. ¿Sólo por eso quieres que charlemos?
—No, me pasó por la cabeza… Creo que tú y yo estamos ahora dando vueltas alrededor de un problema.
—¿Hacemos eso? ¿Qué quieres decir?
Dag se inclinó sobre Ludde, y dijo sin mirarla:
—Yo no creo que se deban despreciar los sueños.
—Es posible, pero yo pocas veces me acuerdo de lo que he soñado.
—¡No te vayas por la tangente! Sabes muy bien lo que quiero decir.
—No, en absoluto.
—Lo sabes, naturalmente. ¡Pero si tú quieres cerrar los ojos lo puedes hacer! No te voy a molestar.
Dag hizo ademán de levantarse, pero Nora se lo impidió.
—¡No, siéntate! ¡Di claro lo que quieres decir!
Se volvió a sentar y sus miradas se encontraron.
—Quiero decir que la llamada telefónica de hace un momento pudiera ser una continuación de mi sueño. Tú tienes que haberlo pensado también.
—Sí, así es, pero…
—Yo ya lo sabía. Entonces, tú también has comprendido lo que significa; tú, de una manera u otra, tienes que ir a Estocolmo. Y visitar la tienda de la ciudad vieja. Y preguntar por esa chica, Agnes Cecilia.
—¿Chica? ¿Por qué crees tú que es una chica? ¿Dijo ella algo?
—No, pero imagino que no se trata de un chico.
Nora suspiraba impaciente.
¿Qué era en realidad lo que había querido decir? ¿Por qué no podía ser igualmente una persona mayor?
Dag no podía, claro está, responder a esto. Se encogió de hombros, se distrajo de pronto y empezó a hablar de otra cosa.
La vida tiene un contenido mucho más rico de lo que la gente piensa, dijo. Resultaba del género idiota el creer que los hombres podían comprender todo con su limitada inteligencia. Era tan presuntuoso, que él se encolerizaba cuando pensaba en ello. Era un insulto contra toda la creación.
—Deberíamos, por lo menos, mostrar un poco de respeto y aprovechar los signos misteriosos que en realidad recibimos. Y no escuchar con oídos sordos y creer que nosotros lo sabemos todo.
Se había levantado y paseaba inquieto de arriba a abajo mientras hablaba.
—¿Me oyes? —Se paró y la miró severamente.
—Sí, naturalmente.
Era verdad, escuchaba intensamente, y él continuó.
—Deberíamos escuchar más atentamente las muchas maneras con que la vida se expresa. Continuamente recibimos señales y signos misteriosos. Pero debemos descubrirlos nosotros mismos. Y no es siempre tan sencillo, dado lo degradados que estamos por la propaganda que se hace de verdaderas porquerías. ¡Tenemos que estar agradecidísimos de que la vida se tome la molestia de avisarnos de vez en cuando! —clavó sus ojos en Nora—. ¿Comprendes tú esto?
—Sí, profesor —se sentó derecha como un palo. Dag soltó una carcajada.
—Muy bien, Nora, ya basta con esto. Comprende en todo caso que tienes que tomar en serio mis sueños.
—¿Dag?
—Sí, ¿qué quieres?
—¡Ven conmigo, vas a ver una cosa!
Corrió delante de él hasta la biblioteca. Le quería enseñar «Los cuentos populares rusos». El texto que apareció cuando el libro se cayó por sí solo. Es decir, seguramente debido al tráfico de la calle. Ella se lo contó.
—Sí, ya sabes, a menudo circulan camiones pesados por aquí delante.
Dag la miraba con cierta vacilación.
—Los libros no se caen por eso de las estanterías. ¿Dónde está?
Nora se aproximó a la estantería. Sabía exactamente dónde había dejado el libro. Pero ya no estaba allí. Ni tampoco en el suelo. «Los cuentos populares rusos» habían desaparecido.