Capítulo 6

—¡El sueño se refería precisamente a ti, Nora!

Dag la miró desafiante. A veces era tan serio. Tan ansioso.

—¡Tú no me escuchas!

Se mostraba desilusionado. Ella se sentó en la cama.

Sí, naturalmente que le había oído. Pero el reloj no marcaba más que unos minutos después de las seis. Tal vez era demasiado pronto…

Dag había llegado precipitadamente, muy despierto y excitado, y la había despertado. Las palabras brotaban de su boca. Era difícil seguir lo que decía.

Había soñado que el director de la escuela extendía de repente el brazo, señalaba a Nora y gritó:

—¡Eleonora Hed! —su nombre era Eleonora, pero todos la llamaban Nora—. ¡Ponte de pie!

Nora se levantó, y el director le ordenó irse inmediatamente y buscar.

—¡Tú tienes que buscar! —su voz retumbó en toda la clase.

Pero cuando Nora le preguntó adónde tenía que dirigirse, y qué era lo que tenía que buscar, no recibió otra contestación que:

—¡Tú tienes que irte, yo no sé adónde, y buscar lo que yo mismo no sé!

¡Muy claro! Aquí terminaba el sueño de Dag. Verdaderamente era un poco difícil tomar aquello en serio. Naturalmente, ella no quería molestar a Dag; pero si el sentido del sueño era que debía apresurarse a marchar nadie sabía adónde, para buscar nadie sabía qué, tenía que reconocer que era mucho pedir, especialmente en aquellos momentos.

—Todo está un poco oscuro.

Dag asintió. Pero los sueños son a veces jeroglíficos y hay que descifrarlos. Éste podía ser un sueño imposible. Tan pronto como se despertó, sintió la necesidad imperiosa de contárselo inmediatamente a Nora. Ahora lo había hecho. Ella era libre de interpretarlo como quisiera.

—Muy agradecida. Te prometo que voy a reflexionar sobre ello.

—Hazlo. En todo caso, yo ya he cumplido.

Dag se marchó y Nora volvió a meterse en la cama. Podía dormir una hora más. Un extraño sueño… No se lo quiso decir a Dag, pero generalmente los sueños se referían al que soñaba. Era, por lo tanto, Dag a quien se refería el sueño. Y no a ella.

A pesar de la promesa de pensar en él, se olvidó por completo del sueño.

Dag y ella se encontraron un momento en la cocina al volver del colegio, antes de que él se fuera a clase de ballet. Entonces la interrogó un poco con los ojos, dándose importancia; pero no dijo nada. Y ella tenía otras cosas en que pensar.

Tenía que escribir a su abuela.

¿Por qué era tan difícil concentrarse?

Pobre abuelita, seguramente iba todos los días al buzón y no llegaba carta alguna.

La abuela le enviaba de vez en cuando algunos regalos, y Nora escribía para darle las gracias. Era en realidad el único contacto que tenían en la actualidad. Vivían en diferentes ciudades, pero no a demasiada distancia. A pesar de ello se sentían alejadas. Era una distancia psíquica más que geográfica. Se habían ido alejando más y más desde la muerte de mamá.

No era tan fácil para la abuela y el abuelo, ella lo comprendía. Mamá era su única hija. Todavía no se habían resignado a su desaparición para siempre. La existencia de Nora les recordaba ante todo que habían perdido a su propia hija. Se compadecía de ellos.

Del abuelo no sabía casi nada. Era muy tímido. Al final de las cartas de la abuela acostumbraba a poner la frase: «Muchos recuerdos del abuelo». Lo escribía él mismo, con su estilo cuidado. Eso era todo. Pero tenía su importancia. Si hubiera faltado, ella se hubiera extrañado e inquietado.

Nora estaba sentada en el escritorio. Tenía que empezar ahora. Sacó el papel de cartas. Y siguió sentada.

En el exterior hacía más frío de lo que parecía. El humo salía por la chimenea y bajaba. Hacía viento y el humo pasaba como blancos velos junto a su ventana. El sol brotó de entre las nubes y tiñó de oro sus formas. ¡Qué hermoso espectáculo! No, ¡ahora tenía que concentrarse en la carta!

Trató de imaginarse la cara de la abuela. Y la del abuelo.

Eso le hizo pensar en una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando ella ya vivía con Karin y visitaron a sus abuelos. Fue sólo algunos meses después del accidente. Estaban sentados alrededor de la mesa redonda y comían.

De pronto sonó el timbre de la puerta y el abuelo se levantó. La abuela le detuvo, no quería que abriera la puerta. Llamaron nuevamente, y entonces ella suspiró y le dejó ir. Pero escuchaba atentamente lo que ocurría en el vestíbulo.

Se oía una voz que sonaba viva y alegre, pero la abuela parecía extrañada. Y le gritó al abuelo:

—Birger, ¡estamos ocupados!

Su tono era severo y su actitud no era precisamente amable.

A Nora casi le infundió miedo. La abuela estaba como transformada.

—¡No tenemos tiempo ahora! —repitió de nuevo.

Pero en ese momento alguien hizo irrupción en la habitación. Podía ser una mujer que parecía una joven, pero podía ser una joven que parecía una mujer. Nora no podía apartar los ojos de ella. Tenía el cabello negro y grandes ojos oscuros. Era hermosa.

—¡Tengo que saludar a Nora!

Se reía y sonreía a todos, pero corrió directamente hacia Nora y la abrazó.

Miró en el fondo de los ojos de Nora, cogió sus brazos y los estrechó cuidadosamente alrededor de su cuello, y, acariciándolos, cuchicheó:

—Tu madre era un encanto. Yo la conocí.

Aparecieron entonces las lágrimas en sus ojos y apretó a Nora contra ella. Nora la abrazó a su vez, su corazón palpitaba, estaba rebosante de alegría. Pero en aquel momento se fijó en la abuela. Y el corazón se le enfrió. Los ojos de la abuela no decían nada bueno.

A Nora le entró miedo. ¿Qué falta había cometido?

No sabía que la abuela podía poner aquella cara. No la reconocía. Sus ojos recorrieron la habitación pidiendo ayuda. Pero el abuelo estaba de espaldas y miraba por la ventana. Karin agitaba su taza de café. El ambiente en el comedor era malo. Horrible.

No se atrevía a seguir abrazándola. Los brazos cayeron, la mujer se dio cuenta y la soltó enseguida.

—Me voy ahora mismo.

—Sí, gracias. Queremos estar tranquilos. No es frecuente que podamos ver a nuestra pequeña Nora.

Era la voz de la abuela, dura, no amable.

—Sí, naturalmente, perdonadme… —saludó con la mano, sonrió y se marchó corriendo. El abuelo la acompañó y cerró la puerta. Cuando volvió estaba triste.

Después comenzaron todos a hablar de otra cosa. Como si nada hubiera ocurrido. Estaba claro que era importante no decir ni una palabra de la que acababa de marcharse. Aparentaban que ella no existía. Nora no podía comprender. Estaba asustada.

Camino de casa, Nora le preguntó a Karin quién era la mujer que había visitado a la abuela. Karin miró largo rato al suelo antes de contestar.

No estaba muy segura. Se trataba de alguna parienta de la abuela. Muy lejana.

¡Había conocido a su madre! Nora cogió el brazo de Karin. Karin no se dio cuenta, iba precisamente a adelantar un coche y tenía otra cosa en que pensar. Nora tuvo necesidad de repetir:

—¡Conocía a mi madre!

Pero estaba claro que no sabía que contestar. Karin siguió mirando al camino. Después dijo que con ciertas personas había que ser prudente.

—¿Por qué?

—Sí, hay ciertas personas que tratan de agarrarse a otras.

—¿Cómo?

Era difícil de explicar. Nora era demasiado joven para comprenderlo, pero un día entendería lo que Karin quería decir. Era precisamente una de esas personas que fácilmente pueden constituir una carga si no se tiene cuidado. Aquél era el motivo de que la abuela no quisiera tener nada que ver con ella.

¿Comprendía Nora ahora?

No, pero no valía la pena hablar sobre ello. En su lugar, se fijó en una liebre que corría por el borde de la carretera. Y ya no volvió a hablar nunca más de aquella mujer.

Pero ¿por qué había pensado en ella ahora?

Los pensamientos pueden verdaderamente surgir cuando menos se espera.

Ahora revoloteaba de nuevo el humo de las chimeneas por la ventana y se filtraban olas de luz en el cuarto.

De pronto se escuchó un sonido.

Se oía el tictac de un reloj en las proximidades. Un pequeño sonido muy metálico en el aire. Miró a su alrededor.

No, ¡no era posible!

¡El pequeño reloj despertador que estaba en la repisa de la ventana! El reloj que habían encontrado en su armario cuando Anders hizo las obras. El reloj que se negaba a ponerse en marcha por mucho que lo sacudiesen. El relojero había asegurado que necesitaba nueva maquinaria. ¡Y ahora estaba en marcha!

Todo ello era increíble. ¡Pero el reloj andaba! Comprobó que la aguja pequeña de los segundos, adornada y dorada, se movía.

Abrió mucho los ojos. ¡Era algo extraordinario!

¡El reloj marchaba para atrás!

¡La manecilla retrocedía!

Nora miraba asustada. Aterrada.

En el mismo momento se escucharon pasos detrás de ella, ya en la habitación contigua. Llegan casi a su puerta. Son pasos de pies ligeros. Se aproximan lentamente. El ruido se encarama por la piel de su nuca.

Ahora se paran los pasos. Y se quedan parados en el umbral de la puerta. Ella está sentada inmóvil. Alguien está allí ahora, invisible, pero la está contemplando. Espera. Mientras, el reloj sigue cantando su tictac. Tictac. Tictac.

—¿Qué quieres? —oye decir a su propia voz—. ¡Di lo que quieres!

La voz parece firme, lo que la tranquiliza, pero no llega respuesta alguna.

Cierra los ojos y cuenta los segundos que el reloj lanza en el silencio, que retroceden en el tiempo. Pierde la cuenta. Empieza a contar de nuevo. Se descuenta. Empieza…

¡Al fin! Sola de nuevo.

Abre despacio los ojos y mira a su alrededor. El sol ha desaparecido tras las nubes. En su habitación reina el más absoluto silencio.

¿Y el reloj? ¿Se había parado? No lo oía; se levantó, lo cogió y lo sacudió. No había en él el más mínimo signo de vida. El segundero no se movía ni hacia delante ni hacia atrás. El reloj estaba tan estropeado como siempre lo había estado. Lo volvió a colocar al pie de la ventana.

Ahora había llegado el momento de escribir la carta.

«Querida abuela: Me puse tan contenta cuando recibí…».

¿Qué pasaba?

¿Estabas ya en casa? Había oído un ruido en algún sitio,

—¿Hay alguien ahí?

Recorrió el piso de punta a cabo. En la casa no había nadie. Miró por todas partes. Todo estaba desierto. Ludde estaba con Karin en la biblioteca.

El ruido procedía seguramente de otro piso. A pesar de que ella creía…

¡Allí estaba!

No había oído mal. En el suelo de la biblioteca había un libro abierto. Debía de haberse caído solo. ¿Cómo había podido ocurrir? Tan apretados como estaban los libros…

Lo recogió y miró qué libro era.

Eran los cuentos populares rusos que habían encontrado en su armario, pero que se los habían dado a Karin porque coleccionaba cuentos. Tenía que haberlo colocado descuidadamente. Nora volvió a colocar el libro, que quedó bien derecho entre otros dos volúmenes de la estantería. Después se fue a su cuarto y terminó de escribir la carta a la abuela.

Aquella noche, después de la cena, Dag le había prometido a Anders que le ayudaría a trasplantar unas flores. Pero, desgraciadamente, no podía hacerlo, pues iba a clase de ballet. Tenía que ensayar antes del festival de mayo. Dag no se había acordado el día anterior cuando lo decidió con Anders.

Anders quedó decepcionado. No había más remedio que aplazarlo todo. Karin tenía turno de noche en la biblioteca.

—Si quieres te puedo ayudar. No tengo nada que hacer.

Anders miró sorprendido a Nora. ¿De verdad quería?

Sí, ¿por qué no iba a querer ayudarle? Nora estaba triste. ¿Por qué no contaban nunca con ella? De nuevo otro de esos tristes signos de que no pertenecía a la familia, a pesar de que se quería aparentar que sí. Para ellos nunca resultaba natural que participara en los trabajos de la casa. No comprendían que todo lo que se refería a la familia le afectaba también a ella.

Le daban excesiva importancia al hecho de que ella hiciera algo. Siempre lo complicaban todo. Como si no debiera ser molestada. ¿No podían comprender que así se sentía excluida de la familia?

Pero seguramente lo hacían de buena voluntad. No debía creer que la marginaban. Era algo muy tonto.

Bueno, Nora le ayudaría a trasplantar las plántulas. Para las grandes quería esperar a que Dag tuviera tiempo. Según Anders, las macetas eran demasiado pesadas para Nora.

No era así, pero cualquier trabajo casero resultaba fatigoso para Anders. Era una persona práctica y nada perezosa. Él solo había reparado el piso. Pero entonces pudo dirigirlo todo por sí mismo.

Tan pronto como la idea no partía de él, la cabeza de Anders dejaba sencillamente de funcionar. Y todo resultaba extraordinariamente difícil. Esto de los tiestos lo había dispuesto Karin. No había tenido tiempo de hacerlo ella misma y le había rogado que lo hiciera él. Anders, a su vez, se lo había pedido a Dag. Y así había ocurrido el fracaso. Ahora la única que estaba dispuesta a hacerlo era Nora. Anders sacudía la cabeza preocupado.

Ahí estaba él con su pipa en la boca y casi no hacía otra cosa que mirar con aire despistado. Y sólo se trataba de sacar la planta de la maceta vieja. Anders contemplaba con ojos muy abiertos cómo Nora se las arreglaba con aquella obra de arte. Todo ello después de que él mismo había estado a punto de estropear la planta y romper el tiesto.

No, aquello no era para él. Y Nora se sentía satisfecha, era un placer ayudar a Anders y sentirse verdaderamente útil.

Cuando los tiestos estuvieron de nuevo en su sitio, bien regados y arreglados, Anders sacó a Ludde a dar un paseo. Irían a buscar a Karin a la biblioteca. Nora se quedó sola en casa.

Fuera había anochecido. En las ventanas que daban a la calle se reflejaban oscilantes las luces del alumbrado cuando el viento agitaba las farolas. Las luces iban y venían por las paredes.

Recorrió deprisa las habitaciones. Quería llegar a su cuarto lo antes posible. Y no porque tuviera miedo, pero…

En cada rincón aparecía una sombra. En cada espejo se reflejaba algo, que se movía al pasar ella. Aquí y allá encendió una lámpara. Como puntos luminosos en la oscuridad.

En la biblioteca tropezó con la alfombra. Cuando encendió la luz descubrió que otra vez había un libro en el suelo.

¡Los cuentos populares rusos!

Pero ¿cómo era posible? Ella misma había colocado con todo cuidado el libro en la estantería. Lo cogió. Sus manos temblaban.

El libro estaba precisamente abierto como la vez anterior. Entonces ella no se había fijado. Ahora sus ojos se posaron sobre el texto. En estas líneas:

Escucha lo que tengo que decirte.

Tú has sido mi fiel servidor

y ahora quiero yo que cumplas este encargo:

dirígete a donde yo mismo no sé

para buscar

lo que yo mismo no sé.

Nora clavaba su mirada en estas líneas. Como si estuviera adormecida, las leía una y otra vez. Tenía la impresión de que las reconocía de alguna manera. Aquellas palabras sin sentido. ¿Dónde las pudo haber oído?

Cerró el libro con cuidado y lo volvió a colocar en su sitio en la estantería. ¡Ahora se dio cuenta!

¡El sueño!

El sueño que Dag le había contado aquella mañana. Que ella no había querido escuchar. Era exactamente lo que el director había dicho en el sueño.

Las mismas palabras:

Dirígete a donde yo mismo no sé para buscar lo que yo mismo no sé.