Capítulo 5

El abuelo había dicho una vez de Nora, con ocasión de una visita a Estocolmo, que había algo muy especial en ella, por la sencilla razón de que había nacido en domingo.

—¡Nunca he oído tal cosa! —dijo la abuela, al mismo tiempo que le dirigía una severa mirada, que significaba que había dicho demasiado. Que sería mejor que se callase.

Pero el abuelo no hizo el menor caso. Podía ser verdaderamente testarudo cuando se lo proponía.

Sí, en efecto. Nora había nacido en domingo, y los que nacen en domingo pueden «oír crecer la hierba», decía él. Pero la abuela le replicó:

—¡No he oído nunca tal tontería! ¿Le vas a meter en la cabeza a la niña tal cosa?

Nora no los miraba. No comprendía de qué se trataba. Y tampoco consiguió saber más, pues la abuela estaba verdaderamente irritada. Estaba sentada tratando de enhebrar una aguja, pero no podía. La niña creía que estaba enfadada por aquel motivo, pero ahora comprendía que era por el abuelo, que había hablado de más, como la abuela acostumbraba a decir.

Cuando Nora llegó a casa se lo contó a Dag. El joven lo encontró curioso y fue en busca de un libro con el que se podía calcular en qué día de la semana había caído una determinada fecha. Y allí vieron que era verdad lo que el abuelo había dicho. Nora había nacido un domingo.

¿Pero qué había de especial en ello? Nora no había oído nunca crecer la hierba. Más tarde hizo la prueba. Inclinó su cabeza sobre un magnífico césped y escuchó. Pero no oyó ni el menor ruido.

Dag hizo sus investigaciones y le contó que los nacidos en domingo tenían un sexto sentido. Tal vez no todos. Pero algunos podían, por ejemplo, leer los pensamientos, adivinar el futuro y comprender hechos sobrenaturales.

Nora se defendía. Eso no era cierto. Ella no podía leer los pensamientos ni adivinar el porvenir, como él decía. Y no tenía el más mínimo interés por las cosas sobrenaturales.

—Pero ¡qué nerviosa estás! —Dag la miraba sonriente e interesado. Ella casi se enfadó.

¿Qué se creía? No entendía que por el simple hecho de haber nacido un domingo los demás creyeran que podía leer los pensamientos de los otros y demás tonterías. Ahora comprendía perfectamente por qué la abuela se había enfadado tanto en aquella ocasión. La abuela tenía razón. Era muchísimo mejor ignorar que se había nacido en domingo que exponerse a ser considerado como un tipo un poco raro.

—De ninguna manera —agregó Dag—. Al contrario. ¡Eso de tener un sexto sentido está muy bien!

Pero no quería hablar de ello. Dag prometió no propagar tan extraña ocurrencia. Desde entonces, no habían vuelto a tocar el tema y Nora lo había olvidado por completo.

Sin embargo, de vez en cuando a la muchacha le ocurrían cosas difíciles de explicar.

Como aquel día de marzo.

Regresaba de la escuela y tenía prisa. Debía volver a salir y encontrarse con Lena, su mejor amiga. Tenían que hacer un trabajo juntas: entrevistar al conductor de un camión que ya las esperaba.

Le dio de comer a Ludde, se tomó ella un vaso de leche y un bocadillo y salió corriendo. Precisamente en el momento de marcharse —ya estaba con el abrigo puesto en el vestíbulo— oyó que sonaba el teléfono. Como no tenía tiempo de contestar, no hizo ningún caso, dio un portazo y fue hacia la escalera. Las llamadas continuaban.

¿Y si a lo mejor era Lena?

Volvió y corrió a contestar.

Pero era solamente alguien que se había equivocado. Una voz insegura. Una jovencita. Primeramente, Nora estuvo a punto de explotar de impaciencia. Pero después se transformó de tal manera que no podía dejar el auricular. La conversación resultaba absurda.

—¿Oiga? ¿Adónde llamo?

—Es la casa de los Sjöborg.

—¿Sí? ¿Con quién hablo?

—Soy Nora. Nora Hed.

Pequeña pausa. Nora oía un ruido extraño, pero no le dio mayor importancia.

—¿Nora? ¿Quién es?

—Soy yo.

—¡Ah, sí! Perdone…

—Pero ¿qué es lo que desea usted?

Silencio.

—Sin duda ha marcado usted mal… Es un error.

—¡No, no!

—Pero ¿con quién quería hablar?

—Es que… Espere un momento. Voy a ver.

—Pero es que yo tengo prisa.

—Un segundo sólo.

—Tengo que irme ahora.

—¡No, no! ¡Espere un momento!

La voz se hizo de pronto angustiosa, y ahora era Nora la que no podía soltar el auricular.

—¿No puede usted decir con quién quiere hablar?

—No, no es necesario. Perdone.

Parecía que habían colgado el auricular. Nora continuaba allí, se sentía irreal, extraña. De nuevo se oyó un estrépito en algún sitio. Era como si algo pesado hubiera caído a tierra, pero no le dio importancia. Despacio, con mano tranquila, hizo ademán de colgar el auricular. Precisamente en aquel instante se oyó la voz del otro extremo.

—¡Oiga!

—Otra vez. ¿Qué quiere usted?

—Perdóneme… Ahora está bien. Ahora podemos colgar.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que está bien?

—Adiós y perdone.

Colgaron el teléfono y Nora hizo lo mismo.

Había perdido la noción del tiempo.

¿Adónde iba? ¿Camino de qué? ¿No tenía tanta prisa hacía un momento? ¿Por qué?

Sí. Tenía algo que ver con Lena y un conductor de camión. Pero ya no le parecía tan importante. ¿Qué debía hacer con ellos?

En todo caso, iría a ver lo que querían. De lo contrario podrían molestarse.

Cerró la puerta y descendió despacio por la escalera.

Hasta que abrió el portal no desapareció la sensación de irrealidad. Allí delante había gente. Miraban fijamente al tejado. Alguien gritó señalándole la acera.

Justamente delante del portal había un montón de hielo y nieve. Y un enorme carámbano. Hacía un momento que habían ocurrido dos corrimientos de nieve en el tejado. Si hubiera salido un poco antes, podría haberle caído encima el carámbano, con terribles consecuencias. Tal vez no estuviera con vida.

La gente la miraba emocionada.

Alguien nombró al «ángel de la guarda».

¿Comprendía ella de verdad lo cerca que había estado de la muerte?

Nora estaba parada allí y se sentía desconcertada.

—No… Sí, he tenido suerte —dijo; y se apresuró a marcharse. ¿Suerte? ¡Tan cerca como había estado de perder la vida! Las gentes meneaban la cabeza y la miraban a su paso.

Aceleró el paso, casi corría. Pensaba en la llamada telefónica.

Si aquella chica no se hubiera equivocado…

Recordó que en otra ocasión anterior le había ocurrido algo parecido. Fue precisamente cuando acababan de mudarse a la nueva casa y Anders remozaba la pintura de las paredes.

Un cubo, grande y pesado, estaba sobre un débil andamio encima del portal.

Estuvo a punto de pasar por aquella puerta…

¡Entonces había sonado el teléfono!

Se acordaba muy bien de que estaba con el auricular en la mano y vio cómo el andamio se derrumbaba y el cubo caía a la calle.

Karin gritó. Y hubo gran revuelo y gran cantidad de frases sobre el andamio y el cubo de pintura que había salpicado todo el suelo. Nadie había pensado en ella, puesto que nadie más que ella misma sabía que precisamente estaba camino de aquella puerta y con seguridad le hubiera caído encima todo aquello. Tal vez no estaría ahora viva.

Aquella vez también fue alguien que se equivocó.

¿Podría haber sido la misma joven?

Tal vez era su imaginación, pero creía haber reconocido la voz.

Entonces no había pensado en ello. Lo había olvidado todo casi inmediatamente.

Esta vez era más difícil de olvidar.

Parecía casi que no podía ser un hecho fortuito, una casualidad, sino más bien un eslabón de algo muy importante.

Un algo desconocido.