Capítulo 3

El último recuerdo de mamá era tan vivo…

Nora estaba sentada en la cama e iba a dormir la siesta. Pegado al techo se balanceaba un rayo de luz, una lámpara.

Mamá iba de negro. Estaba debajo del rayo de luz y tenía un paraguas con flores. Lo abrió y se dio media vuelta. Sonreía. Lo cerró de nuevo para marcharse otra vez.

—Adiós, adiós —sonreía.

Nora no quería que su madre se fuera. No quería decir adiós… Mamá se agachó sobre ella con su dulce mirada; pero Nora no la correspondió, cogió el paraguas y dio un fuerte tirón.

—No te vayas —lloraba.

Pero mamá debía partir. Adiós.

El recuerdo de papá no era igual de nítido. Se encontraba detrás de mamá y decía que se tenían que dar prisa. Si no hubiese estado papá, quizá hubiera podido retener a mamá. Aunque él era más fuerte. De repente, alargó una mano y les quitó el paraguas. Nora chilló; pero tuvo que soltarlo, pues mamá ya lo había hecho. Papá era mucho más fuerte que las dos. Ella sólo lloraba.

Se inclinaron sobre ella. Volverían pronto. Pero tenían que marcharse ahora. Los dos. Tenían que marcharse juntos. No se solucionaba nada con llorar.

Le dijeron adiós y retrocedieron. Volverían pronto. Pronto. Pronto.

Papá cogió a mamá de la mano y se fueron.

Y nunca más volvieron.

Érase una vez…

Era un cuento corto.

Colorín, colorado. Este cuento se ha acabado.

Pasaron años hasta que Nora comprendió lo que verdaderamente había ocurrido. Nadie quería hablar sobre ello. Todos callaban. Tenía que descubrirlo sola. Poco a poco. Era un lío y nadie le prestaba ayuda.

Mamá y papá habían ido en coche. También había un tren por medio. Pero no sabía quién iba en el tren. Sobre esto meditaba largos ratos. Más tarde resultó que el tren iba solo. Nadie iba dentro. Llegó el coche. Y los dos chocaron.

La culpa era del tren. Pero algunos decían que la culpa era de papá. También había dos entierros mezclados. Primero uno. Después otro más. En el primero estaban presentes papá y mamá. Una persona mayor murió y era enterrada.

Pero papá y mamá no llegaron a tiempo. Por lo visto llegaron tarde, y se habían hecho daño y tuvieron que permanecer en el hospital mucho tiempo. Y, desde luego, la culpa era del tren.

Y después, de repente, se fueron de viaje, le dijeron. Se habían marchado lejos, muy lejos, y nadie sabía cuándo volverían.

Ella, mientras tanto, se quedaría con el hermano de papá. Era bueno y tenía una mujer que también lo era. Pero al principio la dejaron con la abuela, que sólo lloraba y no tenía fuerzas para nada. Y el abuelo estaba en América.

En medio de todo hubo otro entierro, pero entonces nadie dijo quién se había muerto. Ella preguntaba si había sido un anciano de nuevo. Pero no lo era. Entonces ya no preguntó más.

Creía comprender que se trataba de mamá y papá.

Porque muchos, al mirarla, tenían lágrimas en los ojos y decían «pobre pequeña», a pesar de que a ella no le dolía nada. Y, sin embargo, lo decían. De esta manera lo fue comprendiendo. Pero no lo demostraba. Y no lloraba. Ni una sola vez lloró. Entonces ella nunca hubiera dejado traslucir nada. Naturalmente, ellos tenían miedo de eso, de que empezase a llorar.

Ellos no lo podían saber, pero siempre que cuchicheaban entre sí o hablaban por teléfono, estaba ella por los alrededores merodeando y escuchando. Merodeaba y escuchaba. Era la única manera cuando nadie quería decir la verdad.

Sólo una vez preguntó cuándo volverían papá y mamá. De ello se arrepintió inmediatamente.

Sabía la contestación. Nadie lo podía decir. Ellos estaban tan lejos… Así que seguramente tardarían.

Después hablaron de otras cosas.

Pasó un tiempo y, así, entre todos empezaron a pensar «lo mejor», «lo más acertado» que se podía hacer en aquel «caso». Tendría que ser algo en lo que todos estuvieran de acuerdo. Nora visitaba a sus familiares uno a uno. Todos eran amables. Pero nadie la quería con ellos. No lo decían, pero ella no era tan tonta como para no comprenderlo.

Y así, finalmente, llegó a casa de Anders y Karin. Se decidió que allí se quedaría de momento, hasta la vuelta de papá y mamá de su largo viaje. Así todo resultaría muy bien. Y así fue.

El tiempo transcurrió y nadie habló más sobre sus padres. Y mucho menos ella.

Mamá y papá habían desaparecido. Y Nora lo aceptó así. Sin lágrimas y sin un lloro. Desaparecidos para siempre.

Con el tiempo dejó de pensar en lo que habría sido de ellos.

No, nadie más preguntaba por mamá y papá; pero cuando se encontraban con gente por la calle, entonces se bajaban las voces y sentía sobre ella las miradas y las preguntas:

—Vaya, ¿cómo va eso? ¿Cómo lo acepta?

Y Anders y Karin contestaban en voz baja:

—Sí, creemos que lo ha aceptado… Todo va bien.

Era una gran mentira. Una farsa en la que todos participaban. Incluida ella misma.

Le costó largo tiempo entender que debió obligar a todos a que confesaran cómo habían muerto mamá y papá, que tenía realmente el derecho de saber lo ocurrido, de echarlos de menos y de llorar.

Cuando lo entendió así era demasiado tarde. Mamá y papá se habían convertido en seres extraños.

Un día, al poco de empezar el curso, Anders y Karin la habían llevado a hacer un pequeño viaje. Iban a ir a otra ciudad. Llevaban consigo unas flores y velas y se fueron directamente al cementerio nada más llegar.

Era un día oscuro de otoño. Las velas estaban encendidas y alumbraban las tumbas. Tenía que ser el día de Todos los Santos.

Primero fueron a la tumba de los padres de Anders y colocaron flores en un jarrón y encendieron una vela. Se quedaron allí un rato mirando la vela y Anders contó algo sobre su madre y su padre.

Nora creyó que irían a la cafetería como habían prometido, pero en vez de eso Anders le entregó dos velas y dijo:

—Nora, ahora vamos a ir también a la tumba de tus padres y les pondremos una vela.

Ella no lo olvidaría nunca. En aquel momento odiaba a Anders.

Se sintió rígida y helada. Pero no tenía otro remedio que seguirlos.

¿La tumba de mamá y papá?

Estaba claro que tenía que existir alguna tumba en alguna parte, pero ella nunca había pensado en ello.

No sabía lo que le esperaba. La tumba parecía, de todas maneras, igual a la mayoría de las tumbas del cementerio. Encima de una pequeña piedra gris rectangular estaban grabados los nombres de mamá y papá.

Depositó una de las velas y frotó la cerilla contra la caja. Al final logró encenderla. La vela empezó a arder.

Oyó la voz de Karin:

—¿No vas a encender la otra vela también?

Sus manos estaban heladas, no le obedecían, se tambaleó y Anders tuvo que ayudarla.

Ahora ardían las dos velas sobre la tumba, y Nora oía de nuevo la voz amable de Karin:

—¡Qué bonito! ¡Una vela por mamá y otra por papá!

Pero el corazón de Nora estaba frío y se sentía como una niña maliciosa.

—Sí, una cucharadita por mamá y otra por papá —se oyó decir a sí misma. Y no lo decía con cariño.

Notó cómo se miraban el uno al otro. Anders parecía extrañado; pero Karin se acercó a ella con una mirada como si fuese a llorar. Nora se dio cuenta.

Era demasiado tarde para empezar a echar de menos a mamá y a papá. A través de su silencio, le habían quitado, hacía mucho tiempo, todas sus penas. Pero la verdadera pena estaba ahí. De ella nadie la podría liberar, aunque creyesen que sí.

Pero no se atrevía a decirlo. Era tan cobarde como los demás.

Tampoco se atrevía a dejar de disimular que entendía que esta visita al cementerio seguramente era fruto de una reunión de la familia.

Ahora que había comenzado el colegio era mejor que tuviese una idea clara: que sus padres habían muerto. Podía ser sometida a muchas preguntas y la gente podría pensar. Sería doloroso. Mejor poner las cartas sobre la mesa.

Una pequeña excursión al cementerio el día de Todos los Santos. Buena idea. Seguramente así lo habían pensado. No era difícil adivinarlo.

Los adultos son complicados. Los niños que mienten se traicionan casi enseguida, pues no son tan astutos. Pero los mayores se creen sus propias mentiras. O con derecho a mentir. Los niños nunca tienen ese derecho. Las mentiras son infames. Pero las de los adultos siempre se pueden justificar. Los adultos sólo mienten por cuidado, por consideración o por sabiduría, así que sus mentiras son siempre blancas. Eso es al menos lo que ellos quieren que los niños crean.

Pero Nora ya no creía en todo eso. Ni tampoco Dag. Lo peor de todo era lo desagradable que resultaba descubrir a los adultos. Sobre todo cuando creen que lo hacen con su mejor intención. Por eso, en la mayoría de los casos tenía que poner buena cara al mal tiempo.

Dag y ella intentaban ayudarse mutuamente a interpretar y comprender, tan pronto se daban cuenta de que alguien intentaba cambiar la realidad de los hechos. Si hubiesen sido hermanos a lo mejor no hubiera sido igual de fácil. Pero tenían distintos papeles en la familia y podían ver las cosas desde diferentes perspectivas.

Después de la visita al cementerio era verdaderamente hermoso tener a Dag cerca. No se portaba con naturalidad con Anders y Karin desde hacía tiempo. Le parecía que esperaban que se comportara de una manera distinta.

¡Había estado en la tumba de sus padres! ¿Tenía que reflejarse en su cara?

No se trataba sólo de Anders y de Karin. Le daba la impresión de que todos la miraban con aire interrogador. Había una especie de expectación en sus caras que no inspiraba mucha confianza.

De repente se le exigía que adoptase la postura de huérfana afligida. Antes había sido todo lo contrario. Entonces tenía que jugar a no tener penas, una especie de «pequeña pobrecilla», a la que se compadecía a escondidas. Y ahora debía, de pronto, echarse a llorar en los brazos de todos.

No, ¡nunca!

Aquella tumba no le decía nada. Pero para los demás el hecho de haber estado allí era el punto clave. Ahora no había ningún reparo en mostrar ojos llorosos y voces entrecortadas. Cada palabra que se le dirigía tenía un pequeño y triste signo interrogatorio colgado detrás.

Verdaderamente desagradable. El corazón se le quedaba helado.

—Sería mucho mejor para ti, pequeña, que lloraras y te desahogaras —le decía una de las muchas voces.

En ese momento estaba también Dag. Y ella oyó cómo el muchacho daba un resoplido. Ella se encontraba allí y veía cómo la taladraban aquellas miradas húmedas. Se sintió incómoda; Dag la cogió del brazo y echaron a correr. Chillando de risa, se fueron rápidamente de allí.

Se convirtió en una manera de hablar entre ellos en situaciones difíciles:

—Sería mejor, pequeña mía, que lloraras y te desahogaras, ¿comprendes?

Al mismo tiempo, algunas personas mayores se sintieron en la obligación de informar a Nora sobre mamá y papá. A la pequeña y pobre huérfana le pretendían hablar del pasado, darle unos recuerdos dignos sobre sus difuntos.

Pensaban que ella no tenía recuerdos propios. No se habían informado, antes de insistir sobre ello.

Después de haberle hecho ignorar la existencia de mamá y papá durante muchos años, de repente los sacaban a relucir en todas y en las más insólitas circunstancias. Constantemente le recordaban todos los ratos emotivos y divertidos que habían pasado. A través de sus recuerdos parecía como si papá y mamá hubieran sido dos personas muy animadas, muy sentimentales y charlatanas.

Y también demasiado buenos para este mundo. Auténticos santos. Por eso se los llevaron tan trágicamente.

También aparecieron con un montón de fotografías. Imágenes tontas de ella misma con mamá y papá. De excursión en barco y en coche, en fiestas y en las playas. Con caras irreconocibles y sonrientes, con las cuales pretendían que Nora se sintiera identificada.

De esta manera le quitaron sus propias imágenes, que conservaba para sí sola, en vez de, como creían, enriquecer sus recuerdos. Fueron convirtiendo a mamá y a papá en borrosas figuras en sombra que poco a poco iban desapareciendo. Eso era lo que estaban consiguiendo.

Todos los demás guardaban unos recuerdos estupendos. Los suyos se volvían pálidos y pobres en comparación con los de los demás. Tenía que luchar a capa y espada para poder conservar sus propias imágenes.

La mano de papá sujetándola encima de un puente muy alto. Sus pies al lado de los suyos rodeados de hojas amarillas. Sus ojos cuando le daba las buenas noches. La cara radiante de mamá cuando corría la persiana una mañana diciendo que estaba nevando fuera. La risa de sus ojos. Cuando estaba de broma. Su sonrisa…

Estas imágenes sólo le pertenecían a ella y no podían ser borradas ni cambiadas por tantas muecas de cámara fotográfica. Los que actuaban así tenían que conformarse con que ella se volviera antipática y desagradable.

A pesar de lo pobre que podía parecer la realidad, era mil veces más rica y fantástica que sus inventadas historias, que podían referirse de cualquiera menos de mamá y papá.

Con el tiempo fue mejorando. Las incomprensiones empezaban a ceder. Y probablemente se cansarían de su falta de interés. Era una «niña rara», decían, y algunos no podían evitar cierta venganza.

—¡Mira! Nora tiene el meñique torcido como su madre.

Parecía inocente. Pero en boca de quien lo decía, tener el meñique torcido significaba que uno era un «criminal». Eso se lo había dicho a Nora antes la misma persona. Ella entendía de sobra que la «criminalidad» no podía estar en los dedos meñiques, sino que dependía del carácter de cada uno.

En otra ocasión, le habían «adjudicado» la «frívola nuca» de su padre. El ser frívolo no estaba bien. Ella tenía también su «testaruda barbilla». Tampoco estaba bien.

Criminal, frívola y testaruda. Ahora lo sabía.

Y todo eso lo había heredado de sus padres, que eran unos santos. No merecía la pena investigar cómo se compaginaba aquello. Pero si Nora hasta ahora no había sabido lo que era la hipocresía, ahora sí lo había aprendido.

Que no apareciesen más intentando abrazarla con ojos llorosos. ¡Qué no se les ocurriera hacerlo!

Anders y Karin no eran así. Nunca habían intentado encajarle recuerdos grotescos. Aparte de la visita al cementerio, que seguramente no fue idea suya desde un principio, eran sensatos y buenos. Ella lo sabía.

A pesar de todo, no podía remediar de vez en cuando algunos malos pensamientos. Sobre todo referentes a Karin. Sin razón y produciéndole remordimientos, pero no podía dominar siempre sus pensamientos.

Había un dicho popular: «Amamantar a una serpiente».

Y de vez en cuando Nora tenía la sensación de ser ella la serpiente que Karin había recibido para amamantar.