Capítulo 2

Dag la hubiera escuchado; ella lo sabía. Lo que para otros podía parecer incomprensible, irreal e impensable, Dag lo entendía.

Él se entusiasmaba con las vivencias de Nora. Esos «fenómenos», «semejantes fenómenos» como los llamaría él, le interesaban especialmente. Era más curioso en las cosas misteriosas que Nora. Pero ella tenía que callar.

Aunque Dag no era su hermano, para Nora era lo más cercano que tenía. Sus padres, Anders y Karin, habían cuidado de ella desde pequeña.

Karin era, en realidad, tía del padre de Nora; pero, a pesar de ello, sólo tenía un par de años más. Nació muy tarde, cuando sus hermanos eran ya mayores.

Karin fue la única de la familia que pudo hacerse cargo de Nora. Los otros eran demasiado mayores o estaban muy ocupados con sus cosas. Por ello se pensó en Karin como la más adecuada. Incluso hubo consejo de familia para llegar a un acuerdo.

A Anders no le importó. Deseaba una hija y no parecía que ellos pudieran tener más hijos.

Karin era bibliotecaria, y Anders, profesor de bachillerato. Adoraba su profesión y estaba a menudo fuera de casa.

—Dag se parece cada vez más a Anders —solían decir los amigos—. ¡No! ¡Es igual que Karin!

Pero no era cierto. Dag no se parecía a ninguno de sus padres. Él era él mismo, y eso en grado muy elevado.

—Esa constante búsqueda de parecidos es una tontería —decían Dag y Nora. A pesar de todo, ella sentía cierta «pelusilla» cuando lo oía. Porque aquello demostraba que Dag pertenecía a Anders y Karin.

Nora no tenía a quien parecerse. No pertenecía a nadie. No pertenecía a la familia. A pesar de que Anders y Karin jamás se lo habían hecho notar. Al menos no conscientemente. Siempre estaban dispuestos a ayudarla. Eran estupendos.

La tonta era ella. Suspicaz y supersensible. Afortunadamente se conocía a sí misma. A pesar de ello no podía hacer mucho por remediarlo. De manera continua reaccionaba negativamente ante pequeños detalles que nadie más percibía. Como, por ejemplo, el que fuese Dag y no ella quien ocupase la habitación al lado de la de Anders y Karin.

Nora tenía su cuarto al otro lado de la casa, para que se sintiera a gusto, como decían. No lo quería cambiar por nada del mundo.

Lo adoraba, pero la pequeña y fea sospecha aparecía a pesar de todo. Tenía claro que la familia quería tenerla ahí. Por la noche le parecía oírlos de puntillas en la cocina. Aprovechaban el final del día para pasárselo bien todos juntos, sin ella.

Una vez, también se fue de puntillas allí y le pareció que los cogió de improviso.

—¡Oh, estás despierta! No te queríamos molestar…

Sonaba muy bien, pero tal vez en el fondo fuera todo lo contrario.

Ellos eran los que no querían ser molestados por Nora. De cualquier forma, eso no lo demostrarían nunca.

Pero Nora sí comprendía lo que ocurría; al menos eso creía.

No tenían la culpa de que ella les hubiera «caído» encima.

Se esforzaban al máximo para que se sintiera como un miembro más de la familia. No podían pensar que eso era justamente lo que les hacía delatar que no lo era. Aquello estaba en la naturaleza del asunto. Sencillamente, ella no era su hija. Nadie lo podía cambiar. Pero ellos no querían reconocerlo.

Querían creer sus propias palabras; una y otra vez afirmaban que ella era su hija sin ninguna duda.

Se lo había oído decir a los amigos infinidad de veces, y cada vez sonaba igual de auténtico; pero a través de su cabeza llegaba enseguida ese dudoso y odioso pensamiento: si aquello era cierto, ¿por qué la necesidad de insistir tanto ante los demás?

Bien cuidada. En buenas manos y a pesar de todo abandonada. ¿Cómo se podía compaginar aquello? Sí, era injusta y desagradecida, para con los vivos y los muertos. A veces estas cosas hacían difícil vivir la vida.

Entonces, paseaba por la casa como un alma en pena, de habitación en habitación. Desde que se despertó aquella mañana sentía cierto presentimiento de que sería un día difícil. ¿Había soñado algo la noche pasada?

No, no merecía la pena profundizar en ello ahora. No era la única en el mundo que se sentía abandonada, eso lo comprendía bien. Pero era un débil consuelo.

Fue a la cocina y registró la despensa, pero no encontró nada sugestivo. Abrió la puerta del balcón y la cerró de nuevo. Hacía muchísimo frío. Pero el aire olía a primavera, había ambiente primaveral. Un pájaro piaba encima de la nieve. Otros vivían plenamente estos hechos; pero ella se sentía morir. Al menos en aquel momento. Sería por el sueño que no podía recordar…

Pero tan pronto como despertó por la mañana, pensó: mamá era demasiado guapa y papá demasiado listo. Ella no era suficiente para ellos. Por eso desaparecieron. La desgracia no era ninguna casualidad. Si la hubiesen amado, la hubiesen llevado en el coche. Entonces tampoco se hubiera encontrado sola y nadie se hubiera tenido que hacer cargo de ella.

Sí, así estaba la situación.

De vez en cuando no podía remediar aquellos pensamientos, al mismo tiempo que sabía que no eran en absoluto ciertos. En la mayoría de los casos, había soñado algo la víspera. El día siguiente lo pasaba muy triste, cada minuto, cada segundo. Terriblemente triste y abandonada. Pero nunca recordaba lo que en realidad había soñado.

—¡Nora! ¡Oye! ¡Escucha!

Era Dag que entraba a grandes pasos en la habitación.

Parecía feliz y entusiasmado. Tenía un bollo grande de crema en cada mano. Le tendió uno.

—¡Toma!

—Gracias.

Ella cogió el bollo, pero él la miró pensativo.

—Has estado otra vez dándole vueltas, ¿eh?

—Sí, ¿por qué?

—Se ve a mil leguas. Cómete el bollo y se te pasará.

Ella hizo lo que le mandó y todo parecía más alegre, incluso se encontraba mejor. Mientras, Dag seguía hablando y contando que había visto a la «chica extraña» otra vez. La chica que estaba en la caja de los almacenes Tempo. Cada vez que la veía la encontraba más misteriosa y extraña.

—Eso suena a fantástico.

Dag se apoyaba en la antigua chimenea y miraba profundamente al vacío.

—Decididamente, algunas personas no se dejan descubrir.

Él cogió la parte de arriba del bollo y con la lengua lamió la crema bajo la mirada atenta de Nora, que lo contemplaba cariñosamente. Dag y su indescriptible chica que no se sabía si era real o no.

—¿Se me puede descubrir a mí?

Él la miraba con extrañeza.

—Tú eres tú, claro está.

Los dos se rieron.

—¿Cuántos años tiene la indescubrible?

—Tu edad, quizá un poco mayor. Dieciséis o así.

Dag había cumplido quince años y Nora era unos meses más joven.

—¿Te gustaría conocerla de verdad?

Dag le sonrió desde sus ojos grandes y curiosos.

—No sé. Si ya te tengo a ti…