Prólogo

La tragedia cómica de Vladímir Voinóvich

La literatura rusa, ineludiblemente costumbrista y ferozmente crítica, ha oscilado siempre entre dos extremos: la tragedia y la sátira. Tolstói y Dostoyevski son la realización de la primera: Ana Karenina y Los hermanos Karamazov son tragedias perfectas. Gogol, que los precedió, fue el precursor de la gran corriente satírica que llega hasta nuestros días y que encarna felizmente Vladímir Voinóvich (1932). Al menos dos de las mayores novelas escritas por autores rusos en la época soviética, El maestro y Margarita de Bulgákov y Julio Jurenito y sus discípulos de Ehrenburg, se inscriben en esa tendencia; la tercera, Vida y destino de Vassili Grossman, es una acabada tragedia tolstoiana, sólo comparable a Guerra y paz.

En la literatura más popular, el factor cómico fue predominante desde el teatro del siglo XVIII hasta las célebres narraciones de Iliá Ilf (Iliá Arnoldóvich Fainzilberg, 1903-1942) y Yevgueni Petrov (Yevgueni Petróvich Katáev): Las doce sillas y El becerro de oro, leídas durante décadas dentro y fuera de la URSS. Petrov, que era hermano de Valentín Katáev, murió en un accidente de aviación. Valentín, que no era ajeno al humor, como se demuestra en su libro La cuadratura del círculo, vivió hasta 1986 y fue una figura intelectual oficial, cuya obra Desfalco, de 1926, fue publicada en español en fecha tan temprana como 1929 por la editorial Cénit de Madrid, fundada por Rafael Giménez Siles y Juan Andrade, y ligada al Partido Comunista de España, con un curioso catálogo en el que aparecían la primera edición de Marx preparada por Wenceslao Roces (el Manifiesto comunista) y las novelas de John Dos Passos anteriores a la guerra.

«Por razones perfectamente comprensibles, la tendencia satírica (en el sentido amplio del término) fue siempre la más viva, la más honesta y sincera, en la literatura rusa», apunta Trotski en 1902, conmemorando los cincuenta años de la muerte de Gogol. «No es en las reflexiones versificadas de Lomonosov, ni en la noble gallardía de las odas de Derzhavin, ni en la enternecedora sentimentalidad de las novelas cortas de Karamzín, sino en la sátira de Kantemir, en las comedias de Fomvizin, en las fábulas y sátiras de Krilov, en la gran comedia de Griboyédov, donde es posible percibir el pensamiento social vivo, encarnado en formas más o menos artísticas». Y cita a continuación al gran crítico Belinski, que habla de la «comedia satírica que comienza con necedades y acaba en lágrimas, y a la cual, finalmente, se llama vida». ¿Y quién ha dicho que epopeyas y tragedias no muevan a risa tan a menudo como las comedias? ¿Y quién ha dicho que sátiras y comedias no narren epopeyas y tragedias?

Las razones comprensibles a las que alude Trotski se resumen en una: el miedo. Bajo los zares o bajo los bolcheviques, y probablemente hoy, en la democracia formal de Vladímir Putin, el miedo ha sido parte esencial de la existencia rusa, como el vodka o el té: «El sistema ruso llegó a su fin, pero los rusos permanecieron», diría Voinóvich después de la caída de la URSS, con cierto pesimismo. Tolstói y Dostoyevski son las únicas figuras que consiguieron elevarse por encima del temor omnipresente. El primero, por su triple condición de terrateniente, cristiano y nacionalista; el segundo, por su doble condición de paneslavista —forma exacerbada del delirio nacionalista— y de antisemita. La elección literaria del relato trágico costó a los demás enormes penas, hasta más allá de la muerte: Grossman no ocupa aún el lugar que merece por su novela, una de las mayores del siglo XX en cualquier lengua, y tal vez no llegue a ocuparlo nunca, a la vista de los estudios que las burocracias universitarias producen en la actualidad, siendo Vida y destino un libro sobre los núcleos de fricción de la historia rusa: la condición judía, el totalitarismo tendencial o real de todos los regímenes conocidos en el país y, sobre todo, el miedo como way of life. Al final de una obra así esperan el ostracismo, el exilio, Siberia o un piolet en el occipital.

Vladímir Voinóvich, más prudente que otros colegas, optó por la sátira. A esa línea corresponde Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, que comienza con necedades y acaba en lágrimas, como corresponde a la definición de Belinski. Pero de poco le sirvió a Voinóvich la prudencia, porque las circunstancias, unidas a su innegable coraje, le pusieron finalmente en el punto de mira del poder. No por su propia obra, sino por la de su amigo Grossman.

En el curso de la segunda guerra mundial, a la que Stalin denominó para consumo interno Gran Guerra Patria, Grossman había sido corresponsal del periódico oficial del ejército, Estrella Roja, en el frente de Stalingrado y había seguido a las tropas hasta su entrada en Berlín, convirtiéndose así en el primer cronista de los lager nazis, cosa que a Stalin, decidido a reciclarlos en la medida de lo posible para sus propios fines, no le había hecho ninguna gracia. Pero Stalin murió en 1955 y Kruschev, en el XX Congreso del PCUS, reunido en 1956, emprendió lo que en aquella época se llamó, con exagerado optimismo, «el deshielo», proceso que daría título a una novela de Iliá Ehrenburg, íntimo amigo de Grossman, con quien elaboraría el Libro Negro, un muy completo informe sobre la persecución de los judíos por el nazismo en los territorios provisionalmente ocupados por Alemania. En ese clima, ese espejismo que pronto se revelaría tal, y que se cerraría con la caída de Kruschev y el restablecimiento del poder omnímodo de los servicios secretos, prolongado hasta el ascenso de Gorbachov, empezó Grossman a escribir Vida y destino. Lo terminó en 1960, hizo acopio de coraje e ingenuidad, a partes iguales, y lo envió a un editorial oficial, la única posibilidad que tenía. Novi Mir la mutiló y dio a conocer unos fragmentos adaptados. Los esbirros no tardaron en presentarse en su casa y secuestrar el original completo. Pero Grossman había tomado una precaución: había hecho una copia y se la había entregado a su amigo Semión Lipkin.

Grossman dio su batalla, escribiendo una carta a las autoridades, a la que respondió nada menos que Mijaíl Súslov, la eminencia gris del breznevismo, el hombre que había derrocado a Kruschev y que más tarde impulsaría las invasiones de Checoslovaquia y Afganistán. Súslov consideraba que la novela no se podría publicar antes de que pasaran dos siglos: era mejor crítico literario que profeta político, porque concedía a la obra la supervivencia de un clásico pero se excedía en cuanto a la del régimen. Naturalmente, Grossman se deprimió y el cáncer le encontró con la guardia baja: murió en 1964, convencido de que su libro nunca se editaría.

Entre tanto, Lipkin había conseguido la colaboración de Andréi Sajárov, quien microfilmó el original y le entregó las películas a Voinóvich, que tardaría años en sacarlas del país. Apuestas arriesgadas varias: conservar el texto con la misma responsabilidad y el mismo amor que si fuese propio, luchar por difundirlo, llevarlo al extranjero. Gente con principios, generosa y valiente: Lipkin, Sajárov y nuestro Voinóvich.

Repasemos su biografía. Nacido en Tayikistán en 1932, se estableció en Moscú tras cumplir con el servicio militar y comenzó a trabajar en periodismo, en la radio. Pero hablaba demasiado, criticaba sin recatarse. Intentó hacer estudios formales en el Instituto Literario Gorki, pero lo echaron. Hizo poco más de un curso en el Instituto Pedagógico, pero no era lo suyo. Se dedicó a la literatura.

Su primera novela, cuyo título traduzco del francés, Aquí donde vivimos, apareció en Novi Mir en 1961. Es un relato de koljosianos que sólo por escenario se podría incluir en la «literatura de producción», en el realismo socialista, tan grato al Partido. Pero no promovía los valores al uso, sino que se ocupaba de conflictos, de corrupciones, cosas nada épicas. En todo caso, no es una obra destacable en términos estéticos. Después vino un relato, Quiero ser honesto, un alegato a favor de la ética individual en el mundo del colectivismo y la burocracia. La pervivencia del estalinismo y sus taras, que serán los grandes motivos de toda la obra posterior de Voinóvich, están ya presentes aquí.

En 1969 culminó su obra mayor, la Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, que no aparecería en Rusia hasta después de la perestroika. No es del caso exponer aquí el argumento, pero sí corresponde presentar el carácter general del relato, un auténtico tratado sobre la pobreza de espíritu, en el peor sentido de la expresión, no en el del idiota dostoyevskiano. Chonkin —que «se distinguía por su pequeña estatura, sus piernas zambas y el lastimoso aspecto de su guerrera estrujada por el cinto y de su gorra de verano, de la que salían unas orejas grandes y rojas»— es un simple, aunque no más que buena parte de los personajes que le rodean. La novela se abre con la sorpresiva caída de un avión en un campo. Tras una discusión al respecto, en la que se ponen en evidencia el miedo y la mezquindad de los miembros del Partido, las dificultades para introducir cambios y para aceptar lo accidental en un régimen en el que todo está (mal) planificado y que, por tanto, no tiene espacio para la improvisación, se decide que, hasta que se reciba de alguna instancia remota un nuevo motor para el aparato, alguien tendrá que vigilarlo. La decisión misma es absurda porque nadie puede llevárselo, nadie puede destruirlo y nadie puede levantar el vuelo con él.

Al piloto no le preocupa quién se haga cargo de la vigilancia, «aunque sea un inútil». Necesita a alguien «que duerma junto al aparato, que sepa dar razón en un momento dado». Pero el hombre del Partido no puede proporcionárselo porque todos los soldados de la comandancia «están de servicio desde hace dos semanas y no hay personal para los relevos»: «Hay siete hombres en la enfermería, veintidós trabajando en el aprovisionamiento de leña y uno de permiso».

Pero de pronto se acuerda de Chonkin, y ahí se inicia la peripecia de éste, una peripecia necesariamente cómica, que ataca al centro del sistema: la represión, el control mutuo y, tan ubicua como el miedo, la ineficiente burocracia. La caricatura de la burocracia —que suele caricaturizarse a sí misma para disgusto de sus representantes— es el gran instrumento de Voinóvich, el motor de la risa y el intolerable espejo ante el cual sitúa al régimen. También es el factor profético en el relato, en la medida en que la caída de la URSS fue consecuencia de la brutalidad, la corrupción y la ignorancia de la nomenklatura pero, sobre todo, lo fue de su atroz ineficiencia; en la cual, tal vez huelgue decirlo, se origina igualmente la patética pobreza posterior, una pobreza casi zarista, y la prosperidad de las mafias del narcotráfico, el petróleo, el comercio de niños, el gas, la prostitución, el tráfico de armas y todo lo demás.

No diré más sobre Chonkin. Sí sobre Voinóvich. Sobre su batalla personal, que no ha cesado.

En 1972, apareció Grado de confianza, una novela en la que se cuenta la vida de Vera Figner, precursora del revolucionarismo y el feminismo radical del siglo XX, miembro fundador del grupo terrorista Naródnaya Volia, Voluntad Popular, que en 1881 había participado en el atentado que le costó la vida al zar Alejandro II. También había sido naródniky Aleksander Uliánov, el hermano de Lenin, ejecutado por formar parte del complot para asesinar al siguiente zar, Alejandro III, en 1887. Voinóvich es despiadado en su tratamiento de las relaciones humanas condicionadas por la pasión política. La voz narradora en el libro es la del marido de la Figner, un jurista que la ama con locura, se casa con ella y abandona su carrera para acompañarla a Zúrich, el único lugar de Europa en que una mujer podía ir a la universidad. Allí, ella se vincula con un grupo de revolucionarias y feministas, y él la pierde. La Vera Figner de Voinóvich se parece muy poco a la Clara Zetkin de Las campanas de Basilea de Louis Aragon: no es una heroína épica, sino un personaje de destino trágico. Esta obra contribuye a una tarea aún no emprendida: la de componer la historia de las mujeres que contribuyeron a las revoluciones del siglo XX, tanto las comunistas como las fascistas, desde una concepción no política sino de género. Había que tener mucho coraje para hacer eso en 1972 y en la URSS, y hay que seguir teniéndolo hoy en cualquier parte del mundo. Pero si algo se puede afirmar acerca de Vladímir Voinóvich es que es un hombre valiente.

Ese hombre valiente fue el que a partir de su expulsión de la Unión de Escritores Soviéticos en 1974, tras la publicación en el extranjero de Amistades epistolares (1972), se puso a escribir cartas a las altas instancias del régimen: las Cartas abiertas contra la política cultural del Partido. Su posición no dejaba lugar a dudas: «Ni el secretariado [de la Unión de Escritores Soviéticos] en su conjunto, ni ninguno de sus miembros, pueden ser para mí autoridades, ni desde el punto de vista literario ni, con mayor razón, desde el punto de vista moral».

En 1976 empezó a circular en zamisdat la Ivankiada, novela publicada en español por Emecé con el título Mudanza en Moscú, en la que se satiriza a una especie nueva de funcionario comunista: el «bonzo», así bautizado por el autor, que no es ya el viejo estalinista condecorado que hace valer sus servicios, sino un burócrata que jamás ha luchado por nada, ni siquiera equivocándose, pero que se considera acreedor a todos los privilegios —como la vivienda— por simple pertenencia al Partido.

Finalmente, como era de esperar, Voinóvich fue detenido. Pero el sistema estaba al borde del colapso: a las autoridades soviéticas les parecía preferible dejar marchar a algunos intelectuales a resistir la presión internacional. Brodsky había salido de Rusia en 1972, y Soltzhenitsyn, expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos en 1969, privado de la ciudadanía soviética y deportado a Alemania oriental en 1974 por la publicación de El Archipiélago Gulag, había conseguido trasladarse a los Estados Unidos en 1975. El estado de las cosas era tal que el exilio seguía siendo considerado una bendición, pero era más probable ser condenado a él que en los tiempos del viejo Víktor Krávchenko, allá por 1946. Voinóvich logró que lo expulsaran de la URSS en 1980 y se estableció cerca de Zúrich, en los mismos territorios en los que se había operado la conversión de Vera Figner un siglo atrás, como para cerrar el círculo de un fracaso que habría que tomar en consideración.

Voinóvich es, en términos literarios, la antítesis de Solzhenitsyn: la espesa y oscura bruma que envuelve constantemente la escritura de este último, la misma bruma eslava que envuelve la de Pasternak, por poner sólo un ejemplo, únicamente aparece en las desventuras de Chonkin como una amenaza remota, una posibilidad que, en gran medida, es aportada por el lector, necesariamente informado sobre el contexto y alerta ante peligros que el propio protagonista no percibe.

HORACIO VÁZQUEZ-RIAL