42

Aquel mismo día, cuando se puso el sol, Gládishov, el almacenero, abandonó su casa para dirigirse al escenario de la batalla, del que se proponía realizar un examen. Así, caminando campo a través y cuando, rebasado el altozano, estaba a cosa de dos kilómetros de la aldea, descubrió un caballo muerto. El animal, que Gládishov creyó en un principio forastero, había sido abatido por una bala perdida. Al aproximarse vio que el que allí yacía era Osoaviajim; a juzgar por la herida, ya ennegrecida, que mostraba junto a una oreja, había muerto instantáneamente. Un hilo de sangre se había detenido antes de alcanzar los belfos.

Gládishov profirió una risa breve al recordar el extraño sueño que había tenido y al que, forzoso era reconocerlo, había dado crédito. No se podía decir, en fin, que lo hubiera creído a pies juntillas, pero sí era cierto que no lo había desechado como imposible. Y es que, en efecto, acompañado de tantas coincidencias, el sueño aquel tenía forzosamente que despertar su inquietud, por muy escéptico que se mostrase hacia los fenómenos sobrenaturales. De no ser porque le daba vergüenza relatarla, la cosa, desde luego, sería para hacer reír a cualquiera, a cualq…

En aquel momento advirtió que un casco delantero del animal estaba desprovisto de herradura.

—¡Lo que faltaba! —murmuró ante el descubrimiento.

El caballo sujetaba bajo el casco un pedazo de papel, del que Gládishov se apoderó para aproximárselo a los ojos.

Y cuál no sería su sorpresa cuando, pese a la escasa luz y su deficiente visión, el seleccionador autodidacta leyó en el papel las siguientes palabras, que ni el barro ni las manchas de sangre habían conseguido borrar: «En caso de muerte, ruego se me considere miembro del Partido».

—¡Cielo santo! —exclamó Gládishov.

Y por primera vez en muchos años, se santiguó.

1963-1970