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El disparo no pudo haber sido más afortunado. Era el único proyectil, y había dado de lleno en el blanco. Las tropas ocupaban sus anteriores posiciones esperando, en prieto contacto con el terreno, la réplica del enemigo. Ésta, sin embargo, no se produjo.

Incorporándose entonces sobre pies y manos, y con voz que la emoción había enronquecido, el alférez Bukáshev, que ejercía con carácter accidental el mando del batallón, gritó:

—¡Por la Patria! ¡Por Stalin! ¡Adelante!

Y, tras levantarse de un salto, rompió a correr, blandiendo el revólver, a través de la hierba mojada.

Al creerse solo, sin nadie que secundara su carrera, el corazón le dejó de latir un instante. Pero un momento más tarde oía ya, a su espalda, un clamoreo de voces que repetían el grito de «¡Adelante!» y, a continuación, el estruendo levantado por incontables botas al golpear el suelo. Casi al mismo tiempo y profiriendo idéntica voz de ataque, los componentes del segundo batallón se adentraban, tras romper filas, en la única calle de la aldea. El tercer batallón, que entre tanto había rodeado el pueblo por su margen inferior, se avecinaba ya, procedente del río.

El alférez Bukáshev, secundado por sus aguerridos hombres, fue el primero en ganar la cerca de la isba para, tras franquearla, irrumpir osadamente en el huerto. De absolutamente inverosímil habría calificado lo que, una vez allí, se ofreció ante sus ojos.

No había cadáveres enemigos hacinados en altos montones, ni tampoco adversarios deponiendo las armas presas del pánico. Lo que vio el alférez fue un avión destrozado, cuya ala superior había sido tronchada por un casco de metralla y pendía en el aire, sin otra sujeción que unos delgados cables. La cola, por su parte, había quedado de través, pulcramente dislocada del aparato.

A corta distancia del avión, tendido en el desventrado terreno del huerto, sus hombreras decoradas con galones de color celeste, se veía a un soldado de Ejército Rojo sobre el cual lloraba con desconsuelo una mujer que mostraba los cabellos en desorden, y desabrochada la bata con que se cubría.

El alférez se detuvo, y sus hombres, que habían llegado a la carrera, lo imitaron. Los que ocupaban las filas traseras se pusieron de puntillas, deseosos de ver qué ocurría. Cohibido, el alférez dio unos pasos al frente y se quitó el casco. Los soldados se le unieron.

Entonces llegó el coronel Lapshin. También él prescindió del casco.

—¿Quién es este soldado? —preguntó el coronel a la mujer.

—Se apellida Chonkin y se llama Iván —respondió Niura, con los ojos arrasados por el llanto—. Es mi marido.

Un transporte militar blindado irrumpió con estrépito en el lugar. De él se apearon varios hombres provistos de armas automáticas, y empujando a los soldados, abrieron paso al que resultó ser un general. Éste se apeó del vehículo con pesados movimientos, y a fin de que el jefe de la división no se viera obligado a trepar, los hombres abatieron parte de la cerca. Con paso lento, las manos cruzadas a la espalda, el general se aproximó al avión. Al distinguir el cuerpo de Chonkin tendido en tierra, se retiró lentamente de la cabeza el gorro de piel de cordero con que la cubría.

El coronel Lapshin llegó corriendo a su encuentro.

—La misión de desarticular la banda de Chonkin ha sido cumplida, camarada general —informó.

—¿Ése es Chonkin? —preguntó Drínov.

—Sí, camarada general. Ése es Chonkin.

—¿Y dónde está la banda?

El coronel miró, desconcertado, en todas direcciones. En aquel momento se abrió la puerta de la isba para dar paso a un grupo de soldados que escoltaban, empuñando sus armas, a varios individuos de uniforme gris, cubiertos de ligaduras.

—Ahí está la banda —dijo un soldado desde las filas traseras.

—¡Qué banda ni qué ocho cuartos! —exclamó Rievkin, surgido de nadie sabía dónde—. ¡Ésos son compañeros nuestros!

—¿Quién ha dicho lo de la banda? —inquirió el general, volviendo la mirada hacia los soldados.

Las filas se habían cerrado prietamente, y entre ellas se produjo cierta confusión a medida que los hombres, retrocediendo, buscaban refugio los unos tras la espalda de los otros.

—¡Desatadlos! —ordenó Bukáshev a los soldados.

—Entonces, ¿dónde se encuentra la banda? —inquirió el General haciendo girar su humanidad hacia Rievkin, que estaba a sus espaldas.

—Eso habrá que preguntárselo al presidente —contestó Rievkin al tiempo que señalaba a Gólubiev, que había hecho su aparición a bordo de un carro de dos ruedas—. ¿Dónde está la banda, Iván Timoféievich? —lo interrogó alzando la voz.

Tras amarrar el caballo a la verja, Gólubiev se acercó.

—¿De qué banda me habla? —preguntó mientras lanzaba una mirada compasiva al que había sido, apenas unas horas antes, su compañero de juerga.

—¿Cómo que de qué banda le hablo? —se turbó Rievkin—. ¿No recuerda que lo llamé por teléfono para preguntarle quién había prendido a nuestros camaradas? Usted me respondió que Chonkin y su banda.

—Yo no dije banda —contestó Gólubiev en tono sombrío—. Fue otra la palabra que utilicé, y me refería a Niura, aquí presente.

Al oír su nombre, Niura redobló sus sollozos. Una ardiente lágrima de la muchacha fue a caer, entonces, en el rostro de Chonkin. Éste, que no estaba muerto y sufría tan sólo algunas contusiones, tuvo un estremecimiento y abrió los ojos.

—¡Está vivo, está vivo! —cundió un murmullo entre los soldados.

—¡Vániechka! —clamó Niura—. ¡Vives! —y comenzó a cubrirle de besos la cara.

Chonkin se frotó las sienes.

—Debo de haber dormido un buen rato —dijo con incertidumbre. De repente advirtió aquella multitud de rostros que lo miraban con curiosidad desde lo alto.

Chonkin frunció el ceño y fijó la mirada en uno de los hombres que tenía ante sí, concretamente el que sujetaba en la mano un gorro de piel de cordero.

—¿Quién es? —le preguntó a Niura.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Un cargo, me parece. Pero yo no entiendo de graduaciones —respondió ella.

—¡Pero si es general, Niurka! —dijo Chonkin tras recapacitar un instante.

—Ése es, en efecto, mi grado, hijo —intervino en tono afectuoso el propietario del gorro de piel de cordero.

Chonkin lo miró con recelo.

—Niura —se dirigió a la muchacha, con voz temblorosa a causa de la emoción—, ¿no estoy soñando?

—No, Vania, no estás soñando.

Chonkin no acababa de dar crédito a las palabras de la muchacha, pero, considerando que un general no deja de ser un general, y aun en sueños es acreedor del debido respeto, comenzó a palpar el suelo hasta dar con el gorro de su uniforme, que había caído a su lado. Encasquetada la prenda sobre las orejas, se incorporó. Las piernas lo sostenían a duras penas; la cabeza le daba vueltas, y cuando se llevó a la sien aquella mano suya donde no había dos dedos juntos, se sintió embargado por una ligera náusea.

—Camarada general —dijo, no sin antes haber tragado saliva—, durante su ausencia, ninguna novedad…

Sin saber cómo continuar la frase, Chonkin enmudeció y fijó en Drínov los ojos que, por cierto, acusaban un fuerte parpadeo.

—Dime, hijo —lo interrogó el general según se calaba su gorro de piel—, ¿debo entender que tú solo, sin ayuda de nadie, has hecho frente a todo un regimiento?

—¡No estaba solo, camarada general! —respondió Chonkin metiendo el vientre y sacando el pecho.

—¿Así que te ayudaba alguien? —concluyó el general con no disimulada alegría—. ¿Quién?

—¡Niurka, camarada general! —clamó Chonkin, dueño de sí.

La risa cundió entre la tropa.

—¿Quién se está riendo? —bramó el general, volviéndose para fulminar a los soldados con la mirada. Las risas se detuvieron de inmediato—. ¡Aquí no hay nada de qué reírse, la madre que os parió! —Y les dedicó, a medida que las recordaba, las expresiones más duras que conocía—. Pandilla de inútiles…, desgraciados…, ¡todo un regimiento, y no ha podido con un soldado sietemesino! En cuanto a ti, Chonkin, debo decir sin rodeos que parecerás un mamarracho y todo lo que quieras, pero eres un héroe. En nombre del alto mando y en prueba de gratitud, te condecoro, la madre que te parió, con esta medalla.

El general se introdujo la mano bajo el capote, extrajo de sus adentros una condecoración y la prendió en la guerrera de Chonkin. Éste, que había adoptado la posición de firmes, desvió hacia la medalla los ojos y buscó luego los de Niura, al tiempo que pensaba en lo bien que habría estado fotografiarse, pues, de otra manera, ¿quién iba a creer más tarde que aquel galardón le había sido impuesto por todo un general? Entonces se acordó de Sámushkin, del brigada Peskov, del almacenero Trofímovich… ¡Qué no habría dado por exhibirse ante ellos!

—¡Permítame unas palabras, camarada general! —intervino el teniente Filíppov, llevándose la mano a la sien con el dinamismo de los jóvenes.

—Bien, habla —respondió de mala gana el general.

—Le ruego que examine este documento —dijo el teniente al tiempo que le tendía un pliego cuya esquina inferior izquierda mostraba un agujero.

El general tomó el papel y comenzó a leerlo con lentitud, tanto más fruncido su ceño cuanto más progresaba en la lectura. Aquello era un mandamiento judicial… Una orden que disponía, por delito de traición a la patria, la captura de Iván Vasílievich Chonkin…

—¿Dónde está el sello? —inquirió el general, que abrigaba la esperanza de que el mandamiento careciese de los requisitos legales.

—El sello —explicó el teniente con dignidad no exenta de embarazo— fue suprimido por un disparo durante el combate.

—Pues vaya, vaya —dijo el general, presa del desconcierto—; pues sí que sí… Bueno, si la cosa es así, que no tengo razones para dudarlo, proceda de acuerdo con el mandamiento judicial.

Y, dando un paso atrás, franqueó el camino al teniente. Filíppov se encaminó hacia Chonkin y aferró con dos dedos, semejantes a los que algunos martillos muestran en la parte opuesta a la maza, la recién otorgada medalla. Chonkin apartó el pecho instintivamente, pero ya era demasiado tarde. El teniente tiró de la medalla y se llevó, con ella, un jirón de la guerrera.

—¡Svintsov! ¡Jabíbulin! —ordenó a continuación—. ¡Háganse cargo del detenido!

Los dos designados aferraron a Chonkin por los codos. Un revuelo conmovió a la tropa. Nadie comprendía nada.

Recordando la misión de educador que incumbe a todo comandante, Drínov se volvió hacia sus hombres y dijo:

—Camaradas, soldados, la distinción otorgada a Chonkin por orden mía queda sin efecto. El soldado Chonkin ha resultado ser un traidor a la patria, y su conducta heroica ha sido una treta sin más propósito que el de granjearse nuestra confianza. ¿Ha quedado claro?

—¡Muy claro! —gritó la tropa sin convicción.

—Coronel Lapshin —se le dirigió el general—, hágase cargo del regimiento y disponga que los hombres se incorporen a sus unidades.

—¡A la orden, camarada general!

Lapshin corrió hasta el camino y, de espaldas a la aldea, se colocó en posición de firmes.

—¡Regimiento! —gritó, soltando un gallo impresionante—. ¡A sus unidades! En columna de a cuatro, ¡for… men!

Mientras los soldados se agrupaban a lo largo del camino, el general, acompañado por Rievkin, se introdujo en el vehículo blindado que lo había conducido allí y partió en él. También Gólubiev puso pies en polvorosa.

Concluida por fin la formación, el regimiento llenaba todo el ancho del camino, de uno a otro arcén.

—¡Alineación! —sonó la voz de mando del coronel—. ¡Firmes! Cantando todos a una voz —aquí observó una pausa—, ¡marchen!

La tierra, húmeda todavía, resonó bajo las pisadas de las botas. De entre las filas se alzó la voz de un solista:

Cabalgaba el cosaco por el valle,

por las tierras del Cáucaso marchaba…

Centenares de voces, uniéndose a la suya, repitieron:

Cabalgaba el cosaco por el valle,

por las tierras del Cáucaso marchaba…

Toda la chiquillería de la aldea se había unido a las tropas, cuyo paso trataba de igualar. También había mujeres que agitaban pañuelos y enjugaban lágrimas.

Arrastrado por un rocín renqueante, el cañón de cuarenta y cinco milímetros seguía al regimiento. Y arrastrándose sobre su plataforma dotada de ruedas seguía al cañón y al rocín Iliá Zhikin, el mutilado de guerra, que vestía sus ropas de diario. Cuando alcanzó el centro de la aldea, Zhikin alzó en el aire la mano para saludar y emprendió el regreso.

A poco de haber partido el regimiento, los vecinos de Krásnoie pudieron, también, contemplar la marcha del camioncillo que se llevaba a Chonkin.

El teniente Filíppov se había situado en la cabina, junto al chófer. Los cuatro hombres restantes viajaban en la caja y retenían por los brazos a Chonkin, quien, por lo demás, no oponía resistencia alguna.

Tras el vehículo, deshecha en sollozos y tropezando a cada paso, con la pañoleta torcida y los cabellos desgreñados, corría Niura.

—¡Vania! —gritaba sofocada por el llanto—. ¡Vániechka! —repetía, tendiendo los brazos hacia el camión, sin dejar de correr.

Deseoso de poner fin a aquel escándalo, el teniente ordenó al chófer que acelerara. Éste obedeció, e incapaz de competir con el automóvil, Niura dio un traspié y cayó al suelo. Pero aun tendida en tierra seguía extendiendo las manos en pos del camión, que se alejaba velozmente.

Partido el corazón de pena por Niura, Chonkin intentó liberarse de sus opresores. Pero éstos lo sujetaban firmemente y todo fue en vano.

—¡Niurka! —gritó sacudiendo la cabeza violentamente en su desesperación—. ¡No llores, Niurka! ¡Volveré!