En aquellos momentos, el general Drínov se encontraba en el refugio subterráneo, desde donde seguía el desarrollo del combate por medio de un periscopio, no por rematada cobardía (pues ya había dado, y no pocas veces, prueba de su coraje), sino porque consideraba que un general, en razón de su rango, debe actuar a cubierto y, lo que es más, emplear en sus desplazamientos únicamente transportes blindados.
Drínov vio por el periscopio a sus tropas, las cuales, primero a rastras, y más tarde mediante cortas carreras, se encaminaban a la isba más exterior de la aldea, donde también habían abierto fuego, si bien éste no era demasiado nutrido. El general ordenó al telefonista que lo comunicase con el comandante del batallón, a quien ordenó comenzar el ataque.
—¡A la orden, camarada general! —respondió el comandante.
Entre los atacantes se advirtió bien pronto una mayor actividad. Los capotes blancos de la unidad de choque se habían situado en la inmediata vecindad de la valla. El general vio a los hombres incorporarse uno a uno y agitar el brazo en el aire. «Están arrojando las botellas», adivinó Drínov. Pero… ¿por qué no se inflamaban? Drínov volvió a ponerse en comunicación con el comandante.
—¿Por qué no se inflaman esas botellas?
—Eso mismo me gustaría saber a mí, camarada general.
—¿Han utilizado cerillas para encenderlas? —indagó Drínov alzando la voz.
El auricular dejó oír, sonora, la respiración del comandante.
—Te he preguntado —insistió Drínov, sin esperar la respuesta— si han encendido las botellas con cerillas.
—No las han encendido, camarada general.
—¿Por qué?
—Porque yo no lo sabía, camarada general —confesó el comandante tras un breve silencio.
—Ya te enterarás en el consejo de guerra —prometió el general—. ¿Qué otro oficial se encuentra ahí contigo?
—El alférez Bukáshev.
—Entrégale el mando del batallón y preséntate para tu arresto.
—A la orden, camarada general —respondió el auricular con voz desmayada.
En aquel momento se oyó el tableteo de una ametralladora. Muy sorprendido, el general arrojó el auricular y se precipitó al periscopio, mediante el cual comprobó que las filas de ataque se habían hecho a tierra, mientras que los hombres de la unidad de choque retrocedían a rastras. Sus capotes ya no estaban tan blancos, o, mejor dicho, no estaban ya nada blancos; tanto era así que ahora sí se podían considerar de camuflaje.
Tras desplazar el visor del periscopio ligeramente a la izquierda, el general advirtió que el fuego de ametralladora partía del avión, el cual, animado por una fuerza incomprensible, se agitaba sin moverse de sitio.
—¿Qué pasa ahí? ¡La madre que lo parió! —exclamó pasmado el general.
Tras regular las lentes del periscopio, su asombro alcanzó cotas todavía más altas. Un ser de sexo manifiestamente femenino que, además de un vestido floreado, lucía una bata desabrochada y, sobre los hombros, una toquilla torcida, tiraba del avión por la cola, imprimiéndole movimiento. En determinado momento se mostró el avión de costado, y ante los ojos del general apareció, pintada en la cola con toda claridad, una estrella roja. «¿Es posible que sea… un aparato de los nuestros?», se preguntó Drínov, en cuya mollera no encontraba cabida semejante idea. No, no era posible. Sin duda, se trataba de una treta, como cabía esperar del enemigo. Igual que los meneos que aquella fulana le estaba dando al aparato: todo para desorientar…
El general se colgó otra vez del teléfono y pidió que lo comunicasen con el comandante del batallón.
—¿Comandante? ¡Al habla el general! —dijo Drínov—. Dime, ¿cuántos proyectiles de cañón nos quedan?
—Uno, camarada general.
—Magnífico —respondió Drínov—. Da orden de que arrastren el cañón hasta ese retrete, donde hay escrito algo en extranjero, y largadles un chupinazo de frente.
—Pero está la ametralladora, camarada general.
—¿Qué pasa con ella?
—Que dispara y nos impide acercarnos. Matará a alguien.
—¡Matará a alguien! —se mofó el general—. ¡Ahora te ha dado la vena humanitaria! Pues para eso está la guerra: para morir. ¡Que arrimen el cañón! ¡Es una orden!
—¡Sí, camarada general!
En ese instante, la ametralladora enmudeció.
Rechazado el ataque, Chonkin soltó el gatillo. A esto siguió un silencio que hacía zumbar los oídos. También el fuego del bando enemigo había cesado.
—¡Niurka! —llamó Iván, volviéndose.
—¿Qué? —respondió Niura, que seguía aferrada a la cola del avión, con el rostro rojo y cubierto de sudor, como si saliera de un baño turco.
—Veo que sigues viva —le dijo Iván con una sonrisa—. Anda, descansa un poco.
La plena luz del día le permitió distinguir sin dificultad a sus enemigos, tanto a los de los capotes sucios, que arrojaban botellas, como a los de tabardo gris, bastante más numerosos. Sin embargo, unos y otros aparecían tendidos en tierra y no daban la menor señal de vida. Todo ello hizo que la sensación de peligro experimentada por Chonkin anteriormente se relajase en cierto modo.
Al canto de un gallo de imprecisable paradero se unió el de un segundo, y el de un tercero más tarde…
«¡Hay que ver lo bien que cantan!», se dijo Chonkin, que no había advertido las maniobras de los artilleros con su cañón de cuarenta y cinco milímetros, apostado ahora tras el retrete de Gládishov, donde se podía leer «Water Closet».
—¿Has descansado ya un poco, Niurka? —interrogó Chonkin en tono cariñoso.
—¿Qué quieres? —repuso Niura enjugándose el sudor con el borde de la toquilla.
—Si me trajeras un poco de agua… Tengo sed. Pero ve corriendo, antes de que vuelvan a disparar.
Niura partió, agachada, en rápida carrera hacia la casa. Sonó un disparo, pero la muchacha ya había desaparecido tras la esquina de la isba.
La tapa de la cueva fue lo primero que llamó la atención de Niura cuando entró. Todo seguía en orden. Los prisioneros continuaban abajo, sin rechistar.
Niura sacó del cubo un vaso de agua. La explosión se produjo en ese mismo instante con tal fuerza que hizo temblar el suelo, derribó a la muchacha e hizo volar los cristales con un estallido.