Aunque ignoraba la amenaza que se cernía sobre él, Chonkin no había dejado de intuir que la fuga del capitán iba a tener consecuencias desagradables.
Aún no había amanecido, y tanto Niura como los prisioneros dormían con toda la profundidad que suele tener el sueño en las horas cercanas al alba. Aprovechando esta circunstancia e impulsado por su presentimiento, Chonkin se procuró el macuto y, tras cambiarse la ropa interior por una muda limpia, se puso a examinar, revolviéndolas, sus pertenencias. Era su deseo dejarle a Niura algún recuerdo, por lo que pudiera suceder.
No era gran cosa lo que poseía. Aparte de la ropa blanca y un par de gruesos calcetines de invierno, lo que encontró en el macuto fue hilo y aguja, un resto de lápiz tinta y, envueltas en papel de periódico, seis fotografías suyas, que lo mostraban de medio cuerpo. Sus compañeros de servicio solían hacerse fotos para remitirlas a sus familiares o a las chicas que conocían. Como no tenía nadie a quien enviar las suyas, conservaba, sin que faltara una sola, la media docena.
Sacó del envoltorio la foto superior y la acercó a la lámpara. No le desagradó, tras examinarla, la imagen que la cartulina daba de él. El almacenero Trofímovich, que se sacaba un sobresueldo haciendo de fotógrafo, lo había representado, por medio de un procedimiento especial, ante un fondo con carros de combate y aviones, estos últimos remontándose en el cielo, y los primeros subiendo por una pendiente. La foto exhibía, además, una leyenda que, desplegada en aureola encima de la cabeza de Chonkin, rezaba: «Saludos del Ejército Rojo».
Tras sentarse en un extremo de la mesa, Chonkin se puso a idear una dedicatoria mientras humedecía concienzudamente la mina del lápiz tinta. Entonces acudió a su memoria la que en su momento le había recomendado el propio Trofímovich. Con letras de tamaño irregular que recordaban mucho el tipo de imprenta, la lengua asomada a los labios a causa del esfuerzo, compuso el siguiente texto:
Si tus ojos se juntaran
con los míos un momento,
tal vez tuvieras, entonces,
para mí un pensamiento.
Y, tras un instante de reflexión, añadió al pie: «Para Niura B. de Iván Ch., en recuerdo de los días compartidos».
Tras guardarse el lápiz en el bolsillo, dejó la cartulina en el alféizar.
Al mirar por la ventana advirtió que estaba amaneciendo y, al parecer, había escampado. Era hora de despertar a Niura. En cuanto a él, convenía que durmiese al menos un rato, pues en el campo, adonde pronto habría de conducir a los prisioneros, debía mantener los ojos bien abiertos a fin de que los demás no escaparan imitando el ejemplo de su patrón.
Le daba lástima despertar a Niura, como se la inspiraban tantas de las cosas que a ella se referían. Y todo: la larga convivencia, las exigencias de la muchacha, las limitaciones impuestas a su libertad, todo lo daba ahora por bien empleado. Estaba, eso sí, el tímido comentario que había hecho ella en el sentido de que no estaría de más formalizar su relación, y que él había esquivado con aquello de que a los soldados del Ejército Rojo no les estaba permitido casarse sin el consentimiento de su comandante. Lo cual era así, en efecto, salvo que la verdadera causa de su negativa no era, en buena conciencia, la falta de autorización, sino los reparos que, tras examinar la situación desde todos los ángulos, seguía albergando al respecto.
Se acercó a Niura y sacudió suavemente el hombro de la muchacha.
—¡Niurka, eh, Niurka! —susurró con cariño.
—¿Eh? ¿Qué pasa? —Niura se despertó con un estremecimiento y volvió hacia Iván los ojos, que el sueño había tornado inexpresivos.
—¿Podrías relevarme un ratito? —propuso Chonkin—. Necesito dormir; ¡estoy reventado!
Niura saltó de la cama obedientemente, hundió los pies en las botas y, tras hacerse cargo del fusil, se sentó junto a la puerta.
Iván se tendió, sin desnudarse, en el espacio que la muchacha había dejado libre. La almohada conservaba su calor. Entornó los ojos y, a punto de abandonarse al sueño, en el momento en que su conciencia se debatía entre lo real y lo ficticio, lo alertó un extraño ruido, como de sorbetones que se sucediesen, al que siguieron una especie de chillido y un estruendo de vidrios rotos. Instantáneamente lúcido, Chonkin se sentó en la cama. Svintsov y Yedrénkov también se habían despertado. Niura seguía sentada donde antes, pero su rostro denotaba inquietud.
—Niurka —dijo Chonkin con un susurro.
—¿Sí? —contestó ella con otro.
—¿Qué puede ser eso?
—Disparos, diría yo.
Una nueva sucesión de estruendos se hizo audible de pronto. Éstos, al parecer, llegaban de otra dirección. Chonkin experimentó una sacudida.
—Hágase, Señor, tu voluntad —susurró Niura con el mismo ímpetu que si hubiera contenido largo tiempo en el pecho aquellas palabras.
Se habían despertado, también, los restantes prisioneros. Sólo el teniente Filíppov, a juzgar por los sonidos labiales que articulaba, seguía durmiendo. Svintsov se incorporó con ayuda de los codos y por dos veces examinó a Niura y Chonkin con la mirada; primero en este orden y luego en el inverso.
—Niurka —dijo Chonkin según se calzaba de prisa y sin atención las botas—, dame el fusil y coge tú el revólver más grande que encuentres en la bolsa.
Luego, olvidando las polainas, salió de la casa.
El espacio visible ante la isba se encontraba en calma. El patio estaba enfangado, pero había dejado de llover, y la visibilidad era buena, aunque no había amanecido del todo. El avión seguía ocupando su antiguo emplazamiento, con las alas desplegadas torpemente.
Chonkin se volvió y advirtió algo muy extraño, que lo dejó perplejo. Por detrás de los huertos, y a unos doscientos metros de distancia, habían surgido manchas de nieve.
«¿Qué carajo es eso? —preguntó, sorprendido—. ¿Cómo podemos tener nieve con semejante temperatura?».
Entonces observó que las manchas se desplazaban hacia él. Esto convirtió su sorpresa en asombro, y le hizo prestar más atención. De pronto se dio cuenta de que aquello no era nieve, ni mucho menos, sino un prieto tropel de personas que se dirigían hacia donde él se encontraba. Ignoraba que aquélla era la unidad de choque a la que, como apoyo del fuego de artillería, habían encomendado hostigar al enemigo por medio de los frascos arrojadizos de líquido inflamable. Sin capotes suficientes para uniformar a todos aquellos hombres, en el almacén se los habían dado blancos, de los que se utilizan en invierno para el camuflaje. Y, en vista del mal tiempo, la unidad los vestía ahora.
«¡Alemanes!», exclamó Chonkin para sí.
En ese preciso momento, y tras una detonación, una bala pasó silbando junto a la mismísima oreja de Chonkin, el cual se echó al suelo para ganar, arrastrándose por el fango, el montante derecho del tren de aterrizaje, donde afianzó el fusil.
—¡Eh, entregaos!
«¡Los rusos no se entregan!», quiso responder Chonkin con un grito, pero le dio vergüenza. En lugar de contestar, pues, se aplicó el arma a la mejilla y disparó sin apuntar. Y ahí fue buena. El bando enemigo comenzó, sin orden ni concierto, a prodigar disparos cuyos proyectiles pasaban silbando por encima de Chonkin, desviados en su mayor parte del objetivo. Sin embargo, algunos de ellos hacían impacto en el avión, de lo cual resultaron desgarrones en el recubrimiento del aparato y sonoros chasquidos metálicos arrancados al acero del motor. Chonkin, que había pegado la cara al terreno, hacía, a fin de economizar cartuchos, algún que otro disparo en dirección desconocida. Agotado el primer cargador, echó mano del segundo. Las balas seguían silbando en el aire, algunas muy bajas. «¡Si el brigada me hubiera dado un casco…!», pensó con un sentimiento de frustración, pero no pudo seguir desarrollando este pensamiento, del que lo distrajo un ruido sordo, como de un cuerpo blando al chocar con el suelo, en sus inmediaciones. Chonkin experimentó un estremecimiento. Luego, girando apenas la cabeza, abrió un ojo. A su lado vio a Niura, que, adherida como él al terreno, disparó al aire dos pistolas simultáneamente. A corta distancia, en el suelo, aparecía, para caso de necesidad, la bolsa con los restantes revólveres.
—Niurka —dijo Chonkin tocando a la muchacha.
—¿Qué?
—¿Por qué has dejado solos a los prisioneros?
—No te inquietes —respondió ella al tiempo que apretaba los gatillos de ambas armas—. Los he hecho bajar a la cueva y he clavado la tapa. ¡Ay, mira!
Iván alzó la cabeza. Los del uniforme blanco avanzaban ahora mediante breves carreras.
—Como no pensemos algo, Niura, estamos en desventaja.
—¿Eres capaz de manejar una ametralladora?
—Sí, ¿y de dónde la sacamos?
—Hay una en la carlinga del avión.
—¡Cómo habré podido olvidarlo! —exclamó Chonkin. Se levantó de un salto y se golpeó la cabeza con un ala.
Buscando refugio en el fuselaje, Chonkin arrancó varias tiras a la lona que lo recubría y, con su ayuda, consiguió auparse hasta la carlinga, cuya parte trasera alcanzó antes de que el adversario tuviese tiempo de reaccionar. Allí encontró, en efecto, una ametralladora instalada en una plataforma móvil y, con ella, municiones suficientes. Chonkin se aferró a los agarraderos de la ametralladora, pero ésta se había quedado inmovilizada. Tras largo tiempo fuera de uso y herrumbrada por acción de la lluvia, la plataforma se había agarrotado. Apoyando el hombro y a fuerza de empujones, Chonkin trató de desatascar el artefacto. Éste, sin embargo, no cedía.
Un objeto pesado cayó en ese instante, sin que mediara detonación alguna, en el ala superior del avión. Lo siguió otro, y un tercero, y toda una serie de ellos, que iban a estrellarse ora en las alas, ora en las inmediaciones del avión, en medio de un estruendo de vidrios rotos y un penetrante olor que parecía de petróleo. Chonkin asomó la cabeza y vio que, surgidas de tras la cerca del patio, volaban hacia él numerosas botellas llenas de un líquido amarillo. Buena parte de ellas iba a dar en el barro, pero cierta cantidad alcanzaba el avión, donde, tras rodar por las alas, se quebraban contra el motor. (Más tarde se supo que los componentes de la unidad de choque, que no habían sido informados de que los frascos de líquido inflamable requerían la aplicación del fuego, los habían utilizado así, tal cual).
A un lado del aparato apareció Niura, que se había encaramado en un ala.
—¡No te pongas a tiro, Niurka, que te darán! —gritó Chonkin.
—¿Por qué tiran esas botellas? —le chilló Niura en el oído, al tiempo que disparaba al aire una de sus pistolas.
—No te inquietes, luego se las devolveremos —respondió Iván, cuyo estado de ánimo no impedía los chistes—. Vas a hacer una cosa, Niurka: agarras el avión por la cola y comienzas a zarandearlo de un lado a otro. ¿Entendido?
—¡Entendido! —respondió ella, y saltó del ala para quedar cuerpo a tierra.