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Concluido el interrogatorio, el alférez Bukáshev redactó un parte que hizo llegar, por medio de uno de los centinelas francos de servicio, al comandante del regimiento. Esto lo dejaba libre para dormir un rato, si así lo deseaba. Pero como no tenía sueño, optó por escribir a su madre. Abierta ya la libreta ante sí, acercó una lamparilla y, con rápida caligrafía, que sin embargo conservaba el carácter escolar, comenzó la carta:

Mi querida, bondadosa y linda mamita:

Es posible que cuando recibas esta carta tu hijo no siga en este mundo. Hoy, al romper el día (una bengala verde indicará este momento) partiré al combate: el primero de mi vida. Si resulta ser, además, el último, una cosa te suplico: que no te venza el dolor. Consuélate pensando que tu hijo, el alférez Bukáshev, ha dado su joven vida por la patria, el Partido y el gran Stalin.

Caer será para mí un motivo de felicidad, créeme, si con mi muerte consigo limpiar, siquiera un poco, el oprobio con que nos cubrió el que fue tu marido y padre mío…

Tras escribir «padre mío», Bukáshev se detuvo y se puso a pensar. Ante sus ojos revivió la noche aquella, con tanta viveza y plenitud de detalles como si el suceso se remontara a la víspera. En esa época era él alumno de octavo.

Cuando llegaron aquellos hombres y comenzaron a aporrear la puerta con las culatas, sembrando el pánico en la casa, el que había sido su padre dijo con calma a su esposa:

—Quieta, yo abriré. Vienen a por mí.

Aquellas palabras suyas habrían de convertirse más tarde en la principal prueba de culpabilidad que esgrimiría el joven Bukáshev contra su progenitor. «Vienen a por mí», había dicho. Luego le constaba que podían detenerlo; le constaba que era culpable: un hombre inocente no habría podido saber de antemano una cosa así.

Eran cuatro. Uno de ellos empuñaba un revólver; otros dos llevaban fusiles. El último era un vecino del piso de abajo, un hombre con gafas que habían tomado como testigo y que temblaba como un flan. Y no sin motivo, como se demostró más tarde, cuando también a él lo detuvieron por la misma razón por la que habían prendido a su padre.

Rasgaron todos los edredones y cojines de la casa (al tercer día volaba aún plumón en el patio), destrozaron el mobiliario e hicieron añicos la vajilla. El que empuñaba el revólver tomó una a una las macetas, las alzó por encima de la cabeza y las estrelló allí mismo, en mitad de la habitación, donde se formó un amasijo de tierra y tiestos rotos.

Luego se marcharon llevándose al padre del alférez.

En un principio, el joven Bukáshev no perdió las esperanzas. No dejaba de asaltarlo el pensamiento de que su padre había sido un héroe de la guerra civil, un hombre condecorado, al que el VTSIK[15] había concedido su arma distintiva, el sable con empuñadura de oro. ¿Podía ser aquel hombre, posteriormente director de una de las más importantes industrias metalúrgicas, un vulgar saboteador que colaboraba con la policía secreta polaca? Todo ello, por desgracia, se confirmó poco después. Abrumado por el peso de las pruebas acusadoras, su padre reconoció haber intentado poner fuera de funcionamiento un modernísimo horno tipo Martin. Dudar de la realidad de estos hechos era imposible cuando su propio padre los había confirmado en sus declaraciones. Un solo extremo resultaba incomprensible para el joven Bukáshev: ¿qué pretendía su padre al sabotear un horno? ¿Creía, acaso, que con ello iba a provocar el colapso del propio Estado soviético? Que no era estúpido hasta ese extremo lo demostraba, sin más, el hecho de que hubiera conseguido con tan gran arte y durante tanto tiempo mantener Partido, amigos y familiares ignorantes de aquel oculto perfil suyo. Por otra parte, y de haber sido el sabotaje su meta, su talento le daba acceso a realizaciones más ambiciosas. No, el joven Bukáshev no comprendía aquello; no lo comprendía en absoluto. Y era precisamente esta circunstancia lo que más lo atormentaba.

El alférez se levantó y dio unos pasos por el aposento. Reinaba la calma. El prisionero estaba tendido en su yacija; tenía los ojos cerrados y el semblante pálido. El aire olía a heno. En algún lugar cercano, un grillo frotaba sus élitros. Bukáshev volvió a su asiento, suspiró y humedeció con la lengua el lápiz tinta.

Tal vez me repruebes, madre querida, que ocultase, al ingresar en la escuela militar, lo concerniente a mi padre. Sé que dicho comportamiento puede parecer pusilánime, pero no había más remedio, pues deseaba defender a mi patria como los demás y temía que, de conocerse la verdad, no me lo permitieran…

El alférez interrumpió la escritura para reflexionar. Habría convenido tomar alguna medida con miras a la eventualidad de su muerte. Sin embargo, no sabía a ciencia cierta qué hacer. En otras épocas, la gente escribía testamentos. Pero ¿qué podía testar él? En todo caso, continuó su carta en los siguientes términos:

Mamita, si ves a Liena Siniélnikaia, dile que la libero de la promesa que me hizo (ella sabe a qué me refiero). En cuanto a mi traje, véndelo; no lo guardes. Lo que saques de él te vendrá bien.

No tengo más que añadir a esta carta. Falta menos de una hora para que dé comienzo el combate. ¡Adiós, madrecita querida!

Tu hijo, que no te olvida,

Liosha

Al pie de la carta, Bukáshev anotó la fecha y la hora. Eran las cuatro y siete minutos de la madrugada.

El alférez Bukáshev dobló la carta, escribió las señas de su madre y se la guardó en el bolsillo izquierdo, con los documentos. Si sobrevivía, destruiría el escrito; si resultaba muerto, alguien se encargaría de darle curso.

El amanecer estaba ya próximo, y convenía apresurarse. El alférez arrancó otra hoja de su libreta y escribió una nota dirigida a la delegación del Partido con base en su unidad. Sin explicar las razones que motivaban su petición, escribió modesta y sencillamente: «En caso de muerte, ruego se me considere miembro del Partido». A ello añadió su firma. Luego anotó la fecha, dejó la nota abierta a fin de que la tinta se secara y, con ánimo de desentumecerse, salió al exterior.

Aunque todavía era de noche, en la distancia comenzaban a perfilarse figuras y contornos difíciles de identificar. Más abajo, del lado del río, se discernía una franja de niebla blanquecina. El centinela que montaba guardia junto a la entrada del almacén estaba fumando un cigarrillo, que mantenía oculto en la palma de la mano. El alférez sintió el impulso de reprenderlo, pero algo lo hizo desistir. «¿Qué derecho moral me asiste —se dijo— de llamar la atención a un hombre que me dobla la edad?». Y regresó al interior.

Al entrar buscó con la mirada la nota que había escrito momentos antes, pero sólo vio la libreta. La nota había desaparecido. «¿Qué diablos…?», se preguntó mentalmente al tiempo que comenzaba a registrarse los bolsillos, donde encontró sus credenciales, la carta dirigida a su madre y hasta la foto de Liena Siniélnikaia. Pero no la nota.

Bukáshev dirigió al prisionero una mirada de sospecha. Éste, sin embargo, seguía durmiendo en su rincón. Aunque habría jurado que no estaba tan pálido como antes… De todas formas, ¿para qué iba a robar una nota que no podía servirle de nada? El alférez tomó la linterna y, con su ayuda, comenzó a buscar el papel por el inmediato contorno. Pero examinados todos los rincones, puesto de rodillas, registrados los cajones del escritorio, la nota seguía sin aparecer.

Las pesquisas del alférez Bukáshev se vieron interrumpidas por un ruido procedente del exterior, en cuya dirección partió apresuradamente para encontrarse con el comandante de la división, que con la punta del revólver hundida en el estómago del centinela, le dedicaba un discurso compuesto principalmente de alusiones a su madre. La media luz precursora del alba permitía entrever detrás del general las figuras del coronel Lapshin, el jefe del SMERSH y algunos acompañantes. El centinela, apretando el fusil, miraba de hito en hito al general, con los ojos llenos de espanto. La aparición del alférez, que había adoptado con inusitada rigidez la posición de firmes, distrajo del centinela la atención del general.

—Y tú, ¿quién eres?

—El alférez Bukáshev —informó éste, atemorizado.

—Mi ayudante —explicó Lapshin.

—¿Y cómo no te has dado cuenta de que este canalla, ¡la madre que lo parió!, está fumando en el puesto?

—¡La culpa es sólo mía, camarada capitán general! —exclamó el centinela, que, recuperadas las facultades, ascendía a Drínov tres grados de golpe.

Se trataba de una burda lisonja, pero Drínov, burdo él también, pareció dulcificarse un tanto al farfullar:

—La culpa es sólo mía… ¡Tu madre! Esta falta la lavarás con sangre. ¿Qué pensará el secretario del comité de distrito, aquí presente? —continuó señalando a un desconocido que se encontraba a poca distancia del jefe del SMERSH—. «¡Bonita organización la de esos militares!»; eso pensará. ¡Toda la operación de camuflaje, y hasta el destino de la división, comprometidos por un patán indecente! Y bien, alférez, ¿alguna novedad?

—¡Sin novedad, camarada general!

—Bien está. Entremos, pues.