35

Largo tiempo después de recobrar el conocimiento, Miliaga seguía siendo incapaz de abrir los ojos, y era tal el dolor que sentía en la cabeza que ésta parecía a punto de estallarle. Tampoco lograba recordar, por más que se lo propuso, dónde y con quién podía haberse pegado de aquella manera. Tras sacudir la cabeza, aventuró una primera ojeada, pero era tan incongruente lo que vieron sus ojos que volvió a cerrarlos inmediatamente.

Lo que Miliaga había visto era el lugar en que se encontraba: una especie de cobertizo con aspecto de granero que no era ni una cosa ni otra, en cuya esquina más distante, un mozalbete albino de unos veinte años de edad que vestía un capote se dedicaba a escribir algo en un papel al que servía de apoyo una carpeta puesta sobre sus rodillas. En la otra esquina, próximo a una puerta entreabierta y de espaldas a Miliaga, había un segundo hombre, armado con un fusil.

El capitán, que no comprendía nada de esta situación, comenzó a pasear la mirada de uno a otro extremo del recinto, hasta que en lo más profundo de su cerebro apuntó el vago recuerdo de haberse encontrado de camino hacia algún lugar que no consiguió alcanzar. En ello intervenía un soldado del Ejército Rojo y cierta mujer joven… ¡Oh, sí, Chonkin! En ese momento, el capitán tuvo conciencia de todo, excepto de lo sucedido después de aquello. Recordó su petición de ir al retrete, cómo había cortado la cuerda y cómo había amarrado con ella al jabalí. Luego se había escabullido a través del huerto bajo la lluvia, metido en el barro. El barro… Se palpó. Guerrera y pantalones se encontraban, en efecto, cubiertos de un barro que, por lo demás, comenzaba a secarse. Pero… ¿qué había sucedido? ¿Cómo había ido a parar a aquel sitio? ¿Y quiénes eran aquellos hombres? El capitán comenzó a examinar con la mirada al jovencito albino. Se trataba, sin duda, de un militar incorporado a lo que, por las trazas, era una unidad de campaña. Pero ¿qué pintaba allí una unidad de campaña, si el frente estaba lejos y hacía muy poco que él se había escapado atravesando el huerto, como lo atestiguaba el barro aún fresco? ¿O acaso lo habían llevado allí a bordo de un avión? Entre los párpados entornados comenzó a observar al joven albino, el cual interrumpió su escritura y volvió los ojos hacia él. Sus miradas se encontraron. El albino sonrió.

Guten Morgen —fue el saludo que, para sorpresa de Miriaga, articuló el muchacho.

El capitán cerró los ojos de nuevo y recapacitó con calma. ¿Qué había dicho el muchacho? Unas palabras extrañas, que no sonaban a ruso. Guten Morgen. O mucho se equivocaba, o aquello era alemán. Una imagen surgida del nebuloso pasado alcanzó la memoria de Miliaga. Corría el año 1918 y él estaba en Ucrania, en su casa de madera con techumbre de barro, al estilo del país. Y en ella se alojaba un alemán pelirrojo, con gafas, que todas las mañanas, al salir del cuarto contiguo en camisa de dormir, decía a la madre del capitán, pronunciando el apellido al estilo alemán: Guten Morgen, Frau Miliaka.

El pelirrojo era alemán y, por tanto, hablaba en alemán. El mozalbete que tenía delante también hablaba en alemán, luego tenía que ser alemán (los años de servicio a las órdenes de los organismos oficiales habían enseñado a Miliaga a pensar con lógica). De ello se deducía que él, el capitán Miliaga, había sido apresado por los alemanes. ¡Ojalá hubiera sido otra la realidad! Pero era ésa, y (prescindiendo de que en aquel momento tuviera cerrados los ojos) había que mirarla cara a cara. Miliaga sabía por la prensa que los alemanes mostraban particular encarnizamiento hacia los comunistas y los funcionarios de la Institución, y la suerte había querido que él fuera ambas cosas, según lo certificaba el carnet del Partido (con las cuotas pendientes de pago desde el mes de abril, aunque nadie se iba a poner a hilar tan fino) que guardaba en el bolsillo de la guerrera.

Miliaga volvió a abrir los ojos y sonrió al albino como si se tratase de un agradable contertulio.

Guten Morgen, Herr —dijo Miliaga, añadiendo otra palabra rescatada del recuerdo, por mucho que no estuviera seguro de que su uso fuese oportuno.

El alférez Bukáshev, que entre tanto hacía esfuerzos por resucitar su vocabulario alemán, echó mano de una frase rudimentaria:

Kommen Sie, Herr.

«Sin duda me da a entender que debo acercarme», dedujo el capitán y tomó de paso buena nota de que, pues el alemán la empleaba, la palabra Herr debía de ser de todo punto utilizable.

Miliaga se puso en pie y se dirigió a la mesa, tras sobreponerse a un vahído. Mientras tanto, no había dejado de sonreír obsequiosamente al albino, el cual, sin corresponderle, dijo en tono seco:

Sitzen Sie.

Comprendió el capitán que lo invitaba a sentarse, pero no viendo, oteado el contorno, cosa alguna que guardase semejanza con silla o taburete, se limitó a expresar cortésmente su reconocimiento mediante una inclinación de cabeza acompañada de una aplicación de la mano a esa zona del pecho en que los seres normales tienen situado el corazón.

Lo siguiente (Namen?) no lo entendió el capitán que, sin embargo, comenzó a interrogarse acerca de cuál podía ser la primera pregunta formulada en el curso de un interrogatorio. Al comprender que probablemente se referiría al apellido del interrogado, se sumió en reflexión. Era imposible negar su vinculación con los organismos estatales y con el Partido. La primera quedaba atestiguada por su uniforme, y la segunda quedaría de manifiesto en cuanto lo registrasen. A su mente acudió la frase con que solía iniciar sus interrogatorios: «Una confesión sincera beneficiará su caso». Sabía por experiencia que ninguna confesión sincera había beneficiado nunca el caso de nadie, pero en ausencia de otras esperanzas aquélla parecía aceptable. Sin descontar tampoco la más remota de que, al ser el alemán un pueblo culto, quizá no recurría a los mismos procedimientos…

Namen? —repitió con impaciencia el alférez, que no estaba seguro de haber pronunciado correctamente la palabra—. Du Namen? Sie Namen?

Era preciso responder antes de que el albino se irritase.

Ich bin Kapitan Miliaga —se apresuró a contestar—. Miliaka, Miliaka, verstehen? —insistió el capitán, que no dejaba de saber su poco de alemán.

«Capitán Miliaka», escribió el alférez en su atestado como primer dato producto de su interrogatorio. Luego, y sin saber cómo preguntarle en qué rama del Ejército prestaba sus servicios, alzó la mirada hacia el prisionero. Pero éste, anticipándose, lo informó con diligencia:

Ich bin ist arbeiten, arbeiten, verstehen…? —Con ayuda de las manos, el capitán expresó una indefinida modalidad de trabajo que tanto podía aplicarse al de un hortelano como al de un aserrador—. Ich bin ist arbeiten… —Y, deteniéndose a pensar en qué forma podría designar su Institución, encontró, de pronto, una inesperada equivalencia—: Ich bin arbeiten in russich Gestapo.

—¿Gestapo? —El albino, que había interpretado a su manera las palabras del interrogado, frunció el ceño—. Du kommunisten fusilaben, paf-paf?

—Ja, ja —confirmó con sumo gusto el capitán—. Und kommunisten, und no kommunisten, todos fusilaben paf-paf. —Y el capitán, a esto, agitó la mano como si empuñase una pistola y se dedicara a dispararla.

A continuación quiso dar a entender a su interrogador que él, el capitán Miliaga, gozaba de gran experiencia en la lucha contra los comunistas, circunstancia que podía resultar provechosa para la Institución alemana, pero no encontraba la manera de expresar tan compleja idea.

En el atestado, el alférez había consignado entre tanto:

«En ocasión de sus servicios a la Gestapo, el capitán Miliaga ha dispuesto la ejecución tanto de comunistas como de personas sin filiación política…».

«A éste le descerrajo yo un tiro», se dijo Bukáshev, con el alma embargada por un creciente odio hacia aquel esbirro inicuo. Y con tal propósito iba ya a echar mano de la pistolera cuando recordó que su obligación era llevar a cabo el interrogatorio sin propasarse.

Wo ist su Verband acuarteladen?

El capitán miró al albino y sonrió según trataba de comprender, sin conseguirlo. Lo único que sacó en claro era que, al parecer, lo interrogaba acerca de cierta banda.

Was? —preguntó.

El alférez repitió la pregunta. No estaba seguro de haber construido la frase correctamente, y empezaba a perder la paciencia.

Tampoco esta vez comprendió Miliaga lo que se le decía, pero al advertir el enojo del albino, decidió poner su adhesión de manifiesto.

Es lebe genosse Hitler! —dijo, añadiendo una palabra de su cosecha a la jaculatoria—. Heil Hitler! Stalin kaputt!

El alférez suspiró. Aquel fascista era un verdadero fanático. Pero aquello no le impidió admirar los arrestos de un hombre que, camino de una muerte segura, vitoreaba a su caudillo. A Bukáshev le habría gustado, de caer prisionero, ser capaz de una conducta semejante. ¡Cuántas veces no se habría representado mentalmente cómo, para forzarlo a hablar, le clavaban agujas bajo las uñas; cómo laceraban su carne mediante el fuego, cómo grababan en su espalda la estrella de cinco puntas! Y todo, sin conseguir arrancar de él otra cosa que el grito de «¡Viva Stalin!». Pero no siempre, en estas fantasías, lo asistía la seguridad de ser capaz de reunir el coraje suficiente para soportar aquellas torturas. Y entonces se imaginaba cayendo en el campo de batalla con la misma exclamación entre los labios.

Deliberadamente impasible ante las absurdas interjecciones del alemán, el alférez continuó su interrogatorio recurriendo, para sus preguntas, a una jerga mixta de alemán y ruso, lengua, esta última, que el prisionero por fortuna parecía comprender un poco. De esta manera, y contra todo pronóstico, fue posible arrancarle algo de información.

El capitán había llegado a la conclusión que lo que el albino llamaba Verband no era, obviamente, otra cosa que la Institución a la que él, Miliaga, pertenecía.

—Allí —dijo, al tiempo que con un ansioso manoteo indicaba un lugar desconocido— ist Haus; nach Haus ist Chonkin. Verstehen?

Verstehen —respondió el alférez sin dejar traslucir que era Chonkin, precisamente, el objeto principal de su interés.

Con la frente arrugada a causa del dolor de cabeza y la tensión que experimentaba, Miliaga se aplicó de nuevo a su informe, seleccionando con dificultad las palabras.

Ist Chonkin und ein, zwei y drei… siete… sieben russich Gestapo… atados…, amarraden con una cuerda…, Bramanten… Verstehen? —y, mediante gestos, el capitán hizo por representar un grupo de hombres inmovilizados por una misma cuerda—. Und ein Flug, Aeroplanen —añadió, agitando los brazos como si de alas se tratase.

—¡Golondrina, golondrina! —Les llegó una voz procedente del compartimiento vecino—. ¿Se puede saber por qué no contestas, la madre que te parió?

El capitán Miliaga se quedó perplejo. Nunca habría imaginado que la lengua alemana tuviera tanto en común con la rusa. ¿O sería que…?

Sin embargo, la idea esbozada por el capitán no llegó a cobrar forma. Sintió un intenso dolor, como si el cráneo se le hubiera hendido, y una náusea le invadió la garganta.

Tragó saliva y dijo al albino:

Ich bin enfermo. Verstehen? La cabeza, mein Kopf bum-bum —explicó al tiempo que se golpeaba ligeramente el parietal con el puño para, luego, apoyar la mejilla en la palma—. Ich bin muy bye-bye.

Y sin esperar autorización, apenas capaz de tenerse en pie a causa de la debilidad, se encaminó con paso vacilante hacia su yacija, se tendió en ella y volvió a perder el conocimiento.