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Aunque el desmembramiento de la banda de Chonkin había sido confiado al regimiento, fue el general Drínov, comandante de la división, el que tomó a su cargo, a la vista de su importancia, la dirección conjunta de las operaciones.

El general Drínov había labrado su carrera de forma espectacular, y en un muy breve espacio de tiempo, de lo cual dará idea el hecho de que cuatro años antes no luciera más distintivo que una solitaria barra y estuviese a cargo de una compañía. Pero en cierta ocasión la suerte fue pródiga con él. En el curso de una conversación amistosa, el comandante de su batallón le confió su criterio de que, se dijera de él lo que se dijera, Trotski había sido el único y verdadero capitán general durante la guerra civil. Es posible que, aun sin expresar tales opiniones, aquel militar que hacía gala de tan buena memoria hubiera sido arrestado a su debido tiempo. Pero de haber seguido los acontecimientos ese curso, es dudoso que hubieran beneficiado en nada la carrera de Drínov. Mientras que, así planteadas, las circunstancias no podían ser más propicias al futuro general, que denunció al comandante del batallón al Lugar Apropiado y pasó, de tal manera, a ocupar su puesto.

A partir de ese momento, para Drínov todo comenzó a marchar sobre ruedas. Transcurridos dos años, y al incorporarse a la campaña contra los finlandeses blancos, había ya conseguido una tercera barra.

En el transcurso de esa campaña se hicieron manifiestas las dotes de mando de Drínov, el cual se distinguía por su capacidad para encontrar solución a las situaciones más complejas sirviéndose para ello de su propia iniciativa y, dicho sea de paso, de un don suyo para entre todas las posibles líneas de conducta elegir siempre la más torpe y disparatada. Esto no le impidió salir de todos los bretes tan airoso que, al llegar a Moscú, concluida la guerra contra Finlandia, eran ya cuatro las barras que ostentaba y lo distinguían como comandante, cuando el mismísimo abuelo Kalinin lo recibió en el salón de San Jorge del Kremlin y, tras pronunciar unas pocas palabras según le aferraba vigorosamente una mano entre las suyas, lo condecoró por méritos de guerra con la orden de la Bandera Roja.

Su ascenso a general databa de fechas muy recientes y se lo habían procurado sus relevantes dotes en el campo de las ciencias marciales, lo cual, dicho de otra manera, se refería a la orden que había dado a su personal, con ocasión de unos ejercicios, de utilizar proyectiles auténticos en las pruebas de cañoneo para imprimir el máximo realismo al supuesto táctico. Afirmaba que esta forma de instrucción sólo podía causar bajas entre los soldados incapaces de ponerse a cubierto, y una persona incapaz de ponerse a cubierto, en opinión de Drínov (amante, él mismo, de estar siempre a cubierto), no tenía el menor interés.

Mientras el regimiento ocupaba sus posiciones iniciales, los soldados que componían un batallón autónomo de zapadores redujeron a tablas la caseta de baños de algún desconocido y erigieron con ellas un refugio blindado semisubterráneo. En dicho lugar hizo acto de presencia el coronel Lapshin, quien, tras dar la contraseña al centinela que montaba guardia junto a la entrada, bajó los cuatro peldaños de madera que daban acceso al interior y tiró de la puerta, que había sido confeccionada con madera verde.

El habitáculo hedía a tabaco rancio, cuyo humo se arremolinaba en la atmósfera en penachos semejantes a los que suceden a un incendio. Una bañera de zinc, a buen seguro procedente de la desmantelada caseta de baños, campaba en mitad del refugio. Gruesas gotas fangosas que rezumaban de la techumbre caían en su interior.

En torno a una mesa improvisada con tablas que no habían conocido el cepillo del carpintero se arracimaba un grupo de hombres cubiertos con capotes. Por encima de las demás cabezas se mecía el gorro de piel de cordero al estilo del Cáucaso con que se tocaba Drínov.

—¿Da usted su permiso, camarada general? —saludó el coronel con el sosiego y familiaridad que sólo se permiten los que ostentan grados próximos, a la vez que, en breve ademán, acercaba la mano a la visera.

—¡Ah, eres tú, Lapshin…! —dijo el general al discernir entre el humo la figura del recién llegado—. Adelante, adelante. Todos tus hombres están aquí. Sólo faltaba su jefe.

Según se aproximaba más al grupo, Lapshin distinguió, aparte del general, a los comandantes de sus tres batallones: el de la plana mayor, el de la división de artillería y el del SMERSH,[14] un hombre diminuto y feo. Inclinados sobre la mesa, todos se aplicaban a definir un planteamiento estratégico, al tiempo que examinaban atentamente un esquema cuyas particularidades exponía con voz apenas audible un hombre que Lapshin no conocía, vestido con un impermeable de lona cuyo capuchón pendía a su espalda, y calzado con botas altas de piel de becerro que aparecían manchadas de barro hasta la rodilla. Su indumentaria apenas lo distinguía del resto de los reunidos, y sólo su gorro deforme denunciaba su condición de paisano.

—No se conocen ustedes —explicó el general, señalando al civil con un movimiento de cabeza—. El secretario del comité de distrito.

—Me llamo Rievkin —se presentó el secretario, tendiendo su fría mano.

—Yo, Lapshin —respondió el coronel.

—Y bien, Lapshin —intervino el general—, ¿qué noticias nos traes?

—El cabo primero Siril y el soldado Filiúkov acaban de regresar de su misión de reconocimiento —informó sin entusiasmo el coronel.

—Bueno, ¿y qué?

—Han traído un prisionero que puede informar.

—¿Y qué dice el prisionero? —se interesó vivamente el general.

—El prisionero no dice nada, mi general.

—¿Cómo que no dice nada? —replicó irritado el general—. ¡Obligadlo a hablar!

—Lo veo muy difícil, camarada general —replicó Lapshin con una sonrisa—. Está inconsciente. Los batidores le asestaron un culatazo demasiado fuerte al capturarlo.

—¡Vaya! —exclamó el general, a punto de enfurecerse, descargando el puño sobre la mesa—. Con la falta que nos hace la información, van y me acogotan de un culatazo a quien podría proporcionarnos datos de gran valor. ¿Quién iba en esa patrulla?

—Siril y Filiúkov, camarada general.

—¡Fusilad a Siril!

—Fue Filiúkov quien descargó el culatazo.

—¡Fusilad a Filiúkov!

—Filiúkov tiene dos hijos, camarada general —explicó el coronel en un intento por salvar a su batidor.

El general se puso rígido. Los ojos le centelleaban de ira.

—Me parece, coronel, que mi orden ha sido la de fusilar a Filiúkov, no a sus hijos.

El comandante del SMERSH, que sabía apreciar el sentido del humor, se sonrió. El coronel, tampoco exento de dicho sentido, se llevó la mano a la visera y, en tono sumiso, respondió:

—A la orden, camarada general. Filiúkov será fusilado.

—Bueno, parece que por fin nos hemos entendido —dijo complacida y siempre humorísticamente el general, cuya vena festiva se beneficiaba del hecho de que el reglamento militar obligase al coronel a acatar sus observaciones con un rotundo «¡A la orden!», prohibiéndole los regateos que se habría permitido, por ejemplo, una mujer en el bazar—. Acércate a la mesa —concluyó, ya en tono apaciguado.

Los comandantes se apartaron para hacer sitio al coronel.

Un plano aproximado de la aldea de Krásnoie y sus contornos, que cubría unas dos verstas de superficie, había sido trazado a lápiz sobre un gran pliego de papel Whatmann. Las casas estaban representadas por pequeños rectángulos, dos de los cuales, situados en el centro, mostraban cruces distintivas.

—Echa un vistazo. Éste —el general señaló a Rievkin— dice que aquí —su lápiz fue a apoyarse en una de las cruces— y aquí —pasó el lápiz a la segunda cruz— están los edificios de la administración y de la escuela. La opinión general es que, a causa de sus mayores dimensiones, es precisamente en estos edificios donde el adversario ha concentrado el grueso de sus fuerzas. Esto significa que el primer batallón debe partir de este punto y caer sobre este otro. —El general trazó una larga flecha comba cuya punta iba a hincarse en la manzana que representaba la oficina del koljós—. El segundo batallón tiene que atacar esta segunda posición. —Una segunda flecha alcanzó el edificio de la escuela—. Y el tercer batallón…

«Está bien —pensaba el coronel Lapshin según seguía las flechas con la mirada—. Lo de Filiúkov podrá arreglarse, seguramente. Lo esencial es saber decir “¡A la orden!” en el momento oportuno. Que luego se cumpla o no se cumpla, ya es otra cosa».