Retraída a su mínimo, la mecha de la lámpara de petróleo ofrecía una llamita endeble cuya mortecina luz apenas alcanzaba a iluminar la habitación.
Junto a la puerta, con el fusil sujeto entre las rodillas, Niura ocupaba el taburete. Rendidos por la fatiga del día, los prisioneros dormían en prieto montón sobre el suelo.
—¿Dónde has estado? —preguntó Niura con enojo, pero sin levantar la voz, para no despertar a los que dormían.
—Donde estaba, ya no estoy —respondió Chonkin, que, para no caer, se aferró a la jamba de la puerta.
—¡Y estás borracho! —exclamó ella con un lamento.
—Y estoy borracho —confirmó Chonkin, asintiendo al tiempo que esbozaba una sonrisa estulta—. No era para menos, Niura. Mañana nos trasladan a una nueva parcela.
—¡Qué me dices! —se admiró ella.
Con ayuda de dos dedos de la mano libre, Chonkin extrajo del bolsillo de la guerrera el escrito mediante el cual disponía el presidente una nueva entrega de alimentos, y se lo puso en las manos a Niura, quien lo acercó a la lámpara y se enfrascó en su lectura, en la que intervenían, también, los labios.
—Echate un poco y descansa, pero no vayas a dormirte —dijo ella confiriendo a su voz una entonación cariñosa.
—De acuerdo. Vete tú ahora a dormir y, cuando amanezca, te vienes a relevarme un rato.
Chonkin descargó a Niura del fusil, tomó asiento en el taburete y reclinó la espalda en el marco de la puerta. Sin desnudarse, Niura se echó en la cama de cara a la pared y, al poco, quedó dormida. En la habitación reinaba el silencio, quebrado tan sólo por los ruidos que durante el sueño producía el teniente ora con los labios, ora gimiendo brevemente, como un cachorro. Una polilla gris volaba en círculos por encima de la lámpara, alejándose unas veces de ella y estrellándose otras contra el cristal. La atmósfera era sofocante y estaba cargada de humedad. Poco más tarde, tras la ventana, una lluvia ligera comenzó a sacudir las hojas y tabalear en el tejado.
Para no dormirse, Chonkin se acercó al cubo que estaba en una esquina de la habitación y se mojó la cara. La aspersión lo hizo sentirse mejor. El sueño, sin embargo, volvió a asaltarlo apenas se sentó en el lugar de antes. Intentó aferrar con dedos y rodillas el fusil, pero la mano se aflojaba sin que él pudiera controlarla, y sólo a base de heroicos esfuerzos conseguía mantenerse erguido en el taburete. Repetidas veces, tras sorprenderse al filo del sueño, abrió desmesuradamente los ojos en un alarde de vigilia. El silencio y la calma, sin embargo, lo invadían todo sin otra disonancia que la lluvia, que caía con un susurro tras la ventana, y la producida por un ratón, aplicado impenitentemente a roer madera bajo el entarimado.
Fatigado, por último, de aquella lucha consigo mismo, Chonkin colocó la mesa ante la puerta para bloquear la entrada, apoyó en ella la cabeza y se abandonó a la fatiga. Fue el suyo, sin embargo, un sueño de sobresaltos, sembrado de visiones: Kuzmá Gládishov, el presidente, la Osa Mayor y un Jean-Jacques Rousseau retrocediendo a cuatro patas ante la vieja Dunia. Chonkin comprendió que Rousseau era su prisionero y que pretendía escaparse.
—¡Alto! —le ordenó—. ¿Adónde vas?
—Regreso —respondió con voz ronca Jean-Jacques—. Regreso a la naturaleza.
Dicho lo cual desapareció gateando entre unos arbustos.
—¡Detente! —gritó Chonkin aferrando a Rousseau por los escurridizos codos—. ¡Detente o disparo!
En aquel momento, el estupor de no oír su propia voz lo llenó de espanto. Pero también Jean-Jacques era víctima del miedo que Chonkin le inspiraba. Componiendo un semblante afligido, Rousseau comenzó a lloriquear y, con voz de niño consentido, rompió a decir:
—¡Quiero ir al retrete! ¡Quiero ir al retrete! ¡Quiero ir al retrete!
Chonkin abrió los ojos. Jean-Jacques se había levantado, cobrando el aspecto del capitán Miliaga y, desde el lado opuesto de la mesa, lo fastidiaba zarandeándolo con ambas manos, a pesar de las ligaduras, al tiempo que, en tono insistente, exigía:
—¡Eh, tú, pedazo de animal, despierta, que quiero ir al retrete!
Chonkin miró estupefacto a su encolerizado huésped sin conseguir determinar si aquella visión era hija del sueño o producto de la realidad. Comprendiendo, por fin, que se trataba de lo segundo, se desperezó, se levantó de mala gana, desplazó la mesa y, descolgando de un clavo el collar canino, farfulló:
—¡Siempre en el retrete, siempre en el retrete! ¿Es que no os bastan las horas del día? Pon el cuello.
El capitán inclinó la cabeza. Chonkin trabó el collar en el tercer agujero de forma que, sin ahogar a su portador, quedara suficientemente prieto. Luego, y tras comprobar mediante un tirón que la cuerda estaba bien afianzada, franqueó el paso al capitán.
—Anda, pero no tardes —le dijo.
Tras haberse enrollado al brazo el extremo libre de la soga, Chonkin se puso a pensar. Eran las suyas reflexiones sencillas. Si veía una mosca que corría por el techo, pensaba: «Mira, una mosca que corre». O se decía, al volver los ojos a la lámpara: «Mira, una lámpara que arde». Y se adormeció.
De nuevo vio, en su sueño, a Jean-Jacques Rousseau, que se apacentaba en el huerto de Gládishov. Chonkin gritó a éste:
—¡Eh, oye! ¡Ya ves que no es la vaca, sino Jean-Jacques, quien se comió tus camhasos!
Pero Gládishov le dedicó una sonrisa taimada, se levantó el ala del sombrero y dijo:
—Por los camhasos no te inquietes, pero abre bien los ojos, que ése se ha soltado y se te está escapando.
Chonkin se despertó con un sobresalto. Todo estaba en calma. Svintsov roncaba; la lámpara estaba encendida, y por el techo corría la mosca en dirección contraria a su trayectoria anterior. Chonkin tiró suavemente de la cuerda. El capitán seguía donde antes. «¿Andará estreñido o qué?», pensó al tiempo que entornaba los ojos.
Desaparecido Jean-Jacques no se sabía dónde, se hizo visible una mujer joven que regresaba del río cargada con un cesto de ropa blanca. Según caminaba, sonreía de tan luminosa manera que Chonkin la imitó sin querer, y no experimentó sorpresa alguna cuando ella, tras dejar su carga en el suelo, lo tomó en sus brazos y lo levantó con igual ligereza que si fuese una brizna de plumón. Luego, empezó a mecerlo y a canturrear:
Palomitas,
dulces palomitas
hasta tu cunita,
Vania, han volado…
—¿Quién eres? —le preguntó Chonkin.
—¿De verdad no me reconoces? —La mujer sonrió—. Soy tu madre.
—¡Mamá! —exclamó Chonkin según tendía hacia ella los brazos como para echársele al cuello.
Pero en ese momento surgieron de detrás de los arbustos unas palomas que vestían guerreras grises. Entre ellas distinguió Chonkin a Svintsov, al teniente Filíppov y al capitán Miliaga. Este último extendió las manos en dirección a Chonkin.
—¡Ése es! ¡Ése es! —chilló Miliaga, contraído el rostro por una sonrisa terrible.
Estrechando al hijo contra el seno, la madre rompió a gritar. Chonkin también deseaba gritar, pero no lo consiguió y, despertándose, se puso a mirar a todas partes como quien ve visiones.
Reinaban la calma y el silencio. La mecha baja de la lámpara difundía su luz mortecina. Los prisioneros dormían en el suelo. Niura también, de cara a la pared, en la cama.
Chonkin miró el reloj, que se había parado. Ignoraba durante cuánto tiempo había dormido, pero tenía la impresión de que no era poco. El capitán Miliaga, sin embargo, continuaba en el retrete, de lo cual era prueba la cuerda enrollada al brazo de Chonkin.
—Ya basta. ¿Hasta cuándo piensas estar ahí sentado? —dijo Chonkin como si dirigiera a sí mismo las palabras.
Y, para dejar bien claro que la cosa pasaba ya de la raya, tiró de la cuerda. Luego dejó transcurrir lo que consideró tiempo suficiente para subirse los pantalones y tiró de nuevo. No advirtió, sin embargo, reacción alguna al otro extremo. En vista de ello, hizo acopio de fuerzas y tiró con mayor ímpetu, a lo que la cuerda, si bien con alguna resistencia, comenzó a ceder.
—Venga, venga, no te hagas el remolón —masculló Chonkin según recogía más y más la soga.
En el corredor fueron por fin audibles unos pasos. Éstos, sin embargo, no se parecían a las leves pisadas del capitán. Eran ruidosos y rápidos, como si alguien que calzara pesados zapatos taconease agitadamente.
Asaltado por un terrible presentimiento, Chonkin tiró de la cuerda con toda el alma. La puerta de la calle se abrió violentamente, y en el interior de la isba, soñoliento y completamente cubierto de estiércol, con la perplejidad reflejada en el semblante, irrumpió Borka, el jabalí.