30

Por mucho que la ciencia afirme que el trabajo producido en condiciones de sometimiento no rinde, el empleo del personal de la Institución en el koljós Espiga Roja demostró, en la práctica, todo lo contrario. En los partes relativos a la cosecha de patatas remitidos a las distintas divisiones del comité del distrito empezaron a aparecer tales cifras que el propio Borísov se alarmó y llamó por teléfono a Gólubiev para rogarle que no se pasara de la raya cuando falseara datos. A esto respondió Gólubiev que él era incapaz de mentir a su propio gobierno y que los documentos no reflejaban sino la verdad. De regreso de la gira de inspección encargada por Borísov, Chmijálov, instructor del comité, informó de que los partes no contenían sino la estricta realidad, y de que había visto con sus propios ojos los acopios de patatas a que hacían referencia las declaraciones recibidas. La inverosímil producción, según le habían explicado en el koljós, respondía a un aprovechamiento integral de sus recursos humanos. Convencido por último, el comité del distrito cursó al diario local la orden de insertar un artículo que hiciese pública esta proeza agraria, que luego sería empleada como parangón. «Si Gólubiev lo ha conseguido —le escuchó decir más de uno—, ¿por qué no lo conseguís también vosotros?». Las noticias que hacían referencia al koljós presidido por Gólubiev no tardaron en alcanzar la capital de la provincia y, desde allí, también Moscú, donde alguien las repitió con ocasión de un discurso.

Poco tiempo después llegó a oídos de Gólubiev que a uno de los jerarcas del distrito se le había ocurrido la feliz idea de hacer llegar hasta el mismísimo camarada Stalin un informe concerniente a aquella cosecha de patatas, recogida antes de lo previsto. Iván Timoféievich comprendió entonces que estaba perdido sin remisión y, tras convocar a Chonkin a su despacho, sacó dos botellas del más puro vodka adulterado.

—Bueno, Iván —dijo, casi con alegría—, ahora sí que estamos hundidos.

—Pues ¿qué sucede? —indagó Chonkin con moderado interés.

Cuando Gólubiev se lo hubo explicado, Chonkin se rascó la nuca y, habiendo expresado la opinión de que en cualquier caso nada tenían ya que perder, le pidió que le asignase una nueva zona de laboreo. El presidente accedió, y prometió transferir el equipo de Chonkin a una parcela forrajera. El trato quedó cerrado, y al abandonar, con las últimas luces del día, el edificio de la administración, sólo con dificultad conseguían ambos hombres mantenerse en pie. Ya en el porche, el presidente se detuvo para cerrar la puerta. Chonkin, a su lado, hacía esfuerzos por guardar el equilibrio.

—Tú, Vania, eres una persona inteligente por demás —dijo con torpe lengua Gólubiev según trataba de localizar la cerradura al tacto—. A primera vista pareces tonto de remate, pero bien analizada, la tuya es una inteligencia de ministro. No tendrías que ser soldado raso; tú vales para mandar una compañía. Y, si me apuras, hasta un batallón.

—Vamos, y hasta una división —lo alentó con jactancia Chonkin que, con una mano apoyada en la baranda, se había puesto a orinar en el mismo porche.

—Bueno, eso de la división es disparar un poco lejos —dijo el presidente que, abandonada la búsqueda del cerrojo, se puso también a orinar.

—Pues dejémoslo en un regimiento —cedió Chonkin según se abrochaba.

No había advertido que estaba al borde de un peldaño, y esa distracción hizo que rodase estrepitosamente escaleras abajo.

Todavía en el porche y aferrándose a la baranda, el presidente esperó a que Chonkin se levantara. Pero no se levantaba.

—¡Iván! —llamó Gólubiev en la oscuridad.

Ninguna respuesta.

Para no caer, el presidente se tendió boca abajo en el suelo y, de esta forma, los pies por delante, salvó a rastras los escalones que separaban el porche de la plaza. Luego, a cuatro patas, avanzó por la hierba impregnada de relente palpándola sin detenerse hasta topar con Chonkin que, tendido de espaldas y ampliamente separados los brazos, respiraba con la profundidad y la placidez características del sueño. Gólubiev gateó un poco más y se dejó caer en posición transversal sobre el cuerpo de Chonkin.

—Iván.

—¿Eh?

—¿Estás vivo? —indagó el presidente.

—No lo sé —respondió Chonkin—. ¿Qué tengo encima?

—Debo de ser yo —dijo Gólubiev, no sin antes haberlo reflexionado un poco.

—Y tú, ¿quién eres?

—¿Que quién soy?

Estaba a punto de ofenderse cuando, al sondear la memoria, se dio cuenta de que en realidad no sabía exactamente quién era. Pero un esfuerzo le permitió recordar su nombre.

—Soy Gólubiev, Iván Timoféievich Gólubiev.

—¿Y qué tengo encima?

—Soy yo el que está encima de ti.

—¿Y no puedes apartarte de ahí? —interrogó Chonkin sin demasiado interés.

—¿Apartarme de aquí?

Gólubiev intentó ponerse a cuatro patas, pero los brazos no lo sostenían y cayó, de nuevo, encima de Chonkin.

—Espera un momento —dijo el presidente—. Ahora, cuando yo me levante, tú me empujas con las piernas. Sí, ¡pero no me las metas en los morros, hijo de tu madre! En el pecho las has de apoyar. Eso es.

Cuando Chonkin consiguió al fin quitarse a Gólubiev de encima, quedaron tendidos el uno junto al otro.

—Iván —dijo el presidente tras un silencio de moderada duración.

—¿Qué?

—Que tendríamos que irnos, carajo.

—Pues vámonos.

Iván se puso en pie, pero sólo consiguió sostenerse así unos momentos para, luego, caer nuevamente.

—Hazlo como yo —aconsejó Iván Timoféievich, que se había puesto otra vez a cuatro patas.

Chonkin lo imitó, y los dos amigos partieron en dirección desconocida.

—Bueno, ¿qué tal? —se interesó el presidente, transcurrido cierto tiempo.

—Muy bien —respondió Chonkin.

—Hasta te diría que se camina mejor así —comentó Gólubiev convencido—. Tiene la ventaja que, si uno se cae, no se parte la crisma. Jean-Jacques Rousseau decía que el hombre tiene que ponerse a cuatro patas y regresar a la naturaleza.

—Y ese Jean-Jacques, ¿quién era? —Chonkin pronunció con esfuerzo el extraño nombre.

—¡Yo qué carajo sé! Un francés, me parece…

Y, sin más transición, tras haber inhalado aire hasta abombar el pecho, rompió a cantar:

De una puerta a otra puerta en la aldea danzaban

las columnas de polvo que alzara el caballo al pasar.

Chonkin aportó a continuación:

Y, tañidas, lloraban sus notas las cuerdas

que otro tanto no vimos jamás.

—Iván —dijo Gólubiev, cobrada repentinamente la memoria.

—¿Qué?

—¿He cerrado la oficina o no?

—¿Y qué carajo me preguntas a mí? —respondió Iván con indiferencia.

—Hay que volver.

—Pues volvamos.

Aunque el frío relente dejase un tanto yertas las manos, y quedaran los pantalones impregnados de él en las rodillas, gatear resultaba agradable.

—¡Iván!

—¿Qué?

—Vamos a cantar un poco más.

—Vamos a cantar —dijo Iván, para atacar, seguidamente, la única canción que conocía:

Cabalgaba el cosaco por el valle,

por las tierras del Cáucaso marchaba…

El presidente lo secundó:

Cabalgaba el cosaco por el valle,

por las tierras del Cáucaso marchaba…

Chonkin inició la siguiente estrofa:

Cabalgaba por un huertecillo verde…

Pero en aquel momento le acudió a la cabeza una idea que lo hizo interrumpirse.

—Oye —preguntó al presidente—, ¿tú no tienes miedo?

—¿De quién?

—De mis detenidos.

—¿Y por qué iba a tenerles miedo? —replicó con desenfado el presidente—. Lo primero es que me voy a ir al frente. Y lo segundo es que a tus detenidos yo…

Y a eso Gólubiev añadió la forma reflexiva de un verbo que a un extranjero, desconocedor de las sutilezas de la lengua rusa, le podría haber dado a entender que el presidente mantenía relaciones íntimas con los miembros de la Institución. Pero Chonkin, que no era extranjero, comprendió muy bien lo que, en sentido figurado, quería decir Gólubiev.

A continuación, el presidente mentó una serie de organizaciones estatales, sociales y del Partido y, tras ellas, un buen número de personas que ocupaban puestos directivos, con las que, en sentido figurado, mantenía también relaciones.

—Iván —dijo Gólubiev, como si algo hubiera acudido repentinamente a su memoria.

—¿Qué?

—¿Adónde vamos?

—A la oficina, parece ser —contestó Iván sin seguridad.

—¿Y dónde está la oficina?

—¿Y qué carajo sé yo?

—Espera un momento; me parece que nos hemos equivocado. Es preciso orientarse.

El presidente se tendió sobre la espalda y comenzó a buscar en el firmamento la Estrella Polar.

—¿Qué te ha dado ahora? —preguntó Chonkin.

—No me distraigas —dijo Iván Timoféievich—. Primero hay que encontrar la Osa Mayor. Y ahí mismo, a dos pasos, está la Estrella Polar. Y donde esté la Estrella Polar estará el Norte.

—¿Y la oficina está en el Norte? —indagó Chonkin.

—No me distraigas.

El presidente se encontraba tendido boca arriba en el suelo. Las estrellas estaban cubiertas en parte por las nubes, y el resto, que representaba, con todo, una cantidad considerable, parecía multiplicarse ante los ojos por dos, por tres y hasta por cuatro. El Norte, a juzgar por sus posiciones, se encontraba en todas partes, lo que no dejaba de acomodar al presidente, pues le permitía gatear en cualquier dirección.

Mientras Gólubiev se ponía de nuevo a cuatro patas, Chonkin, que había avanzado un trecho considerable mientras tanto, fue a dar de cabeza repentinamente contra algo duro, y extendió ante sí las manos para identificarlo por el tacto.

Se trataba de una rueda de un vehículo, sin duda el que habían utilizado los tipos de gris cuando llegaron con ánimo de detenerlo. Esto significaba que el edificio de la administración debía de estar allí mismo. La apreciación era justa. Nada más rodear el camión y tras cubrir, a gatas, una breve distancia, chocó contra una pared que, en la oscuridad, ofrecía una nebulosa blancura.

—¡Timoféievich! —llamó Chonkin al presidente—. Creo que he dado con la oficina.

El otro llegó gateando a su encuentro y, tras palpar el rugoso muro, dijo:

—Qué, ¿te das cuenta? —Su satisfacción era patente—. ¡Y luego me preguntarás para qué sirve la Estrella Polar! Ahora, vamos a buscar. Tampoco la cerradura puede estar lejos.

Unas veces chocando entre sí y otras emprendiendo gateos en diversas direcciones, ambos hombres se dedicaron durante cierto tiempo a palpar el muro.

—Eh, Timoféievich —dijo Chonkin de pronto, como recapacitando—. La cerradura, digo yo, debe de estar donde esté la puerta, y la puerta, donde esté el porche.

Tras reflexionar un poco, el presidente se mostró de acuerdo con la conclusión.

No con ánimo de hacer fácil irrisión de los borrachos sino, exclusivamente, de poner una verdad de manifiesto, conviene decir que, aun después de haber dado con la puerta, Chonkin y el presidente estuvieron no poco rato a vueltas con ella. Como dotado de vida propia, el candado se le escapaba a Gólubiev una y otra vez de las manos para infligirle dolorosos golpes en la rodilla, hasta el extremo de que si se hubiera encontrado sobrio, la cosa le habría costado, sin duda, la pierna. Pero ya se sabe que Dios vela siempre un poco por los que andan entre dos luces.

El regreso lo hicieron cada cual por su camino. De qué forma consiguió Chonkin dar con el camino de su casa es algo que constituye un misterio; sólo cabe pensar que los vapores del alcohol se le disiparan un poco durante su excursión a cuatro patas.

Al trasponer la portilla, Chonkin percibió un rumor de voces masculinas que conversaban por lo bajo más allá del huerto y, unido a ella, un fulgor de cigarrillos encendidos.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —gritó.

La lumbre de los cigarrillos se extinguió. Chonkin, de pie, aguzaba los sentidos. Sin embargo, en aquel momento no se oía ningún sonido, y tampoco se ofrecía nada a la vista.

«Debe de ser cosa de la bebida; una alucinación», se dijo más tranquilo según entraba en la isba.