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El trabajo dignifica al hombre. Cosa que, naturalmente, depende del hombre de que se trate.

Ante el nuevo lance que les deparaba el destino, los prisioneros de Chonkin reaccionaron de maneras diversas. Unos, los que consideraban que cualquier trabajo es bueno, mostraron indiferencia. Otros llegaron incluso a alegrarse: sin duda, pasar el tiempo al aire libre resultaba más agradable que consumirlo en el interior de una isba donde el ambiente era enrarecido y abundaban las chinches. El teniente Filíppov soportaba con entereza la prueba, pero no por ello silenciaba su oposición a las transgresiones que hacía Chonkin del derecho internacional en lo tocante al trato debido a los prisioneros de guerra (a los jefes y oficiales, decía el teniente, no se los puede ocupar en trabajos mecánicos).

En Svintsov la nueva situación surtió efectos enteramente inesperados. El súbito enfrentamiento con las sencillas tareas campesinas, bien conocidas desde la niñez, despertó en él un repentino e inexpresable deleite que lo llevaba a trabajar más que nadie, hasta el agotamiento. Ni sacar las patatas, ni meterlas, después, en los sacos, ni transportarlas, por último, hasta el camino, procuraba a Svintsov fatiga bastante para aplacarlo. Después de la cena extendía el hombre su capote en el suelo y se entregaba a un sueño letárgico del que no despertaría hasta la mañana siguiente. Ello no impedía que fuera el primero en levantarse y que, a continuación, se pusiera a esperar con impaciencia la nueva salida al campo.

El capitán Miliaga acogió poco menos que con satisfacción, al menos al principio, el nuevo sesgo que habían tomado las cosas, considerando que, con ello, Chonkin se calificaba plenamente para recibir la más cumplida de las recompensas. Una frecuente imagen en los sueños del capitán era la de su persona en el acto de someter a Chonkin a un interrogatorio propiciado por la tortura. Los finos labios de Miliaga se distendían entonces para formar una sonrisa vengativa. Sin embargo, con las últimas jornadas, un terrible desasosiego había hecho presa en el capitán, que experimentaba un sentimiento muy semejante al que despertó en Chonkin, el primer día de guerra, el convencimiento de no significar nada para nadie. Con la diferencia de que mientras Chonkin no había creído nunca seriamente en su condición de imprescindible, no se podía decir lo mismo del capitán Miliaga. El hecho, pues, de que nadie, transcurrido tanto tiempo, hubiera sido enviado en su ayuda le suscitaba no poca inquietud. ¿Qué podía haber sucedido? ¿Acaso había caído ya la ciudad de Dolgov en manos de los alemanes? ¿Estaría tal vez la Institución disuelta desde hacía tiempo? El encargo de ocupar a su personal en una zona de laboreo, ¿lo habría recibido Chonkin de las altas esferas? Miliaga trataba en vano de encontrar una respuesta a este sinfín de «acasos». Hasta que, un hermoso día, en el cerebro del capitán cobró forma una decisión: había que huir. Huir a toda costa. Y empezó a fijar su atención en Chonkin, a estudiar sus hábitos e inclinaciones. Porque conocer al enemigo es condición previa a toda victoria. El capitán observó también el terreno circundante. Pero, siendo éste llano, escapar sin riesgo de ser abatido por un disparo resultaba difícil. En cuanto a escapar con dicho riesgo, era cosa que, por el momento, no lo atraía. Entonces comenzó a madurar en su mente un plan de audaz concepción y distinta naturaleza.