Al despertarse a la mañana siguiente, bajo los efectos de una jaqueca, y según acudían a su memoria, confusos, los acontecimientos de la noche anterior, Gólubiev se negaba a darles crédito. «No puede ser —se decía—. Yo seré un caso perdido, pero no puedo haber hecho semejante cosa. O lo he soñado o es una quimera surgida de la embriaguez».
De todas formas, y a pesar de estas alegaciones, no acudió a su trabajo el presidente, quien, manifestándose enfermo, envió a su esposa a la oficina para que se enterase de lo que ocurría. La esposa regresó al poco y reprodujo las palabras de Shikálov, según las cuales todo se había desarrollado conforme a su encargo de dar ocupación al equipo de Chonkin en una de las zonas de laboreo. Gólubiev gimió para sus adentros. Sin embargo, la información había sido transmitida en tal forma que a él mismo se le antojó de todo punto normal (¿y por qué no iba a serlo?). Al fin, un tanto apaciguado, el presidente se vistió, tomó su desayuno, se encaminó a la cuadra, sacó el caballo y, tras montarlo, marchó a inspeccionar la situación.
El equipo de Chonkin (el presidente había acabado por llamarlo así) se afanaba con todos sus efectivos en un extenso campo destinado al cultivo de patatas. Mientras cuatro hombres escarbaban en busca de los tubérculos, dos los iban cargando en sacos, y un último par (el capitán Miliaga y el teniente Filíppov) transportaba aquéllos hasta el borde del camino; una vez allí, los amarraba. Chonkin, con el fusil en las rodillas y aire perfectamente tranquilo, estaba sentado encima de una vieja sembradora abandonada junto al sendero, y supervisaba indolentemente el trabajo sacudiendo la cabeza de vez en cuando para no dormirse.