Gólubiev, presidente del koljós, se encontraba en su despacho revisando documentos de trabajo, con el hastío habitual. El sol de la tarde proyectaba tras la ventana, alargadas en el suelo, sombras de casas, de árboles, de vallas, de personas y de perros. Todo ello suscitaba en él pensamientos melancólicos aunados a un vivo deseo de recurrir a la botella, cosa que no había hecho desde la víspera.
El día anterior había ido, en la capital del distrito, a ofrecerse voluntario para el frente, y se había aplicado, por espacio de más de una hora, a convencer a la pelirroja que tallaba a los hombres de que tener los pies planos no era razón bastante para quedarse, hecho un pasmarote, en la retaguardia. Tras levantar la voz a la mujer, tras adularla, había intentado incluso seducirla, sin demasiado entusiasmo por lo demás. Comenzaba ella a mostrar menos resistencia cuando, al palparlo con sus largos y finos dedos bajo las costillas, se llevó, horrorizada, las manos a la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si tiene el hígado dos veces más grande de lo normal! ¿Bebe usted, acaso?
—Alguna que otra vez —respondió Gólubiev apartando la mirada.
—Es preciso que lo deje —dictaminó ella con decisión—. ¿Le parece bien mostrar semejante indiferencia hacia su propia salud?
—Me parece mal —reconoció Gólubiev en tono conciliador.
—¡Como que es, ni más ni menos, una barbaridad! —continuó ella.
—En efecto —convino Gólubiev—. Y dejaré la bebida. De hoy no pasa.
—Muy bien, de acuerdo —dijo ella, más dulcificada—. Dentro de dos semanas lo someteremos a una nueva revisión, y si el comité del distrito no tiene nada en contra, podrá usted incorporarse.
Concluida la conversación, Gólubiev regresó a casa. Al pasar ante la taberna, el caballo hizo un alto, como de costumbre, a pesar de lo cual, y tras fustigarlo brevemente con los extremos de las riendas, el presidente continuó su camino. De eso hacía día y medio, sin que, entre tanto, Gólubiev hubiera bebido ni tan siquiera una gota. «Sí —se decía en aquel momento, mirando con expresión satisfecha la ventana—, se diga lo que se diga; no es fuerza de voluntad lo que me falta».
En el campo visual del presidente apareció en aquel instante Chonkin. Cruzando la plaza, se encaminó hacia la oficina portador de un objeto de forma cilindrica y contornos redondeados, que la experta mirada de Iván Timoféievich identificó de inmediato. Una botella. El presidente tragó saliva y contuvo la respiración como si así pudiera hacerlo menos audible, menos visible. Ya en el edificio de la administración, Chonkin subió los escalones que conducían al porche, haciendo sonar pesadamente las botas. Gólubiev dispuso los papeles que ocupaban la superficie de la mesa en posiciones todavía más correctas y confirió a su rostro una expresión oficial. En la puerta sonó una llamada.
—Sí —dijo el presidente según alargaba el brazo para procurarse un pitillo.
Chonkin entró en el despacho, hizo un saludo y se quedó junto a la puerta mudando de uno a otro pie el peso del cuerpo.
—Entra, Vania, no te quedes allí —invitó el presidente, que no apartaba los ojos de la botella—. Pasa y siéntate.
Chonkin se acercó con paso indeciso a la mesa y tomó asiento en el borde de la silla, que crujió bajo su peso.
—Anda, Vania, no te muestres cohibido —animó el presidente con voz alentadora—; siéntate normalmente, con todo el culo.
—No importa; así estamos bien —respondió Chonkin, a quien la confusión había hecho hablar de sí mismo en plural.
Chonkin no dejaba de agitar en la silla aquella parte de su cuerpo a la que el presidente había hecho tan delicada referencia, pero no osaba adentrarse más en el asiento.
En el despacho se hizo a continuación un largo y pesado silencio. Gólubiev miraba con interés a su visitante, pero éste parecía haberse tragado la lengua. Vencida su agitación, acertó a decir, por último.
—Bueno, la cosa es que…
Y, tras enrojecer por el esfuerzo realizado, no sabiendo ya cómo proseguir, enmudeció.
—Entiendo —dijo el presidente sin esperar más—. No hay por qué ponerse nervioso, Vania. Procedamos por orden y dime cuál es el motivo de tu visita. ¿Quieres fumar? —propuso, empujando hacia Chonkin un paquete de cigarrillos Kazbek (la marca Delhi la había abandonado tiempo atrás).
—No me apetece —rechazó Chonkin. Sin embargo, tomó un pitillo, que prendió por el extremo emboquillado, arrojó al suelo y aplastó con el tacón.
—Bueno, la cosa es que… —comenzó de nuevo Chonkin y, con súbita resolución, plantó la botella frente a Gólubiev golpeando sonoramente la mesa—. ¿Quieres un trago?
El presidente miró la botella y se relamió. Luego dedicó a Chonkin una mirada en la que brillaba la desconfianza.
—¿La invitación es como buenos camaradas o en plan de soborno?
—En plan de soborno —confirmó Chonkin.
—Entonces, mejor dejarlo —decidió Iván Timoféievich, apartando la botella cautelosamente en dirección a Chonkin.
—Pues si es mejor dejarlo, lo dejamos —se avino sin dificultad Chonkin, que tomó la botella y se puso en pie.
—Espera —pidió con un amago de inquietud el presidente—. ¿Y si el asunto que te ocupa es algo que, después de todo, tiene solución? Luego podríamos beber, no en plan de soborno, sino como buenos amigos. ¿Qué te parece?
Chonkin puso la botella en la mesa y se la acercó a Gólubiev.
—Bebe —invitó.
—¿Y tú?
—Yo también beberé. Sirve.
Media hora más tarde, menguado ya considerablemente el contenido de la botella, Chonkin y Gólubiev se encontraban en términos de íntima amistad, fumaban pitillos Kazbek, y el presidente se sinceraba a propósito de su enojosa situación.
—Si ya antes estaban difíciles las cosas —decía—, imagínate ahora, Vania, cuando se han llevado los hombres al frente y no quedan sino mujeres. Claro que también ellas constituyen una fuerza considerable, especialmente en un sistema como el nuestro, aunque no siempre es así. Ahí tienes el caso del herrero que me movilizaron: ¿qué mujer lo va a remplazar, si ni las más fuertes pueden con un martillo grande y en la aldea no queda una que esté sana? La que no está embarazada está criando, y la que no, con cualquier tiempo, sol o lluvia, anda sentida de los riñones. «Me mata; este tiempo me mata», te dicen. Y de todo esto la superioridad no se hace cargo… Se limitan a exigir: ¡todo por el frente, todo por la victoria! Y siempre reprendiendo con gritos. Cuando hacen una visita a la aldea, gritos. Cuando llaman por teléfono, gritos. Grita Borísov, grita Rievkin. Y cuando el comité provincial se pone al habla con uno, resulta que tampoco allí saben abrir la boca sin gritar. Y ahora te pregunto yo, Iván: ¿crees tú que es posible vivir así? Ésa es la razón de que haya pedido que me envíen al frente. Allí o a la cárcel, o a los cuernos de la luna. Cualquier cosa es buena con tal de quitarse este koljós de encima. Que se lo quede quien quiera. ¡Yo estoy harto! Sin embargo, Vania, te mentiría si te dijese que no me gustaría, aunque sea a última hora, enderezar siquiera un poco los asuntos del koljós para dejar un buen recuerdo, ¿sabes? Pero, mira, no lo consigo.
El presidente agitó la cabeza con aire abatido y, de un solo trago, se metió medio vaso de aguardiente casero entre pecho y espalda. Chonkin siguió su ejemplo. El diálogo estaba entrando en un terreno beneficioso para él, y era preciso no desperdiciar la ocasión.
—Si es eso lo que te aflige —dijo, como al desgaire—, yo puedo ayudarte.
—¿Ayudarme tú? ¡No sé cómo…! —Gólubiev rechazó la idea con un manotazo.
—Puedo hacerlo —insistió Chonkin, según llenaba los vasos—. Anda, bebe. Cuento con los detenidos. Mañana, si quieres, los saco al campo a trabajar al rayar el día y te aran el koljós de un extremo al otro.
Un estremecimiento sacudió a Gólubiev, que, alejándose de Chonkin, le acercó el vaso. Luego le dedicó una larga mirada atónita meneando la cabeza.
—No, Vania —respondió apesadumbrado—, no puedo meterme en eso. Porque, palabra de comunista, les tengo miedo.
—¿Miedo de ellos? ¡Dios mío, qué tontería! —exclamó Chonkin separando las manos en señal de sorpresa—. Tú dame un campo llano donde pueda vigilarlos sin perder a nadie de vista, y el resto corre de mi cuenta. Claro que, si no te interesa, puedo llevármelos a cualquier otro koljós. En cualquier lugar nos recibirán, en estos momentos, con los brazos abiertos. Por otra parte, yo no te exigiría compensación alguna. Con un poco de comida tres veces al día me conformo.
Disipada la alarma inicial, Gólubiev reflexionó acerca de la cuestión. Considerada en términos generales, la propuesta era atractiva. Sin embargo, el presidente todavía vacilaba.
—Los clásicos del marxismo —dijo sin convicción— aseguran que el trabajo que se realiza en condiciones de esclavitud da escaso provecho. Aunque, hablando en conciencia, Vania, no está el koljós para hacerle ascos, por reducido que sea el beneficio. En fin, echemos otro trago.
Transcurrido cierto tiempo, Chonkin salió del despacho del presidente, un tanto bamboleante el paso a causa del vodka y del ánimo enaltecido. En el bolsillo izquierdo de la guerrera llevaba un pedazo de papel en el que, escrito con mano ebria y caligrafía sinuosa, se podía leer: «Jefe de equipo, camarada Shikálov: Acepte como temporeros a los miembros del equipo del camarada Chonkin, que sentará en plantilla con la categoría de oficiales». En el mismo bolsillo guardaba Chonkin un segundo escrito. Disponía éste que, a título de anticipo, se entregase a los miembros de su equipo raciones de alimentos suficientes para una semana.