El prender en pleno al personal que integraba la plantilla de la Institución en el distrito no le había supuesto a Chonkin grandes dificultades. Éstas, en su aspecto básico, no surgieron hasta más tarde.
Es cosa sabida que, con ciertos intervalos de por medio, toda persona tiene la costumbre de dormir, y que durante el sueño deja de mantenerse en estado de vigilia, cosa de la que puede sacar partido cualquiera que tenga interés en ello. Niura comenzó a sustituir a Chonkin en las guardias, lo cual llevaba a cabo no sin apuros, por un lado porque nadie la relevaba en sus obligaciones como responsable del correo y, por otro, porque las tareas domésticas también quedaban a su cargo.
A lo anterior se sumó el hecho de que los representantes de la Institución, al igual que los demás mortales, experimentaban necesidades fisiológicas que debían satisfacer varias veces al cabo del día. Además, y por alguna razón desconocida, estos apremios no se les presentaban a todos a la misma hora, cosa que no provocaba excesivos problemas cuando Niura estaba en casa. En tales ocasiones, Chonkin acompañaba al que sufría la premura mientras ella vigilaba a los demás. Pero cuando Niura se encontraba ausente o dormía, algo había que hacer para que no escapasen los que no experimentaban la necesidad, aunque todos estuviesen maniatados. Al principio, Chonkin había optado, cuando se presentaba el caso, por trasladar en bloque a todos los hombres. Luego, sin embargo, ideó otro procedimiento: amarró a un viejo collar para perros encontrado en el henil una recia cuerda, y el problema quedó resuelto de una vez y para siempre. El que experimentaba un apuro no tenía más que presentar el cuello para que le ciñesen el collar. Esto hecho, quedaba libre de movimientos en lo que daba de sí la cuerda, lo cual era bastante, habida cuenta que el retrete empleado en invierno estaba a un paso de allí, en la cuadra, separado del cuerpo principal de la casa sólo por un pasillo angosto. (Los testigos dieron fe más tarde de que cuando se asomaba uno a la ventana para echar un vistazo, la escena que en el interior se ofrecía a la vista era siempre la misma: Chonkin sentado en el taburete junto a una puerta cerrada a medias sosteniendo en una mano el fusil y, en la otra, una cuerda que mantenía tensa y arrollada a la muñeca).
Pero no acababan ahí las dificultades, pues también se puso de manifiesto que los miembros de la Institución gustaban de saciar el apetito no menos que el resto de sus paisanos, con lo cual las ya de por sí escasas reservas de alimentos que poseía Niura experimentaron una drástica merma. En un principio, ella soportó con firmeza las penalidades de la situación, tan semejante a un servicio de armas, pero cierto día, su paciencia se agotó.
Niura regresaba a su casa a la hora habitual. El sol iba ya declinando hacia el horizonte, pero el anochecer estaba aún distante. Junto a la puerta encontró a Chonkin sentado en el taburete, como siempre, con la espalda reclinada en la jamba y las piernas extendidas ante sí. Los prisioneros ocupaban una esquina de la habitación. Cuatro de ellos formaban un grupo y echaban en el suelo una animada partida de cartas, mientras un quinto hombre esperaba su turno para ser admitido en el juego. Otros dos dormían compartiendo una vieja chaqueta acolchada, propiedad de Niura, que les servía de almohada. El octavo hombre permanecía sentado en el banco mirando con aire nostálgico la ventana, tras la cual se encontraban el río, el bosque y la libertad.
Nadie, excepto Chonkin, dedicó la menor atención a Niura. Y, aun así, tampoco él le dirigió la palabra; se limitó, alzada la cabeza, a examinarla con una larga mirada compasiva. Sin despegar los labios, Niura arrojó la cartera hacia algún lugar del zaguán, salvó el obstáculo que presentaban las piernas extendidas de Chonkin y se asomó al interior del horno, de donde extrajo un puchero de hierro colado que no contenía más que una patatita asada sin mondar. Niura volteó el pequeño tubérculo en la mano y, tras lanzarlo con violencia al otro extremo de la habitación, rompió a llorar. Tampoco aquello movió a nadie a sorpresa. El capitán Miliaga, que se encontraba de espaldas a Niura, fue el único que reaccionó de alguna manera al preguntar a Svintsov, sin ganas de volverse:
—¿Qué sucede ahí atrás?
—Es la mujer, que está llorando —explicó Svintsov, según la contemplaba con cierto grado de lo que cabría llamar compasión.
—¿Y por qué llora?
—Tiene hambre —dijo Svintsov con aire sombrío.
—Que no se preocupe. Pronto le daremos de comer —prometió el capitán al tiempo que descartaba una sota de rombos.
—Eso, por descontado —confirmó Svintsov arrojando las cartas para retirarse al rincón.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con sorpresa el capitán.
—Que estoy harto de jugar —respondió Svintsov.
Y, tras echar el capote en el suelo, se tendió encima de él y así se quedó, fija la mirada en el techo de la habitación.
Un vago y mal definido sentimiento, que lo turbaba hasta el extremo de arrebatarle la calma, había ido apareciendo lentamente en aquel oscuro paraje que era el alma de Svintsov. Este sentimiento era el que recibe el nombre de remordimiento de conciencia, pero, no habiendo experimentado en toda su vida nada semejante, no conseguía identificarlo. (Con anterioridad no había mostrado hacia el ser humano otra actitud que la que pueda observarse en relación con un tronco maderable: si le ordenaban reducirlo a pedazos con una sierra, él lo hacía; si no se lo ordenaban, no lo rozaba siquiera).
Pero, despierto en cierta ocasión en mitad de la noche, se había visto asaltado por el siguiente pensamiento: ¿cómo había podido ocurrir que aquel Svintsov, que era un campesino sencillo e incapaz de causar daño a nadie, se hubiera convertido en un desalmado asesino?
De haber sido hombre de cultura, Svintsov habría encontrado la explicación que buscaba en un examen de la historia. Pero el caso era que carecía de formación y que, una vez alertada, su conciencia no había vuelto a adormecerse y, con sus remordimientos, no le concedía ya descanso.
Mientras Svintsov yacía en su rincón, sus camaradas no dejaban de ocuparse de Niura.
—A lo mejor —dijo Yedriénkov— teme que, cuando estemos libres, la torturemos.
—Es posible —reconoció el capitán Miliaga—, pero hace mal en poner en duda nuestra humanidad. Nosotros no utilizamos con las mujeres los «métodos especiales». Salvo —añadió después de una reflexión— con las que se aferran a sus errores.
—Sí —se lamentó Yedriénkov—, lástima de la chica. Le van a caer, si es que no la fusilan, no menos de diez años. Y la vida es dura para una mujer en los campos de internamiento. Cuando no la solicita el director, la solicita el carcelero…
—¡A ti sí que te voy a solicitar yo la cabezota con esto! —estalló Niura al tiempo que alzaba en el aire el pucherillo de hierro.
—¡Eh, eh, un poco más de tiento! —exclamó el teniente Filíppov, que se había alarmado—. Soldado Chonkin, ordénele que deje ese cacharro en su sitio. Según estipula la convención de Ginebra, los prisioneros de guerra deben recibir un trato humanitario.
El teniente era un consumado ordenancista que aprovechaba cualquier ocasión para ponerle a Chonkin por delante la cosa aquella de Ginebra según la cual, al parecer, a los cautivos había que darles buena comida y bebida y ropa de calidad, y además era preciso comportarse con ellos amablemente. También a Chonkin le habría gustado vivir así, sólo que ignoraba la forma de conseguir que lo trataran con arreglo a lo estipulado en Ginebra.
—Déjalo y no le hagas caso, Niura —recomendó—. Además, abollarías el puchero. Anda, sostenme esto un momento, que yo vuelvo en seguida.
Y, tras entregar el fusil a la joven, se dirigió rápidamente al zaguán, de donde regresó con un vaso de leche y un pedazo de la torta negra desmigajada que durante el día había amasado y cocido especialmente para Niura a base del salvado que servía para alimento de Borka.
Niura partió la torta con los dientes. Las lágrimas que le rodaban por las mejillas iban cayendo, entre tanto, en el vaso de leche.
Según la miraba con expresión de lástima, Chonkin pensó que era preciso hacer algo. A la carga que con su presencia procuraba a Niura había añadido ahora la de aquella partida de gente. De no haber sido ella tan buena, y tan tonta además, ya lo habría plantado en la calle junto con los otros. ¿Qué haría con ellos, de ocurrir eso? ¿Dónde iban a meterse? En las horas que sucedieron inmediatamente a la captura, Chonkin había pensado que no podía estar lejos el momento en que alguno de sus jefes, dondequiera que fuese, se acordara de él. O, admitido el hecho de que hubieran podido olvidarse de un soldado raso, era de esperar que la desaparición de todos los componentes de una organización del distrito despertase el interés de algún alto mando, y ello diese lugar a que alguien se personara en la aldea para averiguar lo ocurrido.
Pero nada de eso había sucedido. Pasaban los días, uno tras otro, y todo continuaba quieto y tranquilo, como si nada hubiera sucedido. Aparte de los boletines del Sovinformburó,[13] Tiempos Bolcheviques, el diario local, no publicaba más que sandeces. De la desaparecida Institución, ni una palabra. De lo cual sacó Chonkin la conclusión de que la gente no ve más que lo que tiene delante de los ojos, y que todo lo demás le pasa inadvertido.
—Niurka —dijo Chonkin, tomada ya su decisión—, quédate tú vigilándolos mientras yo estoy fuera. No tardaré en volver.
—¿Adónde vas? —preguntó Niura sorprendida.
—Luego te lo digo.
Tras disponer correctamente bajo el cinto los pliegues de la guerrera y pasarse un trapo por las botas, Chonkin salió a la calle y, al cruzar el zaguán, echó mano de un frasco de casi un litro de capacidad. Y se encaminó directamente a casa de la vieja Dunia.