Habían transcurrido varios días desde la desaparición del servicio que dirigía el capitán Miliaga sin que nadie del distrito advirtiera su ausencia. No se trataba, empero, de la pérdida de cualquier bagatela sin importancia, sino del extravío de una Institución de mucho peso, que ocupaba entre todas las demás un lugar predominante; una Institución, en suma, con la que era imposible no tropezar si se daba un solo paso. Lo cierto, con todo, es que se había perdido. El caso no motivó ni una expresión de extrañeza por parte de la gente, la cual continuaba viviendo, trabajando, naciendo y muriendo a espaldas de los órganos competentes, limitándose a dejar que las cosas siguieran su curso natural.
Es imposible fijar cuánto tiempo se habría prolongado tan disparatada situación de no haberse visto el camarada Rievkin, primer secretario del comité del distrito, asaltado paulatinamente por la sensación de que, por así decirlo, algo faltaba a su alrededor. Esta extraña situación iba adquiriendo mayor intensidad y, clavada en él como una de esas astillas que se introducen en la piel, se le hacía presente dondequiera que Rievkin se encontrase: en la oficina del comité, en las convenciones de obreros ejemplares, en las sesiones del Soviet del distrito, e incluso, en el propio domicilio. Incapaz de interpretar correctamente aquel estado de ánimo, perdió el apetito y se tornó distraído hasta el extremo de haberse vestido en cierta ocasión unos calzoncillos encima de un pantalón afollado. Y de tal guisa se habría dirigido a su trabajo de no ser por Motia, la mujer que le servía de chófer personal, que lo detuvo mediante una observación atinada.
Así las cosas, cierta noche, cuando yacía en su cama fumando un cigarrillo tras otro, fija la vista en el techo, Aglaia, su esposa, que ocupaba el otro lado del lecho, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, Andréi?
La inesperada pregunta hizo que Rievkin, que creía dormida a su mujer, se atragantase con el humo.
—¿Por qué lo dices? —indagó él, tras carraspear.
—Estos últimos días te has mostrado nervioso; tienes mala cara, no comes y no paras de fumar. ¿Se te ha presentado algún problema en el trabajo?
—No —respondió—; todo anda en regla.
—¿Te sientes bien de salud?
—Perfectamente.
Ambos guardaron silencio.
—De comunista a comunista, dime, Andréi —continuó, desasosegada, la mujer—, ¿no será que algo te trastorna el ánimo?
Rievkin había conocido a Aglaia hacía más de diez años, en la época en que ambos colaboraban en la colectivización. Ella contaba entonces veinticinco años, era miembro del Komsomol y estaba dotada de una mirada que despedía centellas. Lo que de ella cautivó a Rievkin fue que se pasara los días y las noches cabalgando valerosa e infatigablemente de uno a otro extremo del distrito a la busca de kulaks y saboteadores que desenmascarar. Su pequeño pero firme corazón no conocía la clemencia para con los enemigos, que en aquel entonces eran deportados en gran número hacia las tierras frías. No siempre había comprendido Aglaia aquel criterio humanitario del Partido que no permitía aniquilar a todas aquellas gentes donde se las encontrase. En la actualidad, era directora de una guardería infantil.
La pregunta formulada hizo, que Rievkin se sumiera en la meditación. Apagado un cigarrillo, encendió otro.
—Sí, Glasha —dijo, tras reflexionar—; me parece que tienes razón. La verdad es que algo me trastorna el ánimo.
De nuevo guardaron silencio.
—Si tú mismo te das cuenta de que tu ánimo anda trastornado —dijo la mujer en tono quedo e inexorable—, es tu deber hacer una confesión ante el Partido.
—Sí, ése es mi deber —reconoció Rievkin—. Pero ¿qué será de nuestro hijo? Apenas tiene siete años…
—No te preocupes. Yo lo educaré para que sea un auténtico bolchevique. Haré que olvide hasta tu nombre.
Aglaia ayudó a su marido a hacer la maleta, pero, por razones ideológicas, rehusó pasar con él en la misma cama el resto de la noche.
Por la mañana, cuando llegó Motia, la conductora, Rievkin le ordenó que lo llevase en coche al Lugar Apropiado, pues no se había dirigido allí a pie en los últimos tiempos y no se veía capaz de encontrar el camino.
Para gran sorpresa suya, Rievkin no encontró en el Lugar Apropiado al Personal Apropiado. No había allí centinelas ni personal de servicio, y las grandes hojas pintadas de verde de la puerta principal mostraban un sólido candado. Rievkin llamó y también hizo sonar los nudillos en la puerta accesoria, esforzándose por atisbar en las ventanas del primer piso. Nadie.
«¡Qué extraño! —pensó Rievkin—. ¿Cómo puede ser que no haya nadie en semejante Institución?».
—Pues este candado lleva ahí una semana por lo menos —dijo Motia como si le hubiera leído el pensamiento—. Deben de haberlos puesto en la calle hace tiempo.
—No se dice puesto en la calle, sino depuesto —corrigió Rievkin severamente, y ordenó a la mujer que lo condujese al comité del distrito.
Durante el trayecto pensó que, en rigor, sólo el término deposición era aplicable a la desaparición de un organismo tan serio. Pero, de ser eso lo sucedido, ¿por qué nadie lo había puesto al corriente? Y, por otra parte, ¿era imaginable que se suprimiera, especialmente en tiempo de guerra, una Institución de la que dependía el Estado para protegerse de sus enemigos internos? ¿No sería más lógico atribuir dicha supresión a las turbias maniobras de los mismos enemigos que, a buen seguro, intensificaban ahora su actividad?
Una vez cerrada tras sí la puerta de su despacho, Rievkin estableció contacto telefónico con los comités de varios distritos vecinos, y por medio de cautelosos interrogatorios supo que el Lugar Apropiado subsistía en todas partes sin modificación alguna y funcionaba de forma plenamente activa. Esta noticia no alivió su alarma. La situación se le antojaba ahora más confusa que nunca. Se imponía organizar una investigación urgente.
Rievkin descolgó el auricular y pidió que lo pusieran con el capitán Miliaga.
—No contesta —lo informó la telefonista.
Fue entonces cuando Rievkin comprendió lo absurdo de la llamada: de haber existido Miliaga, telefonearlo no habría tenido sentido. Pero, considerando el problema desde otra perspectiva, ¿cómo esclarecer la inexplicable desaparición de todos los representantes del Lugar Apropiado, si este complejo asunto era, precisamente, de la competencia del Personal Apropiado?
«Es necesario —se dijo— regular la existencia de dos Instituciones en cada distrito. De esta manera, mientras la primera cumple sus funciones, la segunda cuidará de que nada le ocurra a la primera».
Rievkin consignó esta idea en una hoja de su agenda de sobremesa, y en eso estaba cuando se le hizo patente un segundo pensamiento: «Pero ¿quién cuidará de esa otra Institución? Esto quiere decir que sería necesario crear una tercera Institución, y después una cuarta, y así hasta el infinito. Pero en tal caso, ¿quién se ocuparía de todos los quehaceres de la vida cotidiana?». La cosa quedaba en una especie de círculo vicioso.
El apremio hacía inviable una larga reflexión. Era preciso actuar.
Rievkin envió al mercado a su chófer, con el encargo de que prestase oído a los comentarios de las mujeres. Poco tiempo después regresaba Motia para informarlo de que, a decir de las amas de casa, la Institución se había desplazado en pleno a la aldea de Krásnoie para prender a un desertor. La pista había sido establecida. Rievkin volvía a sentirse sosegado; aquella incongruente sensación de antes había desaparecido, como una astilla que le hubiesen extraído con pinzas.
El secretario hizo una llamada telefónica a la aldea de Krásnoie; contestó Gólubiev (que, al parecer, había vuelto en sí). Al preguntar Rievkin dónde se encontraba la patrulla que había salido en aquella dirección, respondió:
—Pues… está en poder de Chonkin y su amante.
De un lado porque la audición era deficiente, y de otro porque resultaba inconcebible que ningún Chonkin con ninguna amante hubiera podido apresar de una sola vez a toda la plantilla del Lugar Apropiado, lo cual no era lo apropiado, le pareció a Rievkin que, en lugar de «Chonkin y su amante» Gólubiev había dicho «Chonkin y su banda».[12]
—Y esa banda suya —quiso saber Rievkin— ¿cómo es? ¿Nutrida?
—Bueno, qué le diría yo… —Gólubiev se interrumpió para evocar la imagen de Niura—. Bastante bien nutrida, sí.
Antes, casi, de que Rievkin hubiera podido devolver el auricular a su horquilla, por el distrito comenzaron a circular rumores de muy oscuro color que daban cuenta de que operaba por los alrededores la banda de Chonkin, y era ésta numerosa y estaba bien armada.
En lo concerniente a la personalidad del tal Chonkin, las habladurías eran de lo más contradictorio. Unos decían que era un criminal fugado de la cárcel en compañía de varios camaradas. Otros aseguraban que se trataba de un general zarista que, tras haber vivido refugiado en China aquellos últimos años, se había introducido con propósitos beligerantes en la Unión Soviética y formaba ahora un ejército fabuloso al que de todas partes afluían gentes descontentas con el régimen.
Refutando las dos versiones anteriores, unos terceros sostenían que tras el apellido Chonkin se ocultaba el propio Stalin, que huía de los alemanes. Explicaban que su guardia estaba compuesta exclusivamente por georgianos, pero que había tomado por esposa a una mujer rusa de humilde cuna. Estos relatos afirmaban también que, a la vista de cómo andaban las cosas en el distrito, Stalin había montado en cólera y, tras convocar ante su persona a los responsables de un sinnúmero de jefaturas, había hecho recaer sobre ellos, acusados de sabotaje, duros castigos. Por orden suya, concretamente, habían sido detenidos y fusilados en el acto con su jefe, el capitán Miliaga, a la cabeza, todos los representantes del Lugar Apropiado.
Estas últimas noticias se las llevó Tsilia Stálina a su marido. Las había oído en la cola del petróleo.
—¿Has oído lo que se dice, Moisha? —preguntó al hombre, que se encontraba junto a la ventana fijando con clavos unas medias suelas—. Según la gente, un tal Chonkin ha fusilado a aquel gentil conocido tuyo.
—Sí, ya lo he oído —respondió Moiséi Solomónovich tras sacarse los clavos de la boca—. Era un joven interesante. Lo he sentido mucho por él.
Tsilia, que había ido a encender el hornillo, volvió sobre sus pasos.
—¿Qué crees tú, Moisha? —conjeturó con aire agitado—. ¿No podría ese Chonkin ser judío?
—¿Chonkin? —replicó el marido con estupor—. A mí me parece un apellido ruso.
—¿Ruso, Chonkin? —Tsilia miró a su esposo como si se tratara de un necio—. ¡Ja! ¡No será a mí a quien convenzas! Pues ¿qué habríamos de decir, entonces, de Rivkin y Zuskin?
Y, de nuevo junto al hornillo, se puso a pronunciar de diferentes maneras y para sí el apellido Chonkin, meneando dubitativamente la cabeza.
Con ánimo de contrarrestar en alguna medida aquellos rumores de feo cariz, en su sección titulada «Curiosidades», el diario local, Tiempos Bolcheviques, insertaba una serie de extrañas noticias. Por ejemplo, la que hablaba de un tritón que, preservado durante cinco mil años entre los hielos, había vuelto a la vida cuando lo sometieron a la acción del calor, y otra que se refería a cierto cerrajero de la ciudad de Cheboxari, genio popular que había conseguido escribir en un grano de trigo el texto completo de un artículo de Gorki titulado «¿Con quién estáis vosotros, maestros de la cultura?». Pero como los rumores no dejaban de propagarse, el diario abrió en sus páginas, en un esfuerzo por orientar en otra dirección el interés del publico, un debate cuyo lema era: «¿Son necesarias las reglas de urbanidad?». Bajo este epígrafe escribía Neuzhélev, conferenciante del comité del distrito, que la mundialmente histórica victoria de la Revolución de octubre había traído a nuestro inmenso país no sólo la abolición del poder de capitalistas y terratenientes sino, además, la de las antiguas formas de moral y comportamiento, que habían sido sustituidas por otras nuevas, reflejo de los radicales cambios ocurridos en las relaciones sociales. Rasgo primordialmente distinto de estas nuevas normas era su actitud inequívoca frente al concepto de clases. La sociedad creada por la victoria del socialismo, escribía el conferenciante, no tenía cabida para las reglas burguesas de urbanidad, con su contenido del principio de vasallaje de unas personas respecto de otras. Expresiones tales como señor, muy señor mío, su seguro servidor, etcétera, habían desaparecido definitivamente como fórmulas de tratamiento. La palabra camarada, que empleamos al dirigirnos los unos a los otros, es un exponente no sólo de la igualdad que se concede a los distintos grupos de ciudadanos sino, también, de la que existe entre hombre y mujer. Juntamente con lo que antecede, también rechazamos los asomos de nihilismo en las relaciones entre los miembros de nuestra sociedad de obreros. Aseveraba Neuzhélev que, sin perjuicio de los nuevos principios, ciertas normas tradicionales de conducta debían, a pesar de todo, conservarse en el ámbito de nuestra convivencia socialista. Por citar un ejemplo, era obligado en los transportes públicos (que, dicho sea de paso, no existían aún en Dolgov) ceder el asiento a los inválidos, a las personas de edad avanzada, a las mujeres en estado y a las que iban cargadas con niños. Los hombres debían anticiparse en el saludo a las mujeres, pero esperar a que fueran ellas quienes tendieran la mano. Tenían la obligación de cederles el paso y, en lugares cerrados, de descubrirse. A buen seguro, no era imprescindible besar la mano a las damas, pero sí, de todo punto, mostrarse atentos y considerados con los compañeros de trabajo y con los vecinos. Lo cual, de forma automática, excluía como intolerables reminiscencias del pasado la grosería burda y la palabra soez. Otra acción que tampoco nadie debía permitirse era la de tocar instrumentos musicales después de las once de la noche.
Tras enumerar una serie de ejemplos negativos, el autor concluía su artículo con la reflexión de que la cortesía recíproca era fundamental para una buena disposición de ánimo de la que, en última instancia, dependía la productividad de nuestro trabajo. Y como la victoria en el frente dependía a su vez de nuestro trabajo en la retaguardia, la conclusión que podía sacarse era una y bien evidente.
Este artículo impresionó vivamente a algunos ciudadanos. De ellos, en esa época, destacaban dos en Dolgov, personas ambas harto singulares. A causa de los muchos años transcurridos, nadie recuerda ya su nombre, su condición ni su ocupación. Los que llevan largo tiempo asentados en la vecindad cuentan que se trataba de dos individuos excéntricos que, tocados en verano con sombreros de paja y en invierno con grises gorros de piel de cordero, como los que se estilan en el Cáucaso, se daban cita en la plaza de la Colectivización y recorrían con paso lento la travesía del correo para, llegados a la explanada del mercado, desandar el trayecto. Durante esos paseos realizaban, con bisbiseos y cautelas, charlas sobre temas de máxima actualidad. El hecho de que en el apogeo de la guerra se encontrasen fuera del servicio activo y en Dolgov hace pensar que su edad excedía la reglamentaria para el reclutamiento.
A últimas horas del día en que apareció en el diario el artículo de Neuzhélev, los dos pensadores, tras acudir a su habitual cita de la plaza, se saludaron con ademanes que insinuaban la voluntad de quitarse el sombrero.
—Pues ¿qué me dice usted de eso? —preguntó sin preámbulo alguno el Primer Pensador, al tiempo que volvía la cabeza a la izquierda, a la derecha, atrás, a la izquierda de nuevo y otra vez a la derecha, hasta cerciorarse de que no eran seguidos ni escuchados.
El Segundo Pensador no preguntó al otro a qué se refería. La prolongada y mutua frecuentación les había enseñado a comprenderse mediante meras insinuaciones.
Después de repetir a su vez, y como si se tratara de un ritual, los giros de cabeza al a izquierda, a la derecha y atrás, el Segundo Pensador dijo:
—De eso no vale la pena ocuparse. Con algo han de llenar las páginas de los diarios…
—¿Es eso lo que piensa usted? —indagó el Primero entornando los ojos con aire astuto—. ¿Que ya no saben qué escribir? Los alemanes se han apoderado del Báltico, de Bielorrusia y de Ucrania, y están a las puertas de Moscú; en el distrito todo anda, también, hecho un desastre: las cosechas por recoger; el ganado, sin pienso; la banda de un tal Chonkin gobernando a su antojo en no sé qué lugar de la comarca… ¿Y va usted a decirme que el periódico local no encuentra mejor tema para sus columnas que el de los buenos modales?
—No vale la pena ocuparse de eso —repitió el Segundo Pensador—. ¡Una chaladura que le ha dado a un conferenciante cualquiera…!
—¡Ahí es donde se equivoca usted! —dijo con un chillido de júbilo el Primer Pensador.
Era aquélla la frase favorita del hombre; en todos los debates con su contertulio sólo esperaba, transido el corazón, el momento de poder insertar su «¡Ahí es donde se equivoca usted!».
—No me equivoco en lo más mínimo —replicó el contertulio con un gruñido de disgusto.
—Le aseguro que se equivoca. Créame usted; yo conozco bien este régimen. Aquí no le dan a nadie chaladuras sin una orden de las altas esferas. Las cosas son a un tiempo más complejas y más sencillas. Lo que ocurre —dijo en voz más baja, tras mirar a su alrededor— es que por fin se han dado cuenta de que sin un regreso a los antiguos valores, la guerra está perdida.
—¿Por haber dejado de besar la mano a las damas?
—¡Así es, así es! —chilló el Primer Pensador—. Por esa razón, precisamente. Usted no comprende las cosas elementales. La guerra que ahora vivimos no se libra entre dos sistemas, sino entre dos civilizaciones. Y la superviviente será aquélla que se muestre a mayor altura.
—Pero ¡qué barbaridad! —exclamó el Segundo Pensador, que se había quedado de una pieza—. Eso es un disparate. En cierto momento de su historia, los hunos…
—¿A qué me sale usted ahora con los hunos? ¡Acuérdese de Alejandro!
¡Y allí fue buena! Que si los hunos, que si Alejandro Magno, que si la guerra contra los filisteos, que si las Cruzadas, que si la marcha de Aníbal a través de los Alpes, que si la batalla de Maratón, que si la gesta de Ismael, que si el paso de la línea Maginot…
—¡No lo comprende usted! —agitaba las manos el Primer Pensador—. Hay una diferencia capital entre Verdún y Austerlitz.
—¿Qué quiere usted demostrarme con su Austerlitz? Mejor haría en volver los ojos a Trafalgar.
—¡Vuélvalos usted!
De esta forma, de la plaza al mercado y del mercado a la plaza, agitando las manos, deteniéndose, alzando la voz para bajarla de nuevo, los dos hombres desarrollaban por espacio de horas sus debates. Sus opiniones no llegaban a un punto de coincidencia, pero ambos inhalaban aire fresco, lo cual, como es sabido, resulta muy saludable. Luego, al separarse bien rebasada la medianoche, se mantenían ambos largo tiempo despiertos según daban vueltas en la memoria a los pormenores de la conversación. En tales ocasiones, uno y otro pensaban: «Pues mañana iré y le diré que…».
El artículo sobre los buenos modales también impresionó considerablemente a otros ciudadanos. En una polémica nota titulada «¿Y por qué no?», y después de rendir el debido tributo al nuevo enfoque social que suprimía el concepto de clases, una vieja maestra de escuela afirmaba que el besar la mano a las damas no sólo era una acción permisible, sino necesaria. «Se trata —escribía— de un gesto hermoso, elegante, caballeresco». Y la caballerosidad, según sus palabras, era característica inalienable de todos los hombres soviéticos. En una viva y pronta réplica a la maestra, titulada «¡Ellas nunca tienen bastante!», Terenti Knish, maestro de matarifes, se preguntaba qué sentido podía tener para un obrero el besarle la mano a una dama. ¿Y si la dama en cuestión no se había lavado las manos o, peor aún, tenía sarna en ellas? «No —escribía Knish—; discúlpenme, pero, con la franqueza que caracteriza a la clase obrera, les diré que, a menos que me enseñen un certificado médico, no pienso besarles a ustedes la mano». El poeta Serafim Butilko, persona, como las anteriores, asentada en la comarca, intervenía, por su parte, con una larguísima composición poética que, titulada «Veo del comunismo los lejanos horizontes», no guardaba relación alguna con el tema del debate.
A la clausura de la controversia, tras expresar su agradecimiento a cuantos habían tomado parte en ella y reconvenir un tanto, por sus extremadas posturas, a la maestra y a Knish, el diario exponía como conclusión que la misma existencia de tan dispares puntos de vista en relación con el tema debatido era, de por sí, testimonio de la vigencia y seriedad de la cuestión suscitada por Neuzhélev, la cual no podía ser rechazada a la ligera ni admitía soluciones simplistas.
Mientras el diario distraía la atención pública, las autoridades del distrito, una vez recogidos y confrontados los rumores en sus múltiples versiones, habían llegado, como más verosímil, a la conclusión de que Chonkin era el comandante de una patrulla de paracaidistas alemanes infiltrada en el distrito para sabotear la organización laboral de la retaguardia y preparar el terreno para un ataque del Ejército germano.
Sin saber cómo afrontar la situación, los altos cargos del distrito recurrieron precipitadamente a las autoridades de la provincia, y éstas, a su vez, a los mandos militares. La desarticulación de la banda de Chonkin (del «llamado Chonkin», como se decía en los documentos oficiales secretos) fue confiada a una unidad de tiradores separada al efecto de un envío de tropas al frente.
Un crepúsculo gris apagaba sus últimas luces cuando, ganadas las inmediaciones de la aldea tras observar todos los requisitos del camuflaje, el regimiento cercaba Krásnoie. Dos de los batallones cubrieron ambos lados del camino mientras un tercero se atrincheraba a lo largo de los huertos. La barrera natural constituida por el río Tiopa defendía el cuarto y último flanco.