Seco el camino al concluir el día, el caballo transportaba velozmente al capitán hacia lo desconocido. Impulsado por un exceso de energías, el animal acometía el trote en ocasiones, pero el capitán lo refrenaba, deseoso de dilatar el inesperado paseo.
Miliaga se sentía de mejor talante. Recorriendo tranquilamente con la mirada ambos lados del camino se embebía del paisaje, al que el crepúsculo confería tonos oscuros, como si se tratase de algo singular. «¡Ah —se dijo—, qué hermosa puede ser la naturaleza en esta tierra nuestra! ¿En qué otro país se encontrarían pinos, abetos y, en general, árboles como éstos?». Miliaga no había visitado en toda su vida otras tierras, pero su patriotismo congénito le inspiraba la convicción de que no se daba en ningún otro lugar vegetación digna de interés. «¡Magnífico! —exclamó, lleno de contento, según se llenaba de aire los pulmones, impregnados de humo de tabaco—. Seguro que el porcentaje de oxígeno es aquí superior al del despacho». En los últimos tiempos se había pasado en la oficina los días y las noches haciéndose todo el daño posible a sí mismo y a la patria. Nunca había destacado por su diligencia, y siempre había aspirado a la mediocridad al entender que, en un imaginario campo de batalla, es tan peligrosa la posición del que se mantiene en vanguardia como la del que se rezaga. En la vida de un militante afiliado al servicio a que pertenecía el capitán se presentan ocasiones angustiosas que vienen caracterizadas por un triunfo de la legalidad. En el curso de su carrera, Afanasi Miliaga se había visto dos veces enfrentado con tal suerte de percance. En ambas ocasiones lo alcanzó la dicha no sólo de sustraerse a la purga que, del primero al último, había recorrido todos los peldaños de la escala jerárquica, sino de verse ascendido, con lo cual de celador principal había pasado a director de una delegación de distrito. Esto lo animaba a contemplar el futuro con moderado optimismo, sustentando la esperanza de sobrevivir a un próximo triunfo de la legalidad.
Sumido en estas reflexiones, no advirtió la llegada de la noche. Cuando por fin entró en Krásnoie, la oscuridad era ya total. Al detenerse ante la primera casa del pueblo oyó el capitán tras su portilla la voz un tanto airada de una mujer, que decía:
—Que el demonio te lleve, Borka. ¿Vas a entrar de una vez en casa o prefieres que coja la vara?
Se oyó a modo de respuesta un gozoso gruñido que dio lugar a que el capitán, siguiendo lo que era en él inveterada costumbre, procediese a un análisis del caso para, consideradas todas sus circunstancias, llegar a la conclusión de que Borka no era un ser humano.
—Muchacha —dijo el capitán en la oscuridad—, ¿podría informarme de en qué lugar de la aldea se encuentra nuestro equipo de trabajo?
—¿Qué equipo de trabajo es ése?
—Usted ya me entiende —respondió pudibundo Miliaga.
Silencio tras la portilla del huerto. Luego, la misma voz femenina preguntó con cautela:
—¿Y quién es usted, si se puede saber?
—El exceso de información hace que se envejezca antes de tiempo —bromeó en respuesta el capitán.
—Sus hombres están aquí, en la isba —dijo la joven, vacilante, tras reflexionar.
—¿Puedo entrar?
La joven titubeó, y de nuevo indecisa, contestó:
—Entre usted.
El capitán saltó hábilmente a tierra, amarró el caballo a la verja y se situó ante la portilla.
Tras motejar a Borka de parásito, la mujer (joven, según había podido determinar el capitán a pesar de la oscuridad) abrió la puerta y le franqueó el paso.
El oficial se internó en un zaguán oscuro, en cuyo interior topó brevemente con objetos que tintineaban, y siguió, luego, por un pasillo cuya pared palpó con la mano.
—La puerta está a la derecha —dijo la joven.
El capitán hizo girar la manija, entró en lo que debía de ser una habitación y entornó los ojos. Una lámpara de petróleo de mediana potencia ardía sobre una mesa. Cuando se hubo habituado a su luz distinguió a sus subordinados, que, en número de siete, se encontraban reunidos en la estancia. Cinco de ellos ocupaban un banco dispuesto paralelamente a la pared. El teniente Filíppov, apoyada en el puño la mejilla, dormía en el suelo, mientras el séptimo hombre, Svintsov, yacía boca abajo en una cama profiriendo tenues quejidos. En el centro de la habitación, sentado en un taburete, había un soldado, las hombreras de cuya guerrera mostraban ribetes de color celeste. Sostenía en la mano un fusil con la bayoneta calada. Al ver al recién llegado, el soldado se volvió con presteza y lo apuntó con el arma.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el capitán con tono severo.
—No grites —respondió el soldado—. Vas a despertar al herido.
—¿Quién eres tú? —El capitán alzó la voz al tiempo que echaba mano de la pistolera.
El soldado abandonó el taburete de un brinco y, acercando la bayoneta al vientre del capitán, le ordenó:
—¡Arriba las manos!
—Ya te daré yo a ti arriba las manos —dijo el capitán, a la vez que sonreía y se desabrochaba la pistolera.
—¡Mira que te la hinco…! —lo previno el soldado.
Y al encontrar sus ojos, en los que brillaba una mirada de ferocidad implacable, comprendiendo que aquél era un mal asunto, el capitán alzó las manos lentamente.
—Niurka —dijo el soldado dirigiéndose a la muchacha, la cual se había mantenido todo el tiempo de pie junto a la puerta—, cógele el revólver y échalo en la saca.