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Sucedió hacia el fin de la jornada de trabajo. Sin noticia alguna de la patrulla enviada en busca del desertor, el capitán Miliaga comenzaba a ponerse nervioso. Kapa, su secretaria, se había pasado dos horas enteras al teléfono hostigando a las operadoras.

—Bueno, ¿qué? —El jefe se asomaba una y otra vez tras la puerta del despacho.

Kapa encogía con aire culpable sus pequeños y frágiles hombros, como si fuera ella la responsable de aquel estado de cosas, para luego, pacientemente, accionar una vez más la manivela del aparato.

Diez minutos antes de concluir el trabajo, Kapa se puso a arreglarse el peinado, si bien no estaba segura de que valiera la pena. Si el jefe la hacía entrar en el despacho, quedaría despeinada de todas formas. Pero a buen seguro que aquel día no iba a requerir su presencia. Con la desaparición del grupo de mastuerzos encabezado por Filíppov, estaba claro que no se preocuparía por ella.

A las siete en punto, un timbrazo agudo sonó encima de la puerta. Kapa se puso en pie con un impetuoso brinco y, meneando el trasero algo más que en circunstancias normales, entró en el despacho del capitán, al que obsequió, al colocarse frente a él, con una sonrisa extraprofesional.

El capitán, sonriendo a su vez, le propuso, en vista de que no quedaban otros miembros del personal, ni podía él en tales momentos abandonar la Institución, que diese ella un paseo hasta la aldea de Krásnoie.

—Ahí hay un caballo que no se sabe a quién pertenece. Si quieres, puedes cogerlo —dijo.

—Es que no sé montar —explicó tímidamente Kapa.

—Entonces, ve corriendo. Eres joven. Siete kilómetros, para ti, no son nada.

—Pero ¿qué dice usted, Afanasi Petróvich? —se ofendió Kapa—. ¿Cómo voy a internarme yo por esos barrizales?

—Te pones unas botas de caucho y ya está —respondió el capitán—. Sólo tienes que hacer el camino de ida; el de regreso será con los demás, en el camión. Aunque me inclino a pensar que te cruzarás con ellos a mitad de camino.

Kapa intentó objetar de nuevo, pero el capitán le dedicó una sonrisa gélida y, después de llamarla por su apellido (lo cual denotaba extrema irritación por su parte), le explicó con brutal sencillez que, prescindiendo de su condición de empleada voluntaria, el servir en una institución militar la obligaba en tiempo de guerra a cumplir las órdenes puntual, exacta y obedientemente, cosa que ella había suscrito con su propia firma al ocupar el puesto.

Trémulos los labios, Kapa contestó «¡A la orden!», y salió volando del despacho, con lágrimas en los ojos. Camino de su casa, adonde se encaminó a la carrera en busca de las botas de caucho, juró con los más terribles votos que no habría ruegos ni amenazas (ni siquiera la del despido) capaces de hacerla acostarse de nuevo con aquel hombre insensible encima de la desvencijada y harapienta pesadilla manchada de tinta que era el diván de su despacho.

No pudo Kapa, de todas formas, dar cumplimiento a lo que se le había ordenado. Su marido, director de la industria lechera local, asaltado desde hacía tiempo por la sospecha de que su mujer lo engañaba, le montó una escena de celos y la encerró en el trastero.