Eran las siete y avanzaban en formación desplegada por la ancha y única calle de la aldea. El octavo hombre del grupo era Vólkov, el contable, que, muy rezagado, caminaba lentamente lanzando furtivas miradas por las esquinas, como si temiese un ataque por la espalda.
Al verlos, los habitantes de la aldea desaparecieron en el interior de sus isbas para, sin descorrer las cortinillas de las ventanas, vigilarlos con ojeadas aprensivas. Los niños interrumpieron su llanto, y los perros dejaron de ladrar tras las puertas.
El silencio reinante recordaba el que se suele dar al filo del alba, a esa hora en que los trasnochadores duermen ya, mientras que aún no han abandonado el lecho quienes madrugan.
Los que seguían con la mirada al grupo, tras las cortinas, se estremecían al verlo aproximarse a sus isbas, para luego, pasada ya de largo la formación, suspirar con alivio. Entonces los ganaban la curiosidad y el temor: ¿adónde irían y a quién buscarían?
Cuando los individuos de gris hubieron dejado atrás la casa de Gládishov se disiparon las dudas: iban a por Chonkin. Otra cosa no podía ser, pues no quedaba ante ellos más que una isba, la última de la aldea.
—¡Alto! ¿Quién vive? —la voz de Chonkin tomó a todos por sorpresa.
A causa del aquel silencio, la voz fue audible en toda la aldea.
—Amigos —farfulló el teniente sin detenerse, al tiempo que hacía a sus subordinados indicación de continuar adelante.
—¡Alto o disparo! —gritó Chonkin descorriendo el cerrojo del fusil.
—¡No dispares; estás detenido! —respondió el teniente con otra voz según desabrochaba la pistolera sin interrumpir el avance.
—¡Alto o disparo! —repitió Chonkin, que, tras echarse el fusil al hombro, hizo un disparo de admonición.
—¡Arroja el arma! —ordenó el teniente; con un rápido movimiento, echó mano del revólver y disparó sin apuntar en dirección a Chonkin.
Con una hábil pirueta, Chonkin se lanzó bajo el fuselaje del avión para salir por el otro lado. La bala había perforado la guarda del motor, yendo a incrustarse en algún lugar de sus entrañas.
Chonkin asentó el arma en el fuselaje del avión, cerca del timón, y asomó cautelosamente la cabeza. Los individuos de gris se aproximaban, portadores todos de revólveres, que blandían en la mano. Por su parte, Vólkov, el contable, siempre apartándose del teniente, del que se mantenía más y más a la zaga, hacía lo posible por encontrar refugio tras las anchas espaldas de Svintsov. Sin pérdida de tiempo, Chonkin hizo coincidir el punto de mira con la barbilla del teniente y apretó el gatillo. Pero notó en ese momento un golpe en el codo, que salvó la vida del teniente, a quien la bala pasó rozando la oreja.
—¡A tierra! —gritó el teniente, que fue el primero en arrojarse al barro con desprecio de su persona.
Un estremecimiento sacudió a Chonkin, que se volvió. Espantado por el disparo, el jabalí Borka se había escapado corriendo y se aproximaba de nuevo con cautelosa benevolencia.
—¡Lárgate! —dijo Chonkin largando un culatazo en dirección al animal.
Pero no viendo en el ademán otra cosa que una broma, Borka se lanzó sobre Chonkin. Quitárselo de encima no era tarea fácil y, entre tanto, subsistía la posibilidad de que los del uniforme gris, aunque postrados por el momento junto a su jefe, se pusieran en pie en cualquier instante y pasaran al ataque.
El teniente fue el primero en reaccionar.
—¡Eh, tú! —voceó, alzando por encima de la cabeza un papel según se desprendía del suelo—. Estás detenido. Aquí tienes el mandamiento, firmado por el fiscal.
—¿Por el fiscal en persona? —preguntó Chonkin con asombro.
—¿Es que te crees que me ando con mentiras? —replicó el teniente, ofendido no tanto en su persona como en representación del organismo al que pertenecía—. Sin consentimiento del fiscal no detenemos a nadie.
—¿El fiscal conoce mi apellido?
—Digo yo. ¿No es Chonkin?
—Ni más ni menos.
Hasta se le escapó la risa. Lo llenaba de turbación que las personas de tanta importancia se sustrajesen a sus no menos importantes obligaciones para ir a parar mientes en su apellido y consignarlo en un documento oficial.
—Entonces, ¿qué? ¿Te vas a entregar? —indagó el teniente.
Chonkin se quedó pensativo. Un mandamiento, ¿a qué negarlo?, era un papel de mucho peso. Las ordenanzas, no obstante, nada decían de que se pudiera relevar a un centinela de su puesto mediante un mandamiento.
—No puedo, camarada teniente; me resulta imposible —contestó Chonkin dando a su voz un tono de plena solidaridad—. Me doy perfecta cuenta de que tiene usted una misión encomendada. Si por lo menos fuera usted jefe de puesto o comandante de la guardia o, siquiera, oficial de servicio del regimiento…
—Hazte cuenta de que soy oficial de servicio —convino el teniente.
—No —respondió Chonkin—. Los de nuestro regimiento no son como usted. Yo los conozco a todos personalmente, porque he formado parte del servicio de comedor, ¿comprende? Y el uniforme que llevan no es como el suyo.
—Bien, de acuerdo —se enojó el teniente—. Ya que no quieres entregarte por las buenas, te obligaremos por las malas. —Y tras ponerse en pie con decisión, se encaminó hacia Chonkin.
Con una mano sujetaba la pistola, y mostraba con la otra el mandamiento por encima de su cabeza. Tras él se alzaron sus subordinados, que cambiaron cautelosamente de sitio. Vólkov, el contable, se quedó donde estaba.
—¡Eh, eh! —gritó Chonkin—. Le aconsejo que no siga avanzando, o me veré obligado a disparar. Tenga en cuenta que estoy de centinela.
Chonkin se esforzaba por evitar a toda costa el derramamiento de sangre, pero al no recibir más réplica, comprendió que las conversaciones no habían surtido efecto, y de nuevo buscó en el fuselaje apoyo para el fusil. Borka, que había hincado los dientes en el faldón del capote y tiraba de él, lo entorpecía. Chonkin comenzó entonces a rascarle el costado al tiempo que musitaba: «Bor-bor-borka». Sostener el fusil con una sola mano no le resultaba cómodo, pero con ello consiguió que Borka, aplacado al instante, se echara en el barro y mantuviera erectas las patas hacia arriba, de modo que no lo estorbase. Las caricias, como a todos los cerdos, le causaban gran deleite.
—¡No se te ocurra disparar, Chonkin! —le advirtió el teniente, que se aproximaba blandiendo revólver y mandamiento a un tiempo—. Será peor.
Precedida de una detonación, una bala perforó el papel justamente en el lugar en que figuraba, junto al sello, la firma del fiscal. El teniente y sus subordinados, éstos sin esperar a que se lo ordenaran, se lanzaron a tierra.
—¿Qué has hecho, cochino? —gritó el teniente al borde de las lágrimas—. ¡Has destrozado un documento firmado por el fiscal! ¡Has atravesado de un balazo el sello con el escudo de la Unión Soviética! ¡Esto lo pagarás caro!
Un segundo disparo lo obligó a hundir la cara en el lodo. Tratando de no alzar la cabeza, el teniente volvió la cara en dirección a Svintsov.
—¡Rodéalo tú por el otro lado, Svintsov! Hay que tomarlo por sorpresa.
—¡A la orden! —contestó Svintsov alzando el trasero, en el que, en aquel preciso momento, semejante a un abejorro, fue a insertarse una de las balas de Chonkin.
Svintsov se dejó caer en el barro y rompió a ulular con una voz que no era humana.
—¿Qué te ocurre, Svintsov? —preguntó inquieto el teniente—. ¿Estás herido?
—¡Huy, huy, huy, huy! —siguió aullando Svintsov, no de dolor, sino de miedo de que la herida fuera mortal.
Desde su reducto, Chonkin vigilaba con ojos bien abiertos a sus adversarios. Tendidos todos en tierra, ninguno de ellos, a excepción del pelirrojo, daba señales de vida. En último lugar era visible Vólkov, el contable, que se había visto, sin comerlo ni beberlo, inmiscuido en aquel asunto.
A su espalda discernió Chonkin el sonido de unas lentas pisadas.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, al tiempo que el corazón le daba un vuelco.
—Soy yo, Vania —le llegó la voz de Niura.
—¡Ah, Niurka! —exclamó gozoso—. Acércate, pero cuidado con asomarte, que te matarían. Hazle caricias al jabalí.
Niura se sentó en el suelo junto al animal y comenzó a rascarle la oreja.
—¿Ves? Y pensar que estabas asustada… —dijo Chonkin con satisfacción.
—¿Y qué pasará luego? —preguntó Niura con voz que denotaba desaliento.
—¿Cómo que luego? —repitió Chonkin sin perder de vista a los que yacían en el barro—. Mientras no intenten moverme de mi puesto, que se queden ahí tendidos cuanto quieran.
—¿Y si se te presenta una necesidad?
—Si se me presenta una necesidad… —Inicialmente pensativo, no tardó en encontrar solución al problema—. Entonces tú montarás guardia.
—¿Y cuando oscurezca?
—Seguiremos montando guardia.
—Qué tonto eres —dijo Niura con un suspiro—. No te das cuenta de que van de gris. Ya ahora es difícil distinguirlos en el barro. Cuando oscurezca resultará imposible.
—Ya salió el ave de mal agüero —Chonkin se enojó con Niura, obedeciendo a ese impulso humano que nos mueve a volver la ira contra aquéllos que invocan verdades desagradables, como si el silenciarlas pudiese aliviar sus efectos.
Aquello no impedía que, sumido en reflexión, diese vueltas a todas las alternativas posibles. Hasta que una idea acudió a su mente.
—Vete corriendo a la isba, Niurka, y tráete tu cartera y una cuerda, tan larga como sea posible. ¿Has comprendido?
—No —respondió Niura.
—Ve corriendo. Luego lo comprenderás.