En su despacho, Iván Timoféievich Gólubiev estaba aplicado a la confección de un informe que daba cuenta de la cosecha de heno de los últimos diez días. Por supuesto que el informe estaba amañado, pues en aquel espacio de tiempo la recolección había sido poco menos que nula. Si, con los hombres en el frente, la tarea había pasado a manos de las mujeres, ¿a qué hablar ya de cosechas? Sin embargo, para el comité del distrito, dicha circunstancia no explicaba nada. Colgado del teléfono, Borísov le había exigido, con injuriosas alusiones a su madre, el cumplimiento del plan, no porque ignorase que estaba pidiendo lo que en aquellos momentos era un imposible, sino porque sus propios superiores le habían mentado a su madre. Por esta razón, los informes escritos le resultaban más preciosos que el trabajo al que se referían, y por ello los reclamaba a todos los koljoses, para, después de combinar sus cifras, pergeñar también él un documento y enviarlo al comité provincial, donde, a base de los informes de los comités de distrito, elaborarían una declaración. Y de esta suerte hasta alcanzar la mismísima cumbre jerárquica.
Por esa razón se encontraba Gólubiev en aquel momento en su despacho, dando forma escrita a su superchería. Tras dividir el pliego en casillas consignó en éstas, perpendicularmente a los apellidos de los encargados de grupo, el número de hectáreas, quintales, días de trabajo y porcentajes. Hecho esto, llamó a Vólkov, el contable, que se encontraba en la habitación adyacente. Vólkov sumó rápidamente en su ábaco las cifras de cada columna, y el presidente introdujo los resultados en la titulada «Totales». Después de que se fuera el contable, el presidente estampó su firma, que destacaba por lo legible, sopló un poco con ánimo de acelerar el secado de la tinta y se apartó para admirar a distancia el trabajo. Las cifras ofrecían un aspecto sugestivo, hasta el punto de que se sorprendió a punto de creerlas, si no totalmente, por lo menos en parte. Concluido el trabajo y con el propósito de desentumecerse, se puso en pie y, desperezándose, se encaminó a la ventana donde el espanto lo dejó paralizado con los brazos en cruz.
Un camión ligero con tejadillo de lona se había detenido ante el edificio de la administración. En su vecindad era visible un grupo de hombres con uniformes grises, dos de los cuales subían ya por los escalones del porche. «¡Vienen a por mí!», fue la exclamación mental del presidente. La aparición de aquellos hombres vestidos de gris lo tomaba desprevenido por completo, pese a todo lo que había hecho por resignarse a su suerte. Circunstancia agravada por el hecho de que, habiéndose ofrecido como voluntario para el frente, parecía que iban a admitir su petición. Esto, pues, daba al traste con todo. El presidente emprendió un agitado paseo por su despacho. ¿Qué hacer? Huir carecía de sentido: ¿adónde podía ir? Fuera, en la habitación ocupada por el contable, eran ya audibles sus pasos. ¿Esconderse, acaso? La idea se antojaba ridicula. Su mirada fue a recaer inopinadamente en el documento que acababa de confeccionar: ¡un fraude como una casa! Él mismo había firmado su condena. ¿Qué hacer? ¿Quemarlo? Demasiado tarde. ¿Romperlo? Lo recompondrían. Comprendiendo que no había más que una solución, Iván Timoféievich formó con el papel una pelota, que se embutió en la boca, sin que el tiempo le alcanzara para deglutirla.
La puerta se entreabrió para mostrar, en el umbral, a un par de desconocidos. El primero de éstos, un hombre de constitución endeble, llevaba distintivos cuadrados en las solapas de la guerrera. El otro, que tenía cara de animal, los ostentaba triangulares.
El teniente se sacudió del uniforme los rastros de barro seco, se enjugó con la manga el sudor que le bañaba la cara y saludó, pero recibió por respuesta una especie de mugido indiscernible.
Convencido de habérselas con un sordomudo, el teniente frunció el ceño, contrariado, pues no le placían las personas incapaces de contestar a sus preguntas.
—¿Dónde está el presidente? —interrogó en tono severo—. ¡El jefe! —insistió al tiempo que subía una mano para indicar altura.
—Muuuuuu-ú —mugió de nuevo el presidente, según hincaba con ademán humilde el dedo en el propio pecho.
El teniente tuvo un primer momento de estupor, pues nunca había visto un presidente de koljós privado de habla y oído (¿cómo se las compondría en los mítines?), pero decidió que si así estaban las cosas era porque así convenía que estuvieran, y se puso a explicarse por gestos:
—En esta aldea hay… A ver si me comprendes… Aquí vive cierto individuo, un desertor, ¿entiendes? —Como mejor supo, el teniente representó, primero, a un soldado (pam-pam) y, a continuación, a un hombre que abandona corriendo el campo de batalla—. Y tenemos la obligación de… —sacó la pistola de su funda y se la clavó al presidente en el estómago—. ¡Arriba las manos!
Al presidente se le aflojó la mandíbula inferior, con lo cual surgió de su boca una pelota de papel baboseada, que cayó al suelo, al tiempo que también él se desplomaba, no sin golpearse, de camino, la nuca contra la pared.
Desconcertado, el teniente miró primero al presidente, y luego al soldado que lo acompañaba y que se había quedado junto a la puerta, mudo y semejante a una estatua de hielo.
—¡Diantre! —barbotó el teniente, víctima todavía de la confusión—. Apenas ve la pistola y ya se me desmaya. Parece que se estaba comiendo un papel, a saber por qué.
Y tras recoger del suelo la pelota masticada, la deshizo con repugnancia, lanzó una ojeada al papel y lo echó encima de la mesa.
Luego hincó cautelosamente la punta del zapato en el cuerpo yacente de Gólubiev, e inclinado sobre él, comenzó a darle palmadas en los carrillos.
—¡Eh, levanta! ¿Me oyes o qué? Levántate de una vez y no hagas el tonto. —Echando mano de la muñeca del desvanecido e intentó tomarle el pulso—. No consigo averiguar si palpita o no.
Tras desabrocharle la guerrera y la camisa, aplicó el oído al pecho del presidente.
—Deja de hacer ruido con los pies, Svintsov —dijo según auscultaba.
Si funcionaba, el corazón latía tan débilmente que apenas era audible.
—¿Y bien? —preguntó Svintsov con curiosidad.
—No consigo averiguarlo —explicó el teniente, que al alzar las rodillas del suelo hizo ademán de sacudirse el polvo para luego, al comprobar el estado de sus pantalones, comprender que el gesto era vano—. Anda, auscúltalo tú, que a lo mejor tienes más fino el oído.
También Svintsov se hincó de rodillas para aplicar el oído al pecho del presidente. Transcurrido cierto tiempo, alzó la cabeza y dictaminó:
—Ratones.
—¿Cómo que ratones? —preguntó el teniente, incapaz de comprender.
—Oigo ratones que escarban bajo el pavimento —explicó Svintsov—. Es posible que haya ratas, además. A mí me ocurrió algo parecido el año pasado. Creyendo que eran ratones lo que andaba bajo el pavimento, no se me ocurrió otra cosa que soltarles el gato. Pues ¡cómo se le echarían encima, que se le comieron la cola y fue un milagro que salvara el pellejo! Eran ratas.
—¿Es que te he puesto ahí para buscar ratones, Svintsov? Ese corazón, ¿late o no late?
—¿Y cómo voy a saberlo? —protestó Svintsov—. No soy médico, y no entiendo gran cosa de estos asuntos. Lo que pienso es que deberíamos abrir la ventana para que entre aire fresco. Si está vivo, volverá en sí, y si está muerto, la nariz se le teñirá de oscuro. Pero con todo cerrado, no hay manera.
—¡Maldita sea! —se lamentó el teniente con gran énfasis—. Esta gente tiene los nervios deshechos. ¿Y a qué viene ese terror de nosotros? No andamos por ahí deteniendo a quien se nos antoja, sino que procedemos por mandamiento judicial. Bueno, pues si quiere quedarse ahí tendido, que se quede y que le den morcilla. Ve a la otra habitación y tráeme al manco. Pero no me lo brutalices, porque si también ése se nos queda traspuesto, no vamos a tener quien nos dé razón.
Svintsov abrió la puerta que daba a la habitación contigua y llamó a Vólkov. El contable se acercó tímidamente al umbral, pero al ver tendido al presidente bajo la mesa, se puso verde y comenzó a temblar de miedo.
—¿Conoce usted a ese hombre? —preguntó el teniente señalando el cuerpo desmadejado de Gólubiev.
—¡No tengo la menor relación con él! —gritó Vólkov, a quien el pánico le hizo morderse la lengua.
—¿Cómo que no tiene la menor relación con él? —preguntó con sorpresa el teniente—. Pues ¿quién es?
—El presidente Gólubiev —contestó Vólkov, perdido el tino a causa de la torpeza de sus respuestas—. Pero nuestro trato es estrictamente profesional, y en cuanto a asuntos personales, ni siquiera cambiamos palabra.
—¿O sea que no hablan entre ustedes? —lo interrogó el teniente mirándolo con incredulidad—. Se conocen y, sin embargo, no han cambiado lo que se dice una palabra…
—Ni una sola… Ni siquiera una, por mi vida. Yo, como imaginarán, no soy persona afiliada al Partido… Mi formación es escasa, y no comprendo nada de estas cosas.
—Ya te enseñaremos nosotros —dijo Svintsov.
—Una vez, eso es verdad, el presidente me dijo que la obra de Marx y Engels era de difícil comprensión para los obreros y que, según él, para entenderla hacía falta un adiestramiento político especial.
—Ya —asintió el teniente—. ¿Y eso fue todo?
—Eso fue todo.
Svintsov se dirigió hacia Vólkov con grávidas pisadas y presentó ante su nariz un enorme puño rojo salpicado no se sabía si de pecas o de lunares.
—Mejor será que dejes de escurrir el bulto conmigo si no quieres que te ponga la nariz del revés. Si el teniente se dirige a ti con cortesía, con cortesía debes responderle, carroña.
Es difícil determinar en qué habría acabado la cosa si el teniente no hubiese caído en la cuenta de que no habían ido a interrogar a Vólkov. Interrumpiendo el brusco tratamiento iniciado por Svintsov, explicó al contable que lo requerían como testigo en la detención del desertor Chonkin.