Hacia el final de la tarde, el cielo se había cubierto de espesas nubes negras. La lluvia que presagiaban llegó, y estuvo cayendo sin interrupción durante toda la noche hasta dejar los caminos, al filo de la mañana, de todo punto intransitables. Niura avanzaba aprovechando los arcenes, calzada con un par de grandes botas que habían pertenecido a su padre y que ahora, para no perderlas a cada paso, se veía obligada a sujetar por las cañas. Por si esto fuera poco, también la saca del correo, hinchada por la lluvia, parecía pronta a escapársele del hombro. Tras salvar en estas penosas condiciones un trecho de algo más de dos kilómetros, y según ganaba la primera bifurcación del camino, divisó un camión de pequeño tamaño con un tejadillo de lona impermeable y, junto al vehículo, a varios hombres vestidos con guerreras grises, dedicados a tareas de excavación. Unos con palas, otros sirviéndose de las manos sencillamente, empapados por la lluvia y cubiertos todos de barro, se afanaban en franquearle el paso al camión, mientras uno de ellos, en cuyas solapas eran visibles sendas insignias cuadradas, se mantenía en pie a corta distancia de los demás ocupado en fumar y proteger del agua, la palma por visera, el cigarrillo que él mismo había liado, a punto ahora de desengomarse. De la parte trasera del camioncillo, y portador de un pedazo de chapa de madera para utilizarlo a modo de pala, surgió un mozo de estatura descomunal que, al ver a Niura cuando ésta se disponía a rodear lateralmente el vehículo, se detuvo y se quedó mirando con unos ojos de expresión animal coronados por cejas de color rojizo.
—¡Una mujer! —exclamó con el mismo estupor que si el encuentro se hubiera producido en una isla deshabitada.
Los que vestían los uniformes grises interrumpieron su trabajo y, vueltos hacia Niura, comenzaron a examinarla en silencio. Al advertir esta atención, Niura retrocedió.
—¡Muchacha! —la interpeló el que fumaba—. ¿Queda mucho hasta Krásnoie?
—No, no queda mucho —respondió Niura—. Sigan cosa de un kilómetro en esta dirección. Luego, cuando lleguen a la colina, atraviésenla. Desde allí se ve el pueblo. ¿A quién buscan ustedes? —se atrevió a preguntar.
—Tienen un desertor viviendo con ustedes, ¡la madre que lo parió! —explicó confiadamente un soldado que, provisto de una pala, se encontraba junto al teniente.
—Prokópov —lo interrumpió con severidad el oficial—, esa lengua.
—¿Qué he dicho de malo? —protesto Prokópov según dejaba la pala para ponerse al volante.
El camión se puso en marcha, avanzó un pequeño trecho y volvió a quedar atrapado en el fango. Niura reemprendió la marcha, sin abandonar el camino hasta haber cubierto cierta distancia. Luego atajó a la derecha y, siempre cuesta abajo y bordeando el río, regresó al pueblo tan de prisa como la llevaron las piernas.
Chonkin dormía con un sueño tan profundo que no fue posible despertarlo en seguida; para conseguirlo, tuvo incluso que rociarle la cara con agua fría. Luego le relató su encuentro con aquellos hombres en el camino y lo que había oído acerca del desertor.
—Pues déjales echarle el guante —respondió con voz somnolienta Chonkin quien, incapaz de comprender, se limitó a menear la cabeza en señal de disconformidad—. ¿Qué tengo que ver yo con todo eso?
—¡Oh, Señor! —exclamó Niura uniendo las manos con desesperación—. ¿Acaso no te das cuenta? ¿Quién es ese desertor? Tú.
—¿Yo, un desertor? —Chonkin no salía de su asombro.
—¿Pues quién si no? ¿Yo?
Chonkin sacó las piernas de la cama.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza, Niurka —dijo con disgusto—. ¿A santo de qué soy un desertor, según tú? A mí me pusieron aquí de centinela junto a un avión y, por más que escribí al regimiento, nadie ha venido a relevarme. Y si no puedo abandonar mi puesto, porque el reglamento me lo prohíbe, ¿cómo puedo ser un desertor?
Niura rompió a llorar al tiempo que suplicaba a Chonkin que tomara las precauciones que fuesen, pues de nada le iban a servir las protestas con aquellos hombres.
Después de reflexionar, Chonkin sacudió la cabeza con aire resuelto.
—No, Niura, no voy a esconderme, porque no puedo abandonar mi puesto. Y nadie puede moverme de él, como no sea el cabo de guardia, el comandante del puesto, el oficial de guardia del regimiento o… —Chonkin se puso a pensar qué otra autoridad podía relevarlo del servicio, y decidió que más allá del oficial de guardia no podía someterse a nadie cuyo grado fuera inferior al de general—. O un general —concluyó para empezar a vestirse.
—¿Qué piensas hacer, entonces? —lo interrogó Niura.
—¿Y qué quieres que haga? —Se encogió de hombros—. Salir y situarme en mi puesto. Y que intenten acercarse.
Como fuera seguía lloviendo, Chonkin se puso el capote y se ajustó, por encima de él, el correaje con las cartucheras.
—¿Les dispararás? —averiguó Niura llena de miedo.
—Si no me tocan, no —prometió Chonkin—. Pero en caso contrario, ellos se lo habrán buscado.
Niura se abalanzó sobre Chonkin, le abrazó el cuello y prorrumpió en llanto.
—Vania —le suplicó sofocada por las lágrimas—, no te resistas. Te matarán.
Chonkin le acarició los cabellos con la mano. Estaban mojados.
—¡Y qué vamos a hacerle, Niurka! —dijo con un suspiro—. Soy un centinela y debo afrontarlo. Por lo que pueda ser, vamos a despedirnos.
Tres veces se besaron, y Niura, por mucho que no supiera hacerlo, se persignó.
Chonkin se echó el fusil al hombro, se encasquetó su gorro militar y salió a la calle. Llovía menos, y en el horizonte, por detrás de la aldea de Novo-Kliúkvino, resplandecía un arco iris difuso.
Sustrayendo con dificultad los pies a la viscosidad del barro, consciente de que el agua estaba empapando con rapidez la desmedrada suela de su bota derecha, Iván se encaminó hacia el avión. La lluvia caía con una sonoridad como de mijo en el terso revestimiento de las alas, y pesadas gotas temblaban en la superficie encerada de la lona impermeable en que estaba enfundado el aparato. Chonkin se colocó entre las dos alas del lado derecho, cuya superficie superior lo ponía a resguardo de la lluvia. El asiento así conseguido no resultaba demasiado cómodo, ya que el ala inferior constituía un plano inclinado y resbaladizo. El campo visual, por el contrario, era óptimo, y permitía a Chonkin dominar los dos accesos al pueblo: el camino alto y el que bordeaba la ribera del Tiopa.
Durante toda una hora no se ofreció nada a la vista. Transcurridos otros treinta minutos apareció Niura con un desayuno compuesto de patatas y leche. Para entonces había escampado, y se hizo visible un solecito amable que se reflejaba en los charcos y arrancaba destellos a cada gota en suspensión. Fuese por su brillo o bien por la digestión del desayuno, o por ambas cosas combinadas, lo cierto es que no sólo se sintió Chonkin de mejor talante, sino que cesó de acosarlo la idea de estar en peligro inminente, hasta el punto de que se abandonó a una ligera somnolencia.
—¡Eh, soldado!
Chonkin volvió en sí con un sobresalto para echar mano del fusil. Junto a la valla vio al Hombros, que aparecía descalzo, arremangadas las perneras del pantalón casi hasta la altura de la rodilla y con una red a la espalda.
—Necesito que alguien me ayude en el rastreo con la red —explicó mientras examinaba con curiosidad a Chonkin.
—Aléjate —dijo Chonkin volviéndole la espalda, si bien con el rabillo del ojo seguía vigilando los movimientos del Hombros.
—¿Qué mosca te ha picado? —reaccionó el Hombros con estupor—. ¿Acaso estás enojado conmigo? Si es por lo que dije de Borka, no tienes por qué ofenderte. Con mis propios ojos no he visto nada, de manera que puede que Niura no haya tenido que ver con él.
El Hombros colgó la red en la valla y, tras inclinarse, pasó una pierna entre las varas. Cuando se disponía a hacer lo propio con la otra, Chonkin abandonó de un brinco su puesto en el ala.
—¡Eh, eh, eh, alto! —gritó, encañonándolo con el fusil—. Mira que disparo.
El Hombros se hizo atrás y desprendió apresuradamente la red de la valla.
—Me parece a mí que estás mochales, amigo —dijo, según tomaba el camino del río.
De detrás de la colina apareció en aquel momento un vehículo cubierto. El chófer pisó el acelerador e hizo girar el volante. De pie en el estribo, a su lado y sujeto a la portezuela, daba órdenes un hombre que lucía uniforme de teniente, cubierto de salpicaduras de barro. El resto de la comitiva estaba compuesto por varios hombres vestidos con guerreras grises, enteramente cubiertos de fango y traspasados de sudor, que se dedicaban a empujar. Su empeño no impedía que el automóvil resbalase, con lo cual su parte trasera derivaba de uno a otro lado del camino. El Hombros, que había estado contemplando con curiosidad la inesperada escena, se hizo a un lado.
—¡Eh, camarada, ya podrías echarnos una mano! —le gritó el teniente con voz afónica.
—Como si no tuviera nada mejor que hacer —barbotó el Hombros, y volviéndoles la espalda, emprendió con calma su camino.
Pero luego, ganado por una curiosidad irreprimible, volvió sobre sus pasos para seguir al vehículo, que, llegado ante el edificio de la administración, detuvo la marcha.