18

Un hombre de edad ya avanzada, que comerciaba con cañas de bota de cuero de becerro, fue detenido aquel domingo en el mercado koljosiano de la ciudad de Dolgov. El motivo de la detención no fue el simple hecho de que el hombre comerciara con cañas de bota, y menos todavía, ciertamente, que las cañas fuesen de cuero curtido de becerro, sino la circunstancia de que, preguntado por su apellido, se descolgó el individuo con tal barbaridad que Klim Svintsov, su interrogador, que en el mercado se dedicaba a desenmascarar a propagadores de rumores tendenciosos, se vio en la obligación de asir al viejo insolente por lo que en lenguaje común se llama el cogote y conducirlo al Lugar Apropiado. Acción tanto más justificada si se tiene en cuenta que Svintsov pertenecía a la plantilla del Lugar Apropiado, donde ostentaba el grado de sargento.

Es posible que los lectores de galaxias remotas, no familiarizados con el orden terreno de las cosas, se hagan la siguiente y legítima pregunta: ¿Qué significa eso de Lugar Apropiado? ¿Apropiado en razón de qué? Por tanto, procedo a la aclaración que sigue.

En las lejanas épocas que describe el autor existía, ramificada por doquier, cierta Institución de carácter no tanto militar cuanto belicoso que, a lo largo de un dilatado número de años, había venido combatiendo hasta el acoso a sus propios conciudadanos con éxito permanente. Sus adversarios eran muchos, pero carecían de armas, factores ambos que hacían la victoria de la Institución a un tiempo inevitable e impresionante. La espada vengadora de la Institución pendía en todo momento sobre la cabeza de cada cual, pronta a caer pesadamente cuando fuera necesario o, sin más motivo que el de caer. La Institución había adquirido la fama de verlo todo, oírlo todo y saberlo todo, y de intervenir fulminantemente en cuanto algo dejaba de funcionar de la debida forma. Por esta razón solía decir la gente que si uno se pasaba de listo iba a parar al Lugar Apropiado, y que si hablaba demasiado acababa en el Lugar Apropiado. Semejante estado de cosas se consideraba de todo punto normal aunque, por su parte, piense el autor que no hay motivo para no mostrarse listo, si uno realmente lo es. Como tampoco lo hay para que una persona no hable a su gusto, si cuenta con un interlocutor y un tema en que emplearse. En el largo camino de sus días, el autor ha tenido oportunidad de conocer personalmente a multitud de seres humanos que se habrían dicho creados exclusivamente para hablar. Claro que también hay maneras y maneras de hablar. Uno puede, por ejemplo, hablar de lo que debe o de lo que no debe. Quien habla de lo que debe obtiene cuanto es debido e incluso, a veces, un poco más. Quien habla de lo que no debe va a parar al Lugar Apropiado, o sea, a la Institución citada. Posteriormente observaremos que dicha Institución observaba en su funcionamiento el siguiente principio: golpea a los propios y te temerán los ajenos. De los ajenos no pienso ocuparme, pero, en cuanto a los propios, puedo decir que éstos sí temían. Porque, en efecto, en cuanto los ajenos daban muestras de una agudización de sus contradicciones, de una crisis radical de sus sistemas o de un estado de corrupción generalizada, los propios eran prontamente cazados y llevados a rastras al Lugar Apropiado. Y ocurrió en más de una ocasión que, de puro copiosa la pesca de propios, no había en el Lugar Apropiado sitio para todos ellos.

Pero en el momento en que el sargento Klim Svintsov atrapó en el mercado al viejo lenguaraz, en el Lugar Apropiado había plazas más que suficientes. Las cuatro últimas personas, llegadas cada una por su lado al Lugar Apropiado antes del comienzo de la guerra, habían sido a la sazón enviadas a otro destino. La Institución estaba reorganizando a toda prisa sus métodos de trabajo para adaptarlos a los requisitos del tiempo de guerra. Así lo había exigido de sus colaboradores el director de la Institución, el capitán Afanasi Miliaga, obedeciendo instrucciones de una jefatura superior que, a su vez, cumplía órdenes del mando supremo. Dichas órdenes consistían en atenerse en todo al espíritu del discurso histórico del camarada Stalin. El discurso histórico contenía, entre otras, las siguientes manifestaciones: «Tenemos que organizar una lucha implacable contra todos aquellos que hacen cundir el desorden en la retaguardia, contra los alarmistas, contra los que se dedican a propagar rumores. A los espías, a los saboteadores y a los paracaidistas enemigos hay que aniquilarlos, ofreciendo en todo ello rápida colaboración a nuestros batallones de exterminio».

Estas palabras de Stalin aparecían pintorescamente reproducidas en un pasquín que en su despacho tenía colgado, ante sus mismos ojos, el capitán Miliaga. A su espalda, por otra parte, pendía la famosa fotografía que muestra a Stalin con una niña en brazos. En ella, la niña aparece en actitud de sonreír a Stalin, y Stalin, en actitud de sonreír a la niña. Lo cual no impedía al primero desviar entre tanto un ojo en dirección a la nuca del capitán Miliaga, en lo que se habría dicho un esfuerzo por discernir la existencia de pensamientos inconvenientes.

El lunes por la mañana, el capitán acudió al trabajo, como siempre a la hora exacta.

—La puntualidad es la cortesía de los reyes —solía decir a sus subalternos—. Esto, claro está —cuidaba de añadir, sin embargo—, en sentido figurado.

Lo hacía para que nadie pudiera atribuirle simpatías monárquicas.

En la antesala de su despacho encontró al sargento Svintsov, dedicado a poner al corriente de sus circunstancias a Kapa, la secretaria. La esposa de Svintsov se había ido con los niños a casa de su madre, que vivía en la región de los montes Altái. El regreso no estaba previsto para fecha inmediata, y el mismo Svintsov había escrito a su mujer para aconsejarle que lo retrasara, a la vista de las mejores condiciones de seguridad que allí se disfrutaban. Todo esto lo decía Svintsov con miras a propiciar lo que pensaba añadir.

—Un hombre sin esposa, Kapitolina —comenzó en tono de arenga, fijando en la secretaria aquellos ojos suyos de expresión feroz— es como un toro al que hayan quitado su vaca. —Las comparaciones de que solía echar mano Svintsov eran siempre de lo más directo y grosero—. Un hombre no puede estar mucho tiempo sin mujer. Si accedes a pasar unos días conmigo te regalaré un corte de crespón de lo mejorcito. Le habrás dado gusto al cuerpo y podrás hacerte un vestido.

Kapa, que ya estaba habituada a este género de galanteos, no se sintió ofendida.

—Klim —contestó riendo—, vete al baño a echarte agua fría.

—No sirve de nada —contestó Klim, cuyo semblante se había entenebrecido—. Lo que me hace falta es una mujer. Yo, no vayas a creer lo contrario, soy un hombre de verdad.

—Pero ¡qué dices, Klim! —exclamó Kapa aterrada.

—Digo las cosas como son. Ya sé que tienes a tu marido y al capitán, pero puedes cogerme también a mí. Es mejor vivir con tres hombres que con dos.

—¡Eres un necio, Klim! —replicó Kapa, que no soportaba las referencias a sus relaciones con el capitán.

Svintsov frunció el ceño y miró a Kapa de reojo.

—Si no quieres vivir conmigo —dijo después de reflexionar un poco—, no hace falta que me insultes. ¿No tienes ninguna amiga?

—¿Quieres decir que podrías avenirte con cualquier mujer?

—Con cualquiera.

La charla fue interrumpida por la aparición del capitán Miliaga. Un rasgo que hacía al capitán distinto de las demás personas era que siempre sonreía. Era la suya una sonrisa afectuosa, acogedora y del todo en consonancia con su apellido.[10] El capitán sonreía al saludar, sonreía durante el interrogatorio de los detenidos, sonreía cuando otras personas sollozaban… En definitiva, sonreía en toda ocasión. También ahora, al saludar a Kapa, sonreía. Y cuando se dirigió a Svintsov, que al verlo aparecer había derribado la silla para colocarse en posición de firmes junto a la puerta, lucía igualmente una sonrisa.

—¿Me esperabas?

—Así es.

—Entra.

Miliaga cogió de la mesa de Kapa la llave de su despacho y entró en él precediendo a Svintsov. Luego, y como primera medida, descorrió las cortinas, abrió de par en par la ventana, que daba a un patio interior, e inhaló el fresco aire hasta llenarse con él los pulmones.

En el patio, el teniente Filíppov hacía prácticas de instrucción con el personal, que, sin contar a quien lo mandaba, sumaba cinco hombres. En tiempo normal, tanto era siempre el trabajo que no quedaba un solo minuto de la jornada que dedicar a la instrucción. Pero con el reciente paso al régimen de guerra, de pronto se había presentado un día libre. Existían órdenes, por otra parte, de prestar especial atención a aquellos ejercicios.

Formados en columna de a uno, cinco hombres practicaban laboriosamente el paso de desfile. El teniente Filíppov, que marchaba paralelamente a ellos tratando de estimular a sus subalternos mediante el propio ejemplo, levantaba bien altas las piernas, deslumbrantes de brillo sus botas de cuero curtido.

—Y bien, Svintsov, ¿qué hay de nuevo? —pregunto el capitán sin volverse.

—No gran cosa —respondió Svintsov ahogando en el puño un perezoso bostezo—. Que los muchachos han encontrado un caballo perdido.

—¿Qué clase de caballo?

—Un caballo castrado. Han estado preguntando, y nadie conoce a su dueño.

—¿Y dónde está?

—En el patio, atado a un árbol.

—¿Le habéis dado heno?

—¿Qué sentido tiene alimentar un caballo ajeno?

El capitán se volvió y miró al sargento con expresión de reproche.

—Ay, Svintsov, Svintsov, ¡cómo se ve que no te gustan los animales!

—Ni siquiera a las personas soy muy aficionado —reconoció Svintsov.

—Está bien. ¿Algo más?

—Ayer, camarada capitán, le eché el guante a un espía.

—¿Un espía? —repitió el capitán con animación—. ¿Dónde está?

—Ahora mismo se lo traigo.

Svintsov salió de la habitación. El capitán se sentó ante su mesa. Un espía, en aquellos momentos, le venía como anillo al dedo. Lanzó una ojeada a las palabras del pasquín colgado frente a él: «… A los espías, a los saboteadores y a los paracaidistas enemigos hay que aniquilarlos», repitió mentalmente el capitán, y sonrió para sí.

Mientras esperaba el regreso de Svintsov, y a fin de no malgastar el tiempo, se puso a examinar el correo confidencial. Estaba éste integrado por circulares de la más diversa índole: traslados de órdenes emitidas por instancias superiores y resoluciones de comisiones competentes extraídas de las actas de ciertas conferencias decisorias. Las había relacionadas con la intensificación de controles sobre el trigo que el Estado compraba a los koljoses; sobre los preparativos para el nuevo (en razón de la guerra) programa de créditos; relativas a la intensificación de controles de los que declinaban la prestación del servicio militar obligatorio; vinculadas con el también extraordinario control sobre la elección del personal destinado a cargos relevantes; alusivas a la transmisión a régimen de guerra de las empresas industriales. También había resoluciones tocantes a la lucha contra los rumores y los bulos mediante la difusión de contrarrumores y contrabulos.

La puerta se abrió de par en par y dio paso a un hombre mal vestido, cuyo origen era posible determinar a simple vista, que entró en el despacho impulsado a empellones por Svintsov. Tras un rápido examen de la situación, el desconocido sonrió con afabilidad y, con la mano extendida, se encaminó al capitán.

—¡Pegmítame saludagle! —dijo.

—¡Se lo pegmito, se lo pegmito! —respondió el capitán en broma, según enlazaba las manos tras la espalda.

El detenido esbozó otra afable sonrisa y quiso saber si el capitán pertenecía por casualidad a la misma minoría étnica que él. El capitán, que no encontró en la pregunta motivo de ofensa, respondió, pese a todo, negativamente.

—¿Lo dice de veras? —exclamó el detenido juntando las manos como para expresar asombro—. Sin embargo, tiene usted una cara en extremo inteligente.

El detenido dio la vuelta, se apoderó de una silla visible junto a la pared, la acercó a la mesa del capitán Miliaga y tomó asiento. Por lo general, los que visitaban aquel despacho no solían conducirse con tanto desparpajo.

«Sin duda, el viejo no ha comprendido todavía en qué lugar se encuentra», pensó alegremente el capitán, pero no permitió que esta reflexión suya se trasluciera. Tampoco hizo observación alguna cuando su huésped, dando muestras de excesiva familiaridad, colocó los codos en la mesa y se le enfrentó con una mirada en la que brillaba la confianza.

—Lo escucho —dijo el detenido benévolamente.

—¿Cómo que me escucha? —El capitán se sonrió—. Si le parece, lo haremos a la inversa: lo escucharé yo a usted.

Dispuesto a mostrarse complaciente, el huésped aceptó la proposición del capitán.

—Antes que nada —empezó—, quiero rogarle que mande a mi esposa, Tsilia, recado de que no tardaré en salir. La encontrarán sentada en el banquito que hay junto a la puerta principal.

Un tanto sorprendido, el capitán preguntó a su huésped qué le hacía pensar que era en el banquito cercano a la puerta, y no en otro lugar cualquiera, donde se encontraba Tsilia.

—Se lo explicaré con sumo gusto —dijo el detenido—. Yo no soy ya suficientemente joven para que, si he pasado la noche fuera de casa, mi mujer pueda pensar que he estado con alguna gentil.

—Es un razonamiento lógico —el capitán se mostró vivazmente de acuerdo—. Pero la suya es una edad que podría dar motivo a su esposa de inquietarse por otras razones. Podría pensar que ha sufrido un ataque al corazón o, Dios no lo quiera, y estoy, como imaginará, muy lejos de desearle semejante cosa, que ha sido usted víctima de un accidente… —Un destello de júbilo iluminó los ojos del capitán—. Pudo usted haber caído bajo un coche, por ejemplo. Esas cosas ocurren, ¿no es así? Convendrá usted conmigo que en la vida todo es posible.

—Pero ¿qué dice?, ¿qué dice usted? —El detenido rechazó con un manoteo lo que acababa de insinuársele—. Mi esposa, Tsilia, es una alarmista incorregible. Sólo piensa siempre en lo peor.

—¡Ajá…! —El capitán esbozó una sonrisa que testimoniaba lo mucho que aquellas palabras lo satisfacían—. O sea que, según usted, entrar en esta casa es todavía peor que ser atropellado. Veo que es usted muy inteligente, y me gusta su habilidad para captar las situaciones en todo su rigor. Pero, precisamente por esa razón, aceptará usted que sería prematuro esperanzar a su esposa con el recado de que no tardará usted en salir. Sin duda le consta que nos cuesta mucho despedirnos de nuestros huéspedes y, siendo así, ¿cree que vale la pena turbar a una mujer de edad con emociones injustificadas? Yo diría que, en cierta manera, tal proceder sería inhumano.

—Lo comprendo a usted —convino de buen grado el viejo—. Lo comprendo bien. También a mí me resulta agradable ver su cara, pero, por mucho que así sea, pronto tendremos que separarnos, y le diré por qué. Pero, antes de continuar, le ruego que despida usted a este idiota —dijo, señalando con el pulgar a Svintsov, que se encontraba detrás de él, de pie.

—¿Cómo ha dicho usted? —preguntó el capitán, que se las prometía felices—. ¿Lo ha llamado idiota?

—Ya me dirá usted de qué otra forma puedo llamarlo. ¿Le ha preguntado por qué razón me detuvo en el mercado? ¿Qué le hice para que me maltratase?

—Sí, por cierto, Svintsov —el capitán se volvió hacia su subalterno—, ¿qué hizo para que lo detuvieras?

—Que lo explique él —farfulló Svintsov con aire mohíno.

—Por supuesto que lo explicaré —terció el detenido en son de amenaza—. Lo explicaré todo, tal como ocurrió.

—Lo escucharé con mucho gusto —dijo, sincero, el capitán.

Se inclinó sobre la caja fuerte que se encontraba a su espalda y extrajo de ella un montón de formularios, que colocó encima de la mesa ante sí. En el primero de ellos se podía leer:

ATESTADO DE INTERROGATORIO N°

Ciudadano/a……………………………

(apellido, nombre, patronímico)…………………………

Fecha de nacimiento……………………

Lugar de nacimiento……………………

Procedencia social…………………………

Nacionalidad…………………………………

Filiación política…………………………

Estudios……………………………………

Profesión………………………………………

Cometido y lugar de trabajo………………

Acusado/Sospechoso (subráyese lo que proceda)

de delitos recogidos en el Código penal de la RSFSR[11],

artículos: ……………………………

El capitán tomó de un cubilete metálico una estilográfica con plumón de oro; subrayó, según procedía, la palabra Acusado, y dedicó una mirada benevolente a su interlocutor.

—¿Y bien? —invitó.

—¿Se propone usted anotar lo que yo diga? —preguntó, poco menos que halagado, el huésped.

—Es absolutamente imprescindible —confirmó el capitán con un movimiento de cabeza.

—De acuerdo; escriba, pues —respondió el acusado con un suspiro—. Soy un viejo que recibe una pensión de doce rublos, lo cual no impide que mis ojos, todavía lúcidos, comparen y vean. El domingo por la mañana, a eso de las ocho y veinte, me despertó mi mujer, Tsilia. ¿Ha tomado nota de todo? Me dijo mi esposa: «Moisha, no hay comida en casa. Tienes que ir al mercado y vender algo». Yo, que soy zapatero de profesión, siempre tengo a mano un poco de cuero. Así que cogí unas viejas cañas de becerro curtido y me encaminé al bazar. Fue allí donde me abordó ese idiota que tiene usted a su servicio para preguntarme que con qué derecho especulaba. Le expliqué, y escríbalo, que la especulación consiste en vender caro lo que se ha comprado barato, y que yo no compraba nada, que lo que hacía era vender. Entonces me preguntó cómo me llamaba, y le dije mi apellido. Eso bastó para que me agarrase por el cogote y me trajese de mala manera hasta aquí. Entre tanto, la gente que se había congregado alrededor comentaba que habían atrapado a un espía en el mercado. Por mi parte, debo decirle que yo de espía no tengo nada. Soy un buen profesional que siempre se ha ganado el pan, y si lo que no le gustaba era mi apellido…

—¿Cómo se apellida usted? —lo interrumpió Miliaga, suspendiendo el contacto entre pluma y atestado.

—Stalin.

Un estremecimiento sacudió al capitán, que no por eso dejó de sonreír.

—¿Cómo ha dicho?

—Ha oído usted perfectamente lo que he dicho.

Superada la conmoción del momento, el capitán, que se las había habido con locos de todas clases y, entre ellos, los aquejados de megalomanía, hizo un guiño a Svintsov. Éste, que no esperaba otra cosa, descargó sobre el portador del singular apellido un manotazo que lo hizo salir despedido de la silla.

—¡Ay! —gimió, según se incorporaba—. ¡Ay, capitán, ya se le ha vuelto a ir la mano al idiota de su subalterno! Me está sangrando la nariz, ¿se da cuenta? Le ruego que lo haga constar en su atestado.

El viejo, que con no poco esfuerzo se había levantado por fin, se quedó de pie frente al capitán, con la mano en la nariz, de donde, en efecto, caían al suelo gruesas gotas rojas.

—Bueno, no tiene importancia —dijo el capitán con una sonrisa—. El sargento se ha acalorado un poco, aunque no sin razón. Tal vez él peque de nervioso, pero usted, por otra parte, lo había ofendido al llamarlo idiota. No sólo a él, sino, además, a los organismos que representa. Por no decir nada de su osadía al atribuirse un nombre que a todos nos es muy querido, y que en nuestro país sólo puede exhibir una persona. Ya sabe usted a quién me refiero.

—¡Ay, capitán! —exclamó el portador del singular apellido, acompañando sus palabras con un cabeceo—. ¿Por qué emplea ese tono tan severo conmigo? Cuando haya examinado mis documentos va a lamentarlo más de lo que pueda imaginar. Usted y el idiota que le presta servicio van a recoger del suelo mi sangre con la lengua. Luego me acercaré a ustedes, me bajaré los pantalones, y usted y el idiota me lamerán el trasero.

Un nuevo golpe de Svintsov hizo que el viejo cayese a tierra, con lo cual de su boca salió proyectada una dentadura postiza que, al estrellarse contra la puerta, se partió en dos. El portador del singular apellido se cogió la cabeza con ambas manos y profirió entre gemidos unas palabras incoherentes.

—Por cierto, Svintsov —dijo el capitán—, ¿dónde está su documentación?

—No lo sé —respondió el sargento—. No se me ha ocurrido mirar.

Pues mira.

Svintsov se inclinó sobre el interrogado y, tras registrarlo, depositó en la mesa del capitán un viejo y untuoso pasaporte. El capitán lo abrió con repugnancia y, tras echar una ojeada a su interior, no pudo dar crédito a sus ojos. Acaso por primera vez en su vida, su rostro se quedó sin sonrisa. Bajo la impresión de que el despacho estaba sumido en la oscuridad, encendió la lámpara de sobremesa. Las letras, pulcramente trazadas en tinta china, emprendieron una danza entre los ojos del capitán sin que éste pudiera agruparlas en la debida forma. Slatin, Satlin, Saltin… No: lo que decía era Stalin, Moiséi Solomónovich. ¿Se trataría en verdad de un pariente? El capitán sintió un escalofrío. Ya se veía contra el paredón. ¡En buena se había metido, santo Dios! ¿No decían que el padre de Stalin era zapatero?

—¡Sal del despacho, Svintsov! —dijo el capitán sin que su propia voz le fuera audible.

Svintsov abandonó la estancia, pero esto no consiguió suavizar la situación a la que el capitán se veía enfrentado. En cierto momento, perdido el juicio, se puso a ejecutar tareas completamente carentes de sentido: echó mano de unos cuantos documentos y los atrajo hacia sí, para luego apartarlos de nuevo; posteriormente se apoderó del pisapapeles, atrapó debajo el pasaporte, sopló encima y, sirviéndose de ambas manos, trasladó cautelosamente la identificación hacia el borde de la mesa.

El detenido, entre tanto, continuaba en el suelo hecho un ovillo y, como antes, se sujetaba la cabeza con ambas manos, como si temiese que, de otra manera, pudiera caérsele al suelo.

El capitán se puso en pie, apartó la silla, adoptó la posición de firmes y, a voz en cuello, como si articulase una orden, dijo:

—¡Salud, camarada Stalin!

Stalin apartó una de las manos que le sostenían la cabeza y dedicó al capitán una mirada de reojo que denotaba desconfianza.

—Salud, salud —repitió prudentemente—; aunque ya nos hemos saludado antes.

Lo oportuno habría sido ayudarlo a levantarse, pero el capitán, que sentía un temblor en las rodillas, y en la boca, cierto regusto como de petróleo, no se resolvía a dar ese paso.

—¿Es usted…? —Se interrumpió para tragar saliva—. ¿Es usted…? —Esta vez se detuvo para frotarse los labios entre sí—. ¿El padre del camarada Stalin?

—¡Ay, qué dolor siento por todas partes! —clamó Stalin según echaba a gatear por el suelo en busca de su dentadura postiza, de cuyas mitades recuperó una en primer lugar y, más tarde, la segunda—. ¡Mis dientes! —gimió al contemplar lo que había quedado de la prótesis—. ¿Cómo me las voy a arreglar ahora sin ellos?

Tras alzarse trabajosamente, tomó asiento frente al capitán, en cuyos ojos fijó la mirada.

—¿Qué? ¿Te has asustado, truhán? —preguntó con malevolencia—. Siéntate, canalla, y mal rayo te parta. ¿De dónde voy a sacar yo ahora una dentadura como ésta?

—Mandaremos que le hagan otra nueva —se apresuró a garantizar el capitán.

—¡Otra nueva…! —lo escarneció el viejo—. ¿De dónde, me gustaría saber, pensáis sacar una dentadura como ésta, que me la hizo mi hijo? ¿Es que hay alguien en esta ciudad que sea capaz de repetir un trabajo semejante?

—¿Que esa dentadura la hizo personalmente el camarada Stalin? —indagó enternecido el capitán, al tiempo que alargaba la mano—. ¿Me permite que la toque?

—Imbécil —dijo Stalin apartando los despojos dentarios—. Bañadas como tienes las manos en sangre, y lo quieres tocar todo.

En el cerebro del capitán apuntó en ese instante la luz de una evocación salvadora. Si el que tenía ante sí fuera el padre de Stalin, que el hijo tendría que llamarse Yósif Moisiéievich, y no era ese su patronímico, sino…, sino… Por más esfuerzos que hacía, no lograba recordar el patronímico del bienamado caudillo.

—Discúlpeme —comenzó a decir, irresoluto—, pero, al parecer, el patronímico del camarada Stalin no corresponde al nombre de usted —añadió el capitán, gradualmente más dueño de sí—. ¿Por qué, entonces, se hace pasar por padre del camarada Stalin?

—Porque soy el padre del camarada Stalin. Mi hijo Zinovi Stalin es el más afamado protésico dental de Gómel.

—¡Acabáramos…! —exclamó el capitán, recuperando su humor festivo—. Pues no crea, también aquí tenemos protésicos dentales que hacen trabajos muy decentes.

Miliaga pulsó un botón. En la puerta apareció Kapa.

—¡Que venga Svintsov! —ordenó el capitán.

—Inmediatamente —dijo Kapa, y salió.

—¿Es que va a traer de nuevo a ese idiota? —quiso saber, un tanto inquieto, Stalin—. ¿Sabe una cosa? Yo no se lo aconsejaría. Es usted un hombre joven, con toda la vida por delante. ¡Qué ganas de arruinar su carrera! Escuche el consejo de un anciano.

—De usted lo he escuchado ya todo —respondió el capitán con una sonrisa.

—Le diré algo más. Mi consejo no le va a costar dinero. Lo único que deseo hacerle ver es que, si se llega a saber que usted ha arrestado y maltratado a un Stalin, aunque no sea el Stalin al que nos referimos, y ni siquiera su padre, sino una persona que lleva ese apellido. ¡Dios mío, eso tendrá para usted repercusiones que ni siquiera puede imaginar!

El capitán se quedó pensativo. Tal vez tuviera razón el viejo. Era una situación realmente delicada.

En el despacho entró Svintsov.

—¿Llamaba usted, camarada capitán?

—Sal —respondió Miliaga.

Svintsov dejó la habitación.

—Escúcheme, Moiséi So… —comenzó el capitán.

—Solomónovich —completó, no sin dignidad—, Stalin.

—¿Por qué lleva usted ese apellido, Moiséi Solomónovich? Usted no puede ignorar a quién pertenece…

—Lo llevo, entre otras razones, porque es el mío —respondió Moiséi Solomónovich—. Mi padre se apellidaba Stalin, y mi abuelo, también. Nuestra familia recibió ese apellido ya en épocas de los zares, porque mi abuelo era propietario de una pequeña fundición en la que se trabajaba el acero, y eso dio lugar a que le pusieran Stalin a manera de sobrenombre.

—Reconocerá, sin embargo, que se trata de una coincidencia enojosa.

—Enojosa lo será para usted. Para mí resulta incluso agradable. Porque si me apellidase Spulman o, pongamos por caso, Ivánov, ese idiota que trabaja para usted me habría roto tantas dentaduras como le hubiera venido en gana. Lo cual me trae a la memoria que el hombre que tenía el cargo de usted en Gómel me propuso no pocas veces cambiar de apellido, a lo que yo le respondía con una sola palabra: no. Por cierto que se le parecía mucho. ¿No se tratará de su hermano?

—No tengo hermanos —contestó apesadumbrado el capitán—. Soy hijo único.

—Créame que lo siento por usted —se compadeció Stalin—. Ser hijo único es siempre contraproducente, por el riesgo que corre uno de convertirse en egoísta.

Nada respondió a este comentario el capitán, quien, tras rasgar el atestado, arrojó sus pedazos al cesto de los papeles. Hecho esto, se puso en pie, informó al huésped del mucho placer que le había procurado el conocerlo, y le tendió la mano. Pero su visitante no mostraba prisa por marcharse. Pidió que, antes de abandonar la institución, le devolvieran las cañas de cuero de becerro y le extendiesen un documento dirigido a la policlínica provincial, encargando la reparación de la prótesis dentaria.

—Se hará lo necesario —respondió el capitán, que convocó a Kapa y le dio instrucciones para que confeccionase sin demora el escrito en cuestión.

Kapa quedó muy impresionada por la orden, que no sabía a qué atribuir. Aunque la Institución mostraba interés por su público en todo momento, nunca había llevado la cosa hasta aquellos extremos.

—¿No desearía también enviarlo a un balneario? —indagó con socarronería.

Se animó el viejo, que pidió no ser enviado, momentáneamente, a la estación termal.

—Me gustan mucho los balnearios, especialmente los de Crimea —dijo—. Crimea es la perla del Sur, el paraíso. Pero temo que no tarden en llegar allí esos alemanes.

—¡Ellos sí que le procurarían una buena cura! —observó Kapa con aire significativo.

Pronto lamentaría la secretaria su imprudente comentario, que el viejo acogió con vivo disgusto.

—Me parece que esta señorita peca de cierto antisemitismo —dijo con manifiesta inquietud por el futuro de la muchacha—. No obstante, pienso que no puede, por sus pocos años, haberse educado bajo el antiguo régimen. Es más; debe de ser miembro del Partido o del Komsomol…

Y examinando a Kapa con la mirada del que tiene ante sí a una pobre tullida, el viejo profirió un suspiro, agitó la cabeza en señal de desaprobación y dijo con vehemencia que, a menos que cambiase de convicciones, también ella se vería en el trance de tener que lamerle el trasero. Ceremonia que, sin embargo, no podría realizar sin antes haberse limpiado la boca.

—Porque —explicó— mi esposa, Tsilia, es muy celosa, y si me encontrase manchas de carmín, me armaría un alboroto enorme y tendríamos un drama familiar.

Kapa lanzó una ojeada al capitán, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. ¿Por qué permitía que aquel deslenguado se expresara en semejantes términos? ¿Por qué no ordenaba que lo pasaran de inmediato por las armas?

—Kápochka —le dijo con una sonrisa el capitán, que hacía visibles esfuerzos por suavizar la situación—, te ruego encarecidamente que vayas a confeccionar el documento del camarada.

Prietos los labios a causa del ultraje, Kapa marchó a cumplir la orden, pero, de camino, dio la vuelta y, sin mirar al viejo, preguntó cómo se apellidaba. Ya el viejo abría con la mejor disposición la boca cuando el capitán le ganó la delantera:

—No hace falta consignar ningún apellido —dijo precipitadamente—. Libra el documento al portador.

—No entiendo nada —objetó Kapa—. ¿Dónde se ha visto una persona que no tenga apellido?

—Pero sí que tengo apellido… —protestó el viejo.

—Sí que lo tiene —confirmó el capitán—; pero se trata de un apellido secreto —concluyó, dedicando al viejo y a Kapa sendas sonrisas—. Ve y escribe lo que te he dicho. El portador de la presente se dirige a ustedes, etcétera.

Unos minutos más tarde, el capitán acompañaba al viejo hasta la puerta principal, como si se tratase de un auténtico invitado de honor. El banquillo próximo a la entrada estaba, efectivamente, ocupado por una mujer de edad en cuyas rodillas reposaba un roto capazo de paja trenzada. La mujer mantenía la mirada fija ante sí en una actitud que hacía tener por cierto que la espera era su estado natural. Las horas y los minutos los llenaba, por lo regular, enumerando los grandes personajes que su pueblo había dado al mundo. Ahora, perdida la mirada en lo infinito y doblando uno tras otro los dedos, musitaba:

—… Marx, Einstein, Spinoza, Lincoln, Trotsky, Sverdlov, Rothschild…

—Tsilia —la llamó Stalin—, quiero presentarte a este joven. Es una persona muy interesante.

—¿Hebreo? —inquirió la mujer con animación.

—No es hebreo, pero es un joven muy inte…

—¡Aj! —exclamó Tsilia según agitaba la cabeza, perdido todo su interés por Miliaga—. ¡Qué fea costumbre la tuya! Apenas llegamos a un lugar nuevo, ya estás tú detrás de estos gentiles. ¿Es que no sabes encontrar otras amistades?

—Estás hablando de más, Tsilia. Este joven es una persona excelente. Mejor, casi, que el que conocimos en Gómel. Porque aquél me retuvo tres días con sus noches en el calabozo, y durante todo ese tiempo estuve explicándole por qué razón no podía retenerme. Éste, por el contrario, lo ha comprendido en seguida.

De regreso a su despacho, el capitán Miliaga se detuvo para dedicar a Kapa unas palabras conciliatorias y recoger de su mesa una carta que había llegado con el correo del día. Seguramente se trataba de un anónimo, pues las señas de la Institución habían sido escritas con la mano izquierda, y no había trazas del remitente. El caso no tenía nada de particular. Las cartas que enviaban los ciudadanos a la Institución de que era director el capitán Miliaga aparecían casi siempre sin remite y, salvo raras excepciones, escritas con la mano izquierda (excepciones éstas que respondían a los zurdos, quienes, en general se servían de la diestra). Estas cartas solían contener denuncias insignificantes. Las había contra personas que criticaban las cartillas de racionamiento; contra alguien que había expresado dudas respecto de una rápida victoria sobre los alemanes; contra otro que había contado en la cocina de su casa un chiste de dudoso contenido… Cierto comunicante, un camarada de los que mantienen los ojos bien abiertos, pedía que se sometiese a consideración la obra del poeta Isákovski. «Los textos del citado poeta —escribía este camarada vigía— son difundidos por toda la Unión Soviética mediante la radio y los discos fonográficos, y no es ninguna excepción su famosa balada Nada hay mejor que este mundo, una de cuyas estrofas reza: “Que acá veo, que acá escucho”. Pero, si prestan ustedes la debida atención, lo que oirán será una cosa bien distinta: “Caca veo, caca escucho”; he aquí lo que dice la letra, si se fijan bien». El despierto comunicante proponía que el poeta compareciese en el Lugar Apropiado y respondiese a esta interrogante directa: «¿Qué es esto? ¿Un error o un propósito torcido?». Informaba de pasada de que ya había hecho manifiesto este escandaloso desmán ante la prensa local, sin que hubiera recibido respuesta alguna hasta el momento. «El pertinaz silencio de la prensa —sacaba en conclusión— induce, aunque uno no lo quiera, a pensar en un contubernio entre el redactor del diario y el poeta Isákovski y, de ser así, ¿no nos hallaremos ante la pista que nos conduzca a una organización saboteadora con múltiples ramificaciones?».

En honor de la Institución es preciso aclarar que sus actuaciones no contemplaban, ni mucho menos, cada una de estas alarmas, pues de lo contrario no habría quedado un solo ciudadano en libertad.

Así pues, y al menos a primera vista, nada había de singular en aquella carta, llegada con el último correo. Pero algo le decía al capitán que, a pesar de todo, encerraba una información de importancia. Abierta ya la carta, una ojeada a sus primeros renglones le hizo comprender que no se equivocaba:

Ponemos en su conocimiento que en esta nuestra aldea, Krásnoie, se halla escondido un desertor y enemigo de la patria, que responde al nombre de Iván Chonkin y comparte el domicilio de la responsable del correo, Anna Beliashova. Dicho individuo está armado y se encuentra en posesión de un ingenio bélico o aeroplano que, lejos de defender nuestros espacios aéreos de la invasión de la Alemania fascista en estos momentos de dura prueba para el país, se encuentra inmovilizado sin provecho alguno en un huerto particular. El citado Iván Chonkin, que por su condición de soldado del Ejército Rojo debería ocupar su lugar en el frente, elude esta obligación para entregarse al libertinaje, a la bebida y al gamberrismo. Iván Chonkin invoca frívolos pensamientos y hace gala de escepticismo en lo concerniente a la doctrina marxista-leninista y a los trabajos de Charles Darwin relativos al origen del hombre, cuya esencia es que el mono se convirtió en ser humano por medio del trabajo y el ejercicio de las funciones intelectuales. Amén de lo anterior, el referido Iván Chonkin propició el que una res, propiedad de Anna Beliashova, causara daños irreparables en el huerto del conocido seleccionador y naturalista local Kuzmá Gládishov, con lo cual la investigación soviética en materia de hibridación agraria ha sufrido una pérdida de gran magnitud. Por todo ello rogamos la detención y entrega del desertor a los tribunales, para que sea juzgado con todo el peso de las leyes soviéticas. Quedamos a su entera disposición los habitantes de la aldea de Krásnoie.

Leída la carta, el capitán subrayó con lápiz rojo las palabras desertor, enemigo de la patria y Chonkin, mientras que con otro, de color azul, resaltó el apellido Gládishov y escribió al margen la acotación «Autor del anónimo», junto a la cual trazó un signo de interrogación.

La carta llegaba como caída del cielo, dado que era el momento de llevar a la práctica las órdenes de la jefatura suprema del país. El capitán reclamó la presencia del teniente Filíppov.

—Filíppov —le dijo—, toma la gente que te haga falta para marchar mañana a Krásnoie y detener a un desertor apellidado Chonkin. En la fiscalía te extenderán una orden. Y averigúame quién es un tal Gládishov, Kuzmá Gládishov. También él podría interesarnos.