17

—Mientras pongo el shchi a cocer, mete la vaca en el establo —dijo Niura, que había introducido la cabeza en el horno para avivar el fuego con un sonoro soplido.

—Ahora —respondió Chonkin, que, aplicado a bruñir con polvos dentífricos los botones de su guerrera, no sentía el menor deseo de moverse.

—La hora rusa tiene sesenta minutos —señaló Niura—. Y la limpieza de los botones puede esperar.

Acababa de regresar de Dolgov, con la carreta abarrotada de envíos que había tenido que distribuir. A su cansancio se unía ahora el descontento de ver que Chonkin no había preparado la cena.

Chonkin puso de lado guerrera y cepillo, se acercó a Niura por la espalda y se aferró a ella con ambas manos.

—Anda, anda ya —dijo ella y, un tanto enojada, sacudió las caderas como para liberarse del abrazo.

Durante cierto tiempo estuvieron litigando a cuenta de la vaca. Alegando primero lo temprano de la hora y, luego, un dolor de riñones, Chonkin trató de librarse. Pero todo fue en vano y por último tuvo que ceder.

Ya en el patio, estuvo jugando un rato con Borka; luego, en la calle, se detuvo para hablar, primero con la vieja Dunia, y más tarde con el abuelo Shapkin, que estaba sentado en el poyo de tierra que rodeaba su isba. Llegado al fin a la oficina, encontró congregada junto a ella una muchedumbre compuesta principalmente por mujeres. La presencia masculina era reducida: el Hombros; Vólkov, el tenedor de libros, y un tercero a quien Chonkin no conocía. El resto de los hombres estaban en el frente, movilizados casi en su totalidad ya en la primera semana de guerra.

La concurrencia prestaba muda atención a un altavoz que dejaba oír crepitaciones.

—¿Qué esperáis ahí plantados? —preguntó Iván a Ninka Kúrzova.

Por toda respuesta, Ninka se llevó un dedo a los labios. En aquel preciso momento, alguien tosió en el altavoz y, a continuación, una voz con marcado acento georgiano comenzó a hablar lentamente.

—¡Camaradas! ¡Ciudadanos! ¡Hermanos y hermanas! ¡Soldados de nuestro Ejército y nuestra Armada! ¡Tengo, amigos míos, un mensaje para vosotros!

Chonkin profirió un suspiro y se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el altavoz.

De nuevo fue audible en el aparato aquella tos, a la que sucedió una especie de gorgoteo, como si el que hablaba en las inmediaciones del micrófono echara agua en un recipiente o fuera sacudido por sollozos incontenibles. Este efecto sonoro, que se prolongó largo tiempo, suscitó una sensación de agobio entre los que escuchaban. Cuando por fin se hubo interrumpido, la voz de acento georgiano prosiguió en tono ponderado y más bien quedo:

—Continúa la traicionera ofensiva militar emprendida por la Alemania hitleriana contra nuestra patria el día 22 de junio. A pesar de la heroica resistencia opuesta por el Ejército Rojo; a pesar, también, de que las mejores divisiones del enemigo y lo más selecto de sus fuerzas aéreas, desbaratadas ya, han encontrado su tumba en el campo de batalla, el adversario continúa su avance redoblando sus efectivos en el frente. Han conseguido las huestes hitlerianas apoderarse de Lituania, de una considerable porción de Letonia, de la parte occidental de Bielorrusia y de un sector de Ucrania occidental. La aviación fascista amplía el radio de acción de sus aparatos, y ha bombardeado las ciudades de Orsha, Múrmansk, Moguiliov, Smolensk, Kiev, Odessa y Sebastopol. Un grave peligro se cierne sobre nuestra patria…

La vieja Dunia, que estaba de pie detrás de Chonkin, dejó escapar un sollozo. Ninka Kúrzova, cuyo esposo había partido al frente pocos días antes, escuchaba con labios temblorosos. Del resto de las mujeres, unas se agitaban conmovidas, y otras aspiraban ruidosamente por la nariz.

Chonkin, que escuchaba con gran fe aquellas palabras de pronunciado acento georgiano, no conseguía entenderlas por completo. Si las mejores divisiones del enemigo y lo más selecto de sus fuerzas aéreas se habían desbaratado y habían encontrado su tumba en el campo de batalla, ¿valía verdaderamente la pena inquietarse de aquella manera? Ahora, desbaratar las peores divisiones y lo menos selecto de la aviación sería aún más sencillo. Por otra parte, tampoco resultaba claro para Chonkin el sentido de la expresión «han encontrado su tumba en el campo de batalla». Puestos a encontrar una tumba, ¿por qué no habían ido a buscarla a otra parte? Y, en todo caso, ¿quién les había cavado aquella tumba? Chonkin veía en su imaginación una enorme multitud que caminaba por campos desconocidos en busca de una tumba. En cierto momento, y aunque sabía bien que no la merecían, llegó a sentir compasión por ellos. Consagrado a estas reflexiones, Chonkin se perdió gran parte de lo que estaba diciendo el orador. Alzando entonces la cabeza, se esforzó por recuperar el hilo de sus palabras.

—El Ejército Rojo, la Armada Roja y todos los ciudadanos de la Unión Soviética deben defender cada palmo de nuestra tierra y, mientras les quede una gota de sangre en las venas, han de luchar por nuestras ciudades y aldeas, dando pruebas del coraje, la iniciativa y la inteligencia característicos de nuestro pueblo…

Todos escuchaban haciendo señales afirmativas con la cabeza, de modo que también Chonkin se puso a asentir. El estaba dispuesto a luchar, sólo que no sabía cómo ni contra quién. Con motivo de la movilización de los aldeanos, y cuando el capitán que estaba a cargo del alistamiento se encontraba en el porche de la oficina hablando con el presidente, Chonkin se había acercado al primero y lo había saludado observando todos los requisitos del reglamento. Pero el otro, sin darle siquiera tiempo a hablar, lo había increpado dando grandes voces: «Pero ¿no está usted de servicio? ¿Quién le ha dado, entonces, permiso para abandonar su puesto? ¡Media vuelta! ¡A su puesto! ¡Mar… che!». Y en eso había quedado la conversación. Stalin, por el contrario, no le habría hablado nunca de aquella forma. Él era un hombre inteligente, capaz de comprender a los demás y de ponerse en su lugar. No en vano, el pueblo lo amaba. ¡Y qué bien cantaba aquella canción, «Botas de fieltro»! Pero ¿por qué se le había puesto, de pronto, voz de mujer? Terminó la canción y hubo un estallido de aplausos.

—¡Qué bien! —oyó Chonkin a su espalda.

Algo sobresaltado, dio la vuelta. Taika Górshkova, que desde la marcha al frente de Liosha Zhárov actuaba de pastora, estaba mirando boquiabierta el altavoz de la radio, mientras jugaba con el látigo entre los dedos.

Chonkin miró a derecha e izquierda y, al no ver a nadie más, se volvió de nuevo hacia Taika, a quien interrogó con la mirada.

—Decía que la Ruslánova canta muy bien —repitió Taika.

—¿Y las vacas? —preguntó Chonkin con estupor—. ¿Has vuelto ya con ellas?

—¡Pues no hace poco tiempo…! ¿Por qué me lo preguntas?

—No, por nada…

Sin comprender todavía cómo se le había podido pasar por alto el regreso del ganado, Chonkin se encaminó a casa. La vaca, como era de imaginar, había vuelto por cuenta propia, pues su condición de animal no le impedía conocer bien el camino. No menos portentoso se le antojaba a Chonkin el que, sumido en sus reflexiones, no hubiese reparado en la dispersión de la gente. Claro que, a decir verdad, no podía hablarse de dispersión, ya que la muchedumbre, compuesta por los mismos elementos, se había congregado de nuevo. Pero esta vez, y por razones desconocidas, se fue a algún otro lugar que, al principio, pareció a Chonkin los alrededores de la casa de Gládishov.

—¿Qué esperáis ahí plantados? —volvió a preguntar también esta vez a Ninka Kúrzova.

Ninka se volvió y miró a Chonkin con expresión de extrañeza, como si algo, en su persona o en su indumentaria, moviese a asombro. También el resto de los congregados, imitando a Ninka, se volvieron y dedicaron a Chonkin miradas interrogativas. Confundido y desconcertado, el propio Iván comenzó a examinarse de arriba abajo, no fuera que, sin darse cuenta, se hubiese embadurnado de forma escandalosa.

A todo esto, surgido de la muchedumbre, el Hombros se lanzó sobre Chonkin con los brazos abiertos.

—¡Vania, amigo mío! ¿Qué haces aquí parado? —prorrumpió—. Ven corriendo y te enseñaré algo que ni en las películas…

Tomó a Chonkin del brazo y se internó con él en la masa de los congregados, que les franquearon gustosamente el paso.

Al llegar, por fin, ante la valla de su vecino, Chonkin no pudo dar crédito a sus ojos. El admirable huerto, obra del genio y el esfuerzo cotidiano de Gládishov, ofrecía una imagen de terrible devastación. Pateado y arrasado de forma no menos concienzuda que si hubiese sufrido el tránsito de una manada de elefantes, sólo en unos pocos lugares de su recinto se erguían los maltrechos despojos de las otrora matas de camhasos. Un postrer ejemplar, milagrosamente preservado, ofrecía su lujuriante verdor en aquel marco de total desolación.

Habiéndose reservado sin duda aquel último espécimen a modo de postre, Krasavka la vaca, responsable de lo sucedido, pretendía ahora plantada en mitad del huerto dar también cuenta de aquel camhaso, lo que a buen seguro habría conseguido de no ser por la intervención del hortelano que, en el colmo de la desesperación, henchido de ciega ira y, a la vez, resuelto a defender al menos aquel triste exponente de su taumaturgia, sujetaba al animal por los cuernos.

Plantado ante la vaca, ampliamente separados los pies, componía Gládishov con sus botas de lona llenas de polvo, una estampa que hacía pensar en un torero, tensos hasta el agarrotamiento los músculos en su esfuerzos por obligar a retroceder a aquella vándala astada.

Junto a Gládishov, aferrándolo por las mangas, Niura estaba entregada a un llanto incontrolable.

—¡Matviéich —le imploraba entre lágrimas, dirigiéndose a él por el patronímico—, devuélveme la vaca! Por favor, devuélvemela. ¿Qué quieres hacer con ella?

—¡Matarla! —anunció Gládishov en tono siniestro.

—¡Ay, señor! —plañía Niura—. ¡Devuélvemela, Matviéich, que no tengo otra!

—¡La mataré! —insistió Gládishov, según empujaba al animal hacia el cobertizo.

La vaca se debatía y trataba de alcanzar la mata de camhasos superviviente. Afrodita, ajena a cuanto ocurría, amamantaba a Heraclio en el porche. Chonkin, sin saber qué partido tomar, miraba en todas direcciones.

—Pero ¿a qué estás esperando, Vania? —lo incitó el Hombros, esbozando una sonrisa de aliento—. ¿Es que no vas a salvar al animal? ¡Mira que la mata! Le pegará una cuchillada, y adiós muy buenas. —Hizo un guiño al contable, que estaba cerca de allí.

Chonkin no deseaba inmiscuirse en aquel asunto, pero viendo la obstinación de Gládishov y el llanto de Niura, aunque a desgana, atravesó la valla, con la cabeza por delante.

—¡Ay! —gritó agudamente una voz de mujer, que pertenecía a Zinaida Vólkova, la esposa del contable—. ¡Esto va a terminar en una matanza, comadres!

Al ver a Chonkin, Niura se envalentonó y pasó a la acción directa:

—¡Maldito esperpento! —increpó a su enemigo al tiempo que lo agarraba de la oreja derecha, colorada de por sí.

—¡Conque ésas tenemos! —se indignó Gládishov, que largó a Niura un puntapié en el vientre.

Niura cayó en un surco y rompió a aullar. Chonkin se acercó a ella, se inclinó y pudo comprobar que no había ocurrido nada irreparable. Muerta no estaba y herida, al parecer, tampoco.

—¿Por qué gritas así? —le preguntó apelando al buen sentido, al tiempo que la ayudaba a incorporarse y le sacudía el polvo del vestido—. Nadie te ha hecho nada. Cierto que Kuzmá Matviéich te ha dado un golpecito, pero también hay que comprenderlo. ¿Quién no perdería la cabeza en su lugar? Un hombre que se ha pasado todo el verano regando, cuidando su huerto como si fuera un hijo, y al que, de pronto, le hacen esto. Mira, Kuzmá Matviéich —continuó, enfrentándose con su vecino—, perdona, por amor de Dios. La vaca, como comprenderás, no es como las personas, que saben distinguir entre lo propio y lo ajeno. Ella, nada más ver algo de color verde, se lo zampa. Anteayer mismo, Niura colgó en el huerto una blusa verde, y vino la vaca y se la comió. Sólo dejó una manga. ¡Ya te daré yo, condenada! —amenazó, blandiendo un puño ante el animal—. Suéltala, vecino, que, después que la haya cogido por mi cuenta, no le quedarán ganas de entrar otra vez en un huerto ajeno.

Y, dichas estas palabras, Chonkin sujetó las astas del animal por encima de donde Gládishov las agarraba.

—Aléjate —ordenó Gládishov empujando a Chonkin con el hombro.

—¡Ca! ¡Nada de eso! —respondió Chonkin devolviéndole el empellón—. Tú devuélvenos la vaca, Kuzmá Matviéich, que Niura y yo encontraremos la forma de pagar los daños del huerto.

—¡Necio! —exclamó Gládishov, nublados los ojos por las lágrimas—. ¿Con qué quieres pagar lo que constituía una hazaña científica? ¡El híbrido que quise cultivar para beneficio del mundo!

—Te compensaremos —insistió Chonkin—. Por Dios que lo haremos juntos. Te devolveremos tus tomates y tus patatas. Que crezcan juntos o separados, ¿qué más puede importarte?

A fuerza de empujar con el hombro a su testarudo vecino, Chonkin había conseguido ya el pleno dominio de uno de los cuernos. Los dos hombres tiraban ahora de la vaca en direcciones opuestas, con lo que la fuerza resultante era más tolerable para el animal.

El desenlace estaba próximo. A los empellones que le daba Chonkin con el hombro izquierdo, Gládishov contestaba con otros del derecho. Los espectadores, apoyados en la valla, contenían la respiración. Afrodita, que había cambiado de pecho, continuaba con la nutrición de Heraclio. El silencio era total, excepción hecha del pesado resuello de los contendientes y los apáticos resoplidos de la vaca, que no cejaba en su empeño de llevarse a la boca aquella simpática mata de híbrido adolescente. La concurrencia se mantenía callada y tensa, a la espera de acontecimientos.

—¡Dale en un ojo, soldado! —aconsejó impensadamente, a gritos, el Hombros.

Alguien dejó escapar una risita que, sin embargo, contuvo acto seguido.

—¡Ay, comadres, cerrad los ojos, que esto va a convertirse en una matanza! —chilló Zinaida Vólkova.

El marido, que se encontraba de pie a escasa distancia, empezó a abrirse paso entre la multitud hacia Zinaida.

—¡Una matanza, una matanza, una matanza! —barbotaba ella, como si fuera un conjuro.

Ya junto a su esposa, y no sin antes haber apartado a Ninka Kúrzova, para disponer de más espacio, el contable alzó reposada y cuidadosamente su única mano y propinó a Zinaida tal bofetada que, de no ser por el apoyo de los que se encontraban alrededor, con seguridad la mujer habría perdido el equilibrio.

Sin pronunciar palabra, ambas manos en la mejilla que había recibido el golpe, Zinaida, aún entre la muchedumbre, comenzó a buscar la salida mientras el contable, que se había encarado al Hombros, explicaba su conducta:

—La de veces que le he dicho: «No te metas donde no te llaman». Lo mismo pasó el día de la pelea de Nikolái Kúrzov con Stepán, el de Kliúkvino: se puso a mirar como hechizada, lanzando ayes. Luego la citaron como testigo y, cuando el juez la llamó al estrado, le dio un patatús del que no se recuperaba ni con la respiración artificial.

—Lo que tendrías que haber hecho es acogotarla de verdad —aconsejó alegremente el Hombros—. Así no habría ningún testigo para el juicio.

—¡Una matanza! —clamó a grito pelado Zinaida, que libre por fin de la multitud, las manos todavía aplicadas a la mejilla, se lanzó como una exhalación aldea adentro.

Distraídos por el grito, Chonkin y Gládishov aflojaron los dedos a un tiempo. Al advertirlo, la vaca agitó la cabeza violentamente, con lo cual sus opresores, que no esperaban tal treta, cayeron a tierra uno aquí y otro allá.

La vaca, que no aguardaba mejor ocasión, arrancó con un movimiento fulminante el último espécimen del milagroso híbrido y se puso a masticarlo con parsimonia.

Gládishov, que se había puesto a cuatro patas, se lanzó como un poseso tras el animal.

—¡Madre mía! ¡Devuélveme eso! —clamó patéticamente, todavía de rodillas, con los brazos desplegados ante la vaca—. ¡Devuélvemelo, por favor!

La vaca, que se relamía sonoramente, resollaba y, por cautela, no perdía de vista a Gládishov, reculó.

—¡Devuélvemelo! —repitió Gládishov, que, siempre de rodillas, se arrastraba hacia el hocico del animal.

El extremo mascado del camhaso apareció brevemente en las fauces del animal. A él se aferró Gládishov, pero en aquel mismo momento, la vaca realizó un movimiento de deglución, y la última mata del admirable híbrido desapareció para siempre en la sima insondable de su estómago. Durante un momento, Gládishov quedó como aturdido. Luego, ya de pie, y cuando el trance parecía vencido, se precipitó hacia su isba profiriendo un aullido.

Chonkin, que a todo esto se había levantado del suelo, se sacudió el polvo de los pantalones y, sin mirar a nadie, aferró con una mano un asta de la vaca y, apretando el puño, descargó la otra con todas sus fuerzas en el hocico de la bestia. Aparte de retirar la cabeza, Krasavka no ofreció mayor resistencia, y Chonkin la arrastró hacia el cobertizo, no sin antes haber pedido con un grito a Niura que se adelantase para abrir la puerta.

—Y así termina la historia —dijo, con cierta congoja, el Hombros.

Pero se equivocaba.

En el porche de su isba había aparecido Gládishov, desgreñado y con ojos de loco, empuñando una vieja carabina del calibre dieciséis. La multitud prorrumpió en ayes.

—Ya dije yo que esto iba a terminar en una matanza —se oyó la voz de Zinaida, que había regresado en el momento preciso.

Gládishov se echó la carabina al hombro y apuntó a Chonkin.

—¡Vania! —gritó Niura, aterrada.

Chonkin se volvió. Sin dejar de sujetar a la vaca por los cuernos, miró la carabina que lo apuntaba. Incapaz de cambiar de posición, estaba como aturdido.

«Tengo sed», fue el absurdo pensamiento que acudió a su mente. Y se pasó la lengua por los labios.

Se oyó el seco chasquido del gatillo.

«Todo ha terminado», pensó Chonkin.

Pero ¿por qué no sentía dolor? ¿Por qué no caía a tierra? ¿Por qué volvía Gládishov a oprimir el gatillo? Un nuevo chasquido…

—¡Idiota, más que idiota! —Sonó la voz estruendosa, cabal y aplomada de Afrodita—. ¿A quién disparas y con qué? ¿Acaso no te acuerdas de que hace tiempo gastaste toda la pólvora para hacer abono?

Un clamor sacudió a la multitud. Gládishov volvió a apretar el gatillo, aplicó un ojo al cañón del arma y, convencido de que no contenía nada, la arrojó al suelo. A continuación se sentó en el porche, donde rompió a llorar amargamente, con la cabeza entre las manos.

En su anterior posición, prietos los dedos en torno a las astas de Krasavka, Chonkin parecía encolado al suelo. Niura se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—Vamos —dijo afectuosamente.

Chonkin la miró con una mezcla de desinterés y amargura, sin comprender lo que ella pretendía.

—¡Que nos vayamos! ¡Que vayamos a casa, digo! —gritó ella, como si se las hubiera con un sordo.

Y, él por un asta, Niura por la otra, sujetaron y condujeron a la vaca que, saciada, se había apaciguado por completo.

Gládishov, sin embargo, seguía llorando en el porche de su casa. Lloraba sonoramente, mostrando al enjugarse el llanto con los bajos de la maltrecha camiseta el vello blanquecino que le cubría el abdomen.

Incapaz de sufrir el espectáculo, y olvidándose de la vaca y de Niura, Chonkin se acercó a su abatido enemigo.

—¿Quieres escucharme un momento, vecino? —empezó, rozando con la punta de la suya la bota de Gládishov—. Lo que ha ocurrido… no tiene importancia. No te preocupes. Este año, en cuanto termine la guerra, te echaré una mano y llenaremos de camhasos no sólo tu huerto, sino, además, el de Niura.

Y, en señal de buena voluntad, rozó con la mano el hombro de Gládishov, el cual dio un respingo, emitió un rugido y, habiéndose apoderado de la mano que Chonkin le tendía, quiso clavar en ella los dientes. Pero Chonkin la retiró a tiempo y retrocedió de un salto. Luego, protegido por la distancia, contempló al seleccionador con una mezcla de cautela y conmiseración, sin saber por cuál decantarse.

A esto apareció Niura, que cargó sobre Chonkin.

—¡Ay, desdichado! ¿De quién te compadeces? ¿Con quién gastas tus palabras? ¿Se compadecía él de ti, acaso, cuando te encañonaba con el arma? ¡Matarte era lo que quería!

—Bueno, ¿y qué si quería matarme? —replicó Chonkin—. ¿No ves lo desesperado que está? —Y, dirigiéndose a Gládishov, pero sin coraje para buscar la proximidad de su vecino, añadió—: ¿Verdad, Matviéich, que lo has hecho por desesperación?