Abiertas las piernas y separados los brazos, el teniente coronel Opálikov esperaba de pie a que le pusieran el paracaídas, tarea en la que intervenían Kudlái, el ingeniero del regimiento, y dos técnicos que ostentaban la categoría de jefes.
Opálikov frunció el ceño. En el plazo de unos pocos minutos habría de remontarse en el aire acompañado de un grupo aéreo y, conforme a las instrucciones recibidas, poner rumbo al distrito de Tiráspol. El itinerario ya había sido elegido y verificado, y las instrucciones de vuelo, refrendadas por el mando. Los comandantes de las escuadrillas, por su parte, habían comunicado que estaban listos para el despegue…
«¿A Tiráspol? ¡Pues a Tiráspol! —pensaba Opálikov—. Caer por caer, ¿qué más da un sitio que otro? Cuando a uno le llega su hora, ningún lugar es refugio seguro. Y nuestros cacharros no pueden compararse con los Messerschmidt. Pero, a fin de cuentas —se dijo—, no es ésa la cuestión. He vivido treinta y cuatro años, y no es poco. Algunos no tienen la suerte de cumplirlos. Además, he visto no pocas cosas en ese tiempo. Si no fuera por Nadka. Nadka… —El recuerdo de la esposa lo puso de peor humor todavía—. “Te esperaré…”, me dijo. ¡Seguro! En la cama de algún otro. ¡La perra! Al tener noticia de la guerra, otras mujeres se deshicieron en llanto. Ella, sin embargo, no fue capaz de verter una sola lágrima, ni siquiera para cubrir las apariencias. Está maldita, como la higuera.
Seguro que hasta recibió la noticia con alegría. El marido en el frente, libertad total… Como si fuera libertad lo que antes le faltara, después de darse a cualquiera que se le pusiese a tiro. Pasear por la ciudad era bochornoso a veces, como si todos me señalasen con el dedo: ahí va el comandante del regimiento. Se pone a mandar un regimiento, pero no sabe dominar a su mujer. Porque en la vida militar no existen secretos. Es peor que en las aldeas. Todo el mundo lo sabe todo acerca de los demás. Hasta lo de aquella vez, con el intendente, en el almacén de avituallamiento, encima de un montón de capotes viejos… ¡Rebajarse a eso! Bien es cierto que quise entonces matarla, que ya había sacado el revólver de la pistolera, pero no me obedeció la mano… Desde luego, no le falta razón a Kudlái al decir: “¿De qué te quejas, si la compraste?”. Está claro que ella lo llevaba en la sangre: era insaciable. ¡Anda y que la zurzan!», pensó el teniente coronel al tiempo que Pajómov hacía su aparición a bordo del sidecar de una motocicleta.
—Camarada teniente coronel… —Pajómov se llevó la mano a la sien al saltar del vehículo.
—Sí, ¿qué se te ofrece? —lo interrumpió Opálikov, que había levantado la pierna para hacer a Kudlái más fácil la tarea de trabar una cincha del paracaídas y darle la vuelta.
—El equipo de la estación aérea ya está cargado en el convoy —informó Pajómov—. En un plazo de cuatro días, estimo, también nosotros habremos llegado a Tiráspol.
—Mira qué bien —dijo Opálikov, que, tras ayudar al ingeniero a subir al aparato, se encaramó al ala—. Pues te esperamos en Tiráspol.
Opálikov se introdujo en la carlinga y, después de debatirse en el asiento, cuando hubo encontrado cierto acomodo, desplegó sobre las rodillas el portamapas y, una vez más, repasó mentalmente la primera parte del itinerario: despegue; reunión de la escuadrilla en la zona de concentración; luego, rumbo doscientos cincuenta y siete y corrección de cuatro grados respecto de la dirección del viento. Todo normal, todo correcto. La única fuente de desasosiego, Nadka… Opálikov alzó la cabeza.
Pajómov seguía plantado en las inmediaciones del aparato, cambiando el peso del cuerpo de uno a otro pie.
—Bien; ¿algo más, Pajómov? —dijo el comandante del regimiento dedicándole un último instante de atención.
—No, nada. Que no sé qué hacer con Chonkin —dijo Pajómov con titubeos.
—¿De qué Chonkin me estás hablando? —Opálikov alzó las cejas, perplejo.
—Del soldado que tenemos de guardia junto al aparato averiado.
—¡Ah! —exclamó Opálikov, al tiempo que situaba los pies en los pedales y verificaba la movilidad del timón y los alerones para accionar, a continuación, el encendido—. No me digas que sigue allí sin relevo.
—Allí sigue —confirmó Pajómov—. Y también el avión.
—Eso no es un avión —diagnosticó Opálikov con un ademán disuasorio—. ¡Eso es un féretro! Y ese Chonkin, ¿qué hace allí?
—Esperar —declaró Pajómov encogiéndose de hombros—. No sé qué he oído de que se había casado…
Y no sabiendo qué actitud adoptar ante tal conducta del soldado, sonrió.
—¿Que se ha casado? —repitió Opálikov, cuyo entendimiento no podía concebir que alguien se casara en un momento semejante, cuando los que ya tenían mujer no sabían qué hacer con ella. ¡Casarse! ¿Para qué?—. Bueno, pues si se ha casado —resolvió—, dejémoslo vivir. Ahora tengo otras preocupaciones. —Y, dirigiéndose al ingeniero, gritó—: ¡Kudlái, dile al regimiento que tenemos en marcha los motores!
Así se decidió el destino de Chonkin.