15

Gládishov no conseguía conciliar el sueño. En la oscuridad de la alcoba, que sus ojos taladraban inquietos, se dedicaba a suspirar, proferir ayes casi inaudibles y cazar las chinches que se paseaban por su cuerpo. Pero los responsables de su insomnio no eran las chinches, sino sus propios pensamientos, que no dejaban de girar en torno a un mismo punto. Con la estúpida pregunta formulada durante la celebración del mitin, Chonkin había conturbado su espíritu y hecho que aquella fe suya, aparentemente inconmovible, en la ciencia y sus doctores, conociese por fin un instante de vacilación. «¿Por qué no se convierte el caballo en hombre?». Y, a decir verdad, ¿qué razón se lo impedía?

Acorralado entre la pared y el cuerpo de Afrodita, yacía y pensaba. En rigor, los caballos trabajaban, y mucho. Más que cualquier simio. Los caballos servían de cabalgadura a la gente, tiraban de los arados y arrastraban cargas de la más diversa naturaleza. Invierno y estío, laboraban cuantas horas conviniese sin conocer fiestas ni días de asueto. Y no figurando el caballo, a buen seguro, entre los animales de más obtusa inteligencia, no conocía Gládishov, sin embargo, uno solo que se hubiera convertido en hombre. Incapaz de encontrar una explicación satisfactoria a este enigma de la naturaleza, Gládishov suspiró sonoramente.

—¿No duermes?— preguntó con un susurro estrepitoso Afrodita.

—Duermo— respondió él, enojado, al tiempo que se volvía hacia la pared.

A punto de ser ganado Gládishov por el sueño, se despertó Heraclio y rompió a llorar.

—Chiiiiiist —siseó Afrodita, que, sin levantarse, comenzó a mecer la cuna de forma estruendosa.

Heraclio no se apaciguaba. Afrodita se levantó, sacó al niño de su camita y le dio el pecho. El pequeño dejó de llorar para iniciar, con los labios, sonidos de succión. Mientras lo amamantaba, Afrodita revolvía con la mano libre en el interior de la cuna, sin duda cambiando pañales. Pero, cuando lo devolvió a su lecho, Heraclio se puso de nuevo a llorar.

Siempre meciendo la cuna, entonó Afrodita una nana:

Duérmete, Heraclio mío,

en tu cunita duerme…

Y como sea que ignorase la continuación, prosiguió interminablemente:

Duérmete, Heraclio mío,

en tu cunita duerme…

Al fin, el niño se quedó dormido. Silenciosa también Afrodita, el dueño de la casa comenzó a adormecerse. Pero, apenas entornados los ojos, oyó que se abría la puerta de la calle. Se sorprendió. ¿Acaso había olvidado echar el cerrojo antes de meterse en la cama? Pero, aun en tal supuesto, ¿quién era el que, a hora tan avanzada, oscuras como estaban las ventanas, turbaba el descanso de la gente? Gládishov se puso en guardia. ¿Se trataba, acaso, de una figuración suya? No. Alguien, quienquiera que fuese, había cruzado el zaguán y ahora se aventuraba a oscuras por el corredor. Los pasos se aproximaron más y, un instante después, la puerta de la alcoba se abrió con un crujido. Gládishov se incorporó apoyándose en los codos, escrutó con esfuerzo la oscuridad y, para gran sorpresa suya, identificó al visitante: era el caballo castrado que todos conocían con el nombre de Osoaviajim[8]. Gládishov sacudió la cabeza con ánimo de avivar los sentidos y cerciorarse de que no era víctima de una alucinación, de que aquello estaba sucediendo realmente y era el propio Osoaviajim (Gládishov conocía bien al animal por servirse a menudo de él para transportar productos al almacén de la aldea) el que, plantado en mitad de la alcoba, resollaba ruidosamente.

—¡Hola, Kuzmá Matviéich! —saludó el caballo, impensadamente, con voz humana.

—Hola… Hola… —contestó con comedimiento Gládishov, consciente de lo inusitado de la situación.

—He venido a visitarte, Kuzmá Matviéich, para hacerte saber que me he convertido en ser humano y que ya no volveré a hacer acarreos.

Por alguna razón imprecisa suspiró el caballo y, tras mudar de una a otra pata el peso del cuerpo, se puso a dar golpes en el suelo con la pezuña.

—Silencio, silencio —siseó Gládishov—; vas a despertar al niño.

Y se sentó en la cama, tras desplazar un poco el cuerpo de Afrodita. Presa de inmenso alborozo ante el hecho de ser seguramente el primero de los humanos al que cabía la suerte de presenciar tan singular fenómeno, indagó en tono premioso:

—¿Y cómo has logrado convertirte en ser humano, Osia?

—Pues, te diré… —inició pensativamente su respuesta Osoaviajim—. He trabajado mucho en los últimos tiempos. Tú mismo lo sabes: mercancías para el almacén; cargas de estiércol, que acepté sin repugnancia; bregas con el arado, que también eso me tocó en suerte… A todo me avine de buen grado y, a consecuencia de estos ímprobos esfuerzos, he acabado convertido en hombre.

—Es muy, muy interesante —observó Gládishov—. Lo único que me preocupa es saber quién acarreará ahora las mercancías.

—Eso es cosa tuya, Kuzmá Matviéich —respondió el caballo con un cabeceo—. Habrá que buscar un sustituto. Podrías echar mano de Tulipán, que todavía tardará en convertirse en ser humano.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque es un holgazán que todo lo hace a regañadientes. Ése, como no sea a palos, no se mueve. Y para llegar a persona, ¡la de trotes que hay que darse! —Rompió a relinchar el caballo, que, sin embargo, cobró súbita conciencia de lo que estaba haciendo—. Perdóname, Kuzmá Matviéich; son reminiscencias caballunas que todavía conservo.

—No tiene importancia; eso le ocurre a cualquiera —condescendió Gládishov—. Una cosa me gustaría que me dijeras: ¿qué piensas hacer ahora? ¿Vas a quedarte, acaso, en el koljós?

—Es poco probable —respondió Osoaviajim con un suspiro—. Con mi actual talento, nada tengo que hacer aquí. Lo más probable es que me vaya a Moscú, a consultar con los catedráticos. O me iniciaré, a lo mejor, dando algunas conferencias. En fin, Kuzmá Matviéich, la vida, para mí, no hace sino empezar… Me gustaría casarme y tener hijos que, en el futuro, contribuyeran al progreso, pero eso es imposible.

—¿Por qué imposible?

—¿Y todavía te atreves a preguntarlo? —respondió Osoaviajim con una risa amarga—. ¿Pues qué me hiciste tú mismo ocho años atrás? Suprimirme órganos que son imprescindibles para la procreación…

Gládishov experimentó una sensación de malestar. Hasta le pareció, en su confusión, haberse sonrojado. Afortunadamente, no había luz que permitiera verlo.

—Perdóname, amigo Osia —adujo con toda sinceridad—. Si yo hubiera sabido que ibas a convertirte en ser humano, mucho me habría guardado. Pero pensé que eras un caballo y nada más que eso. ¡Si lo hubiera sabido!

—¡Si lo hubiera sabido! —lo escarneció Osoaviajim—. Pues ¿qué es un caballo según tú? ¿No es un ser vivo acaso? ¿Es lícito, por ventura, desposeerlo de una alegría de la que todos disfrutan? Nosotros no vamos al cine ni leemos novelas, lo cual no te impidió, cuchillo en mano…

Gládishov se alarmó. No acababan de gustarle las palabras de Osoaviajim. Apenas convertido en ser humano, ya comenzaba a criticar. Desde el punto de vista biológico, sus méritos eran muchos, sin duda, pero si se daba un enfoque político a la cuestión, que un caballo se convirtiera en ser humano no era más que la mitad. Lo principal consistía en saber en qué clase de ser humano se había transformado: ¿afecto o desafecto a la causa? Armándose a tiempo de la debida cautela, formuló Gládishov al caballo una pregunta de las que se denominaban experimentales:

—Y, dime, Osia: si, y es una suposición, te llamasen al frente, ¿de qué lado lucharías?, ¿del nuestro o del alemán?

Miró el caballo a Gládishov con expresión de lástima al tiempo que meneaba la cabeza, como si se las hubiera con un hombre en extremo estúpido.

—Yo, Kuzmá Matviéich, no puedo, de ninguna manera, ir al frente.

—Y eso, ¿por qué? —quiso saber, zalamero, Gládishov.

—Porque no tengo con qué apretar el gatillo —respondió irritado Osoaviajim—. No tengo dedos.

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó Gládishov dándose una palmada en la frente que lo hizo despertar.

Abiertos ya los ojos, no conseguía explicarse adonde había ido a parar el caballo. El mobiliario de la habitación era el mismo de siempre, con la antigua cama y el colchón de plumas en que, atrapado entre Afrodita y la pared, descansaba Gládishov. Rodó la esposa sobre él con todo su peso, chasqueando los labios y emitiendo en sueños sonidos silbantes, todo con tal abandono, que la cosa resultaba poco menos que repulsiva. La atmósfera era irrespirable. Hacía calor. Con un movimiento del hombro, Gládishov intentó apartar a la mujer, sin conseguirlo. Probó una segunda vez. Idéntico resultado. Perdida la paciencia, se apoyó con manos y pies en la pared y, cuando la presionó con el trasero, Afrodita despertó con tal respingo que por poco salió despedida de la cama.

—¿Qué hay? ¿Qué ocurre? —interrogó la mujer, aturdida.

—Afrodita, ¿me oyes? —bisbiseó Gládishov—. ¿Dónde se ha metido el caballo?

—¿Qué caballo? —Afrodita sacudió la cabeza para avivar los sentidos.

Osoaviajim, el caballo castrado —respondió Gládishov irritado por la falta de perspicacia de su esposa.

—¡Oh, Señor! —farfulló Afrodita—. ¡Un caballo castrado! Dios sabe de qué estará hablando… Anda, duerme.

Dicho esto, se volvió boca abajo, hundió la cabeza en la almohada, e inmediatamente se durmió de nuevo.

Gládishov permaneció tendido en la cama, con los ojos fijos en el techo. A medida que recobraba la conciencia comprendió que la aparición del caballo había sido producto del sueño. Dado que había leído, pues su formación se lo permitía, la obra El sueño y sus imágenes, estaba en condiciones de interpretar correctamente el de aquella noche. «Ayer —se dijo— oí a Chonkin decir aquel disparate, y eso me ha inducido a soñar». Sin embargo, un pensamiento que las palabras no conseguían traducir no dejaba de hostigarlo con su presencia obsesiva. Incapaz ya de dormir, no dejaba de dar vueltas en la cama, y apenas despuntó el día en la ventana, salvó gateando el cuerpo de Afrodita y, con aire reflexivo, comenzó a vestirse sus calzones de soldado de caballería.

Aquella mañana Niura se había levantado antes que Iván, cuando todavía no había amanecido. Después de dar vueltas y más vueltas, sin sueño ya, decidió abandonar el lecho. Y como era demasiado temprano para ordeñar la vaca, decidió ir a buscar agua al río. En el zaguán cogió dos cubos y la pértiga para llevarlos a hombros. Pero cuando abrió la puerta tuvo un gran sobresalto. Había alguien en el porche, sentado.

—¿Quién está ahí? —preguntó con voz asustada, haciendo retroceder la puerta por lo que pudiera ser.

—No temas, Anna.[9] Soy yo, Gládishov.

Asombrada, Niura abrió de nuevo.

—¿Qué haces ahí sentado?

—Mira, nada… —fue la imprecisa respuesta de Gládishov—. ¿No se ha despertado Iván todavía?

—¡Qué va! —Niura rio—. Duerme como un tronco. Pues ¿qué pasa?

—Un asunto que tengo con él —dijo Gládishov, no deseando ser más explícito.

—¿Quieres que lo despierte? —propuso Niura, que respetaba a su vecino por su erudición y daba por sentado que no se atrevería a causar molestias por una cuestión baladí.

—No, no; no vale la pena.

—¿Cómo que no vale la pena? Voy a despertarlo. Es hora de que se levante, que luego hará de la noche el día y viceversa.

Gládishov no opuso más resistencia porque, si bien no revestía gran importancia lo que deseaba comunicar a su amigo, era una de esas cuestiones que resulta difícil reservarse para uno mismo.

Al cabo de unos minutos, Chonkin salió al porche sin más vestimenta que los calzoncillos.

—¿Querías verme? —preguntó rascándose y bostezando a un tiempo.

Gládishov demoró su respuesta, a la espera de que Niura cargara los cubos y se alejase lo conveniente. Después de esto, y algo avergonzado de haber sacado a un hombre de la cama por semejante minucia, dijo, no sin cierto titubeo:

—Es que ayer me hiciste una pregunta acerca del caballo.

—¿De qué caballo? —preguntó Chonkin sin comprender.

—Del caballo; del caballo en general. Me preguntaste por qué no se convertía en ser humano.

—¡Ah! —dijo Chonkin recordando que, en efecto, de algo de eso se había hablado la víspera.

—Ahora ya sé —anunció orgullosamente Gládishov— la razón que le impide convertirse en ser humano. La razón que le impide convertirse en ser humano es que el caballo no tiene dedos.

—¡Valiente descubrimiento! —exclamó Chonkin—. Que los caballos no tienen dedos ya lo sabía yo cuando era así de pequeño.

—El hecho de que carezcan de dedos no es lo que trato de explicarte. Lo que digo es que, por no tenerlos, no pueden convertirse en seres humanos.

—Y lo que digo yo es que todo el mundo sabe que los caballos no tienen dedos.

Y en ese punto comenzó entre ellos una de esas discusiones en las que a menudo se enzarza la gente, y en las que cada cual quiere tener la razón y no hace nada por comprender a su oponente. Próximo el debate a degenerar en disputa, salió Afrodita en ropa interior al porche de su isba y llamó a desayunar al marido. Dejando la discusión inconclusa, Kuzmá Matviéich entró en su casa.

Una tortilla de tocino recién retirada del fuego chisporroteaba todavía en la sartén, dispuesta encima de la mesa. Gládishov tomó asiento en el banco, y de inmediato notó bajo el trasero un objeto no exactamente punzante, pero sí irregular y pesado, por lo cual se puso en pie y se volvió. Encima del banco había una herradura.

—¿De dónde sale esto? —preguntó con aire severo a su mujer, mostrándole el hierro.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —respondió ella encogiéndose de hombros—. Estaba en el suelo, junto a la entrada. Iba a tirarla, pero luego he pensado que podía ser útil…

Sin dejarla concluir, Gládishov echó mano de la herradura, rodeó la mesa y, según estaba, vestido con una camisa andrajosa, salió como una exhalación de la casa.

Todavía a considerable distancia de las caballerizas distinguió, en sus inmediaciones, un nutrido grupo entre cuyos componentes destacaban Gólubiev, el presidente; el partorg Kilin; los dos jefes de equipo, y Miakíshev, el mozo de cuadra.

—¿Qué sucede? —indagó Gládishov con interés.

—Que se ha escapado un caballo —explicó Miakíshev.

—¿Cuál de ellos? —quiso saber Gládishov, que sintió un estremecimiento.

Osoaviajim —fue la respuesta del mozo de cuadra, acompañada de un salivazo contrariado—. Habíamos estado considerando qué caballos ceder al Ejército y lo incluimos a él en el lote. Pero durante la noche rompió la cerca y escapó. Aunque también podría ser que lo hubieran robado los gitanos.

—Podría ser —Gládishov se apresuró a aceptar la conjetura.