14

—Y bien, ¿qué hacer con vosotros? —el partorg, enojado, interpeló a la gente—. Permanecéis en pie convencidos, sin duda, que os habéis congregado de forma organizada. Desde aquí arriba, sin embargo, no veo yo ninguna organización y sí, en cambio, los esfuerzos de cada cual por situarse en la parte de atrás, de forma que luego pueda correr el primero al almacén. Y no hay nadie entre vosotros que se avergüence de ello. Pues deberíais avergonzaros, siquiera ante vuestra paisana, una mujer de la que nuestra aldea puede sentirse justamente orgullosa. Una mujer que habla con el camarada Stalin en persona, que viaja rodeada de corresponsales, o sea, de personas que pueden informar de todo…

Y, dirigiéndose a un periodista, continuó:

—Escriba usted, camarada corresponsal, personalmente se lo ruego; escriba, y que la prensa de la Unión Soviética haga saber que los vecinos de este koljós carecen de conciencia social; que dicha conciencia existe en todas partes, pero no aquí. Y caiga la vergüenza sobre esta gente que se desmanda, como el ganado, se revuelca por el suelo y se hacina en montones. Ahora, y ya que no sabéis ocupar vuestros puestos como es debido en una reunión, os dispondréis de la siguiente manera: los hombres os cogeréis de las manos y formaréis un círculo, dentro del cual se situarán las mujeres. Aunque tampoco ésa parece una solución satisfactoria, porque ¿quién aplaudirá entonces? No; enlazaos los brazos unos con otros. Eso ya es otra cosa…

Así establecido el orden, Kilin cedió la palabra a Liushka, que avanzó y, al cabo de un momento de silencio, comenzó a hablar en tono apacible, con la voz colmada de acentos familiares.

—¡Aldeanas, aldeanos! Un gran dolor nos aflige. Sin mediar siquiera una declaración de guerra, insidiosamente, el enemigo ha caído sobre nuestra patria. Un enemigo que, en fechas aún cercanas, fingía ser nuestro amigo. Hace ahora dos años, me encontraba en Moscú y tuve la oportunidad de conocer al alemán Ribbentrop. No miento al deciros que en nada me impresionó aquel hombre de baja estatura, que bien podríamos comparar a nuestro, digamos… —Liushka comenzó a escrutar la multitud en busca de un parangón que, sin embargo, tenía elegido de antemano—; sí, digamos que parecido a nuestro Stepán Frólov, sólo que, por supuesto, más inteligente que él. Siempre con su Sprechen Sie deutsch?, no dejaba de reírse, de proponer brindis. Se me acercó entonces Kliment Yefrémovich Voroshilov y, al oído, me dijo: «No te dejes embaucar por ese aire suyo tan afable, en realidad esconde un profundo rencor». Y ahora traigo a menudo a la memoria aquellas palabras de Voroshilov y me convenzo de que, efectivamente, era no ya rencor, sino verdadero odio lo que esos caballeros alentaban hacia nosotros. ¡Aldeanas, aldeanos! Lo único que nos queda en esta hora de infortunio es cerrar estrechamente nuestras filas en torno a nuestro amado Partido y, singularmente, en torno al camarada Stalin. Cuando regrese a Moscú y lo vea, por todo el afecto que me inspira, si me lo permitís y en vuestro nombre, le diré que todos los trabajadores de este koljós están dispuestos a aplicarse con todas sus fuerzas… No me eches esa cámara en la cara —impensadamente y para regocijo general, Liushka se volvió hacia un corresponsal que la estaba fotografiando, apoyado en la balaustrada—; sácame de perfil. Con todas sus fuerzas dedicadas al logro de una mejor cosecha. ¡Todo por el frente!, ¡todo por la victoria!

Con ánimo de poner en orden sus ideas, Liushka guardó silencio un instante, y a continuación reanudó, siempre con calma, su discurso:

—Mi llamamiento se dirige especialmente a vosotras, mujeres. En cualquier momento, nuestros hombres, los padres, los maridos, los hermanos, habrán de partir a defender la libertad. La guerra cobra su tributo, y es posible que no todos tengan la suerte de volver. Pero, durante el tiempo que estén ellos en el frente, nosotras quedaremos solas aquí. Nos esperan tiempos difíciles. Hay niños pequeños que cuidar; están los trabajos de la casa, la comida, la colada, los cuidados que exige el huerto doméstico y la dedicación debida a los asuntos del koljós. Querámoslo o no, a cada una de nosotras le tocará, a partir del momento presente, rendir por dos o por tres. Sacar adelante el propio trabajo y el de los hombres es la carga que nos ha caído en suerte y que sabremos soportar. Hombres de esta aldea, ¡partid al frente, cumplid con vuestro viril deber, defended hasta el fin nuestra patria del enemigo! Y por nosotras no os inquietéis; estaremos ocupando vuestros puestos.

Liushka había hablado de manera discreta y sencilla. De los que, congregados en la plaza, componían su auditorio, unos lloraban y otros sonreían entre lágrimas. También la propia Liushka se había llevado, en más de una ocasión, el pañuelo a los ojos. Luego, seguida de todos sus corresponsales, montó en el coche y, dejando una nube de polvo tras sí, puso rumbo a sus encumbradas esferas.

Después del mitin, y según lo prometido, se procedió a repartir la sal, las cerillas y el jabón. También Niura recibió su parte: media pastilla de jabón, una papeleta de sal y dos cajas de cerillas. Cuando regresó a casa caía ya la tarde. Sentado a la ventana, Chonkin se dedicaba, con ayuda de un hilo grueso (no había a mano sedal del que utilizan los zapateros), a reparar en lo posible sus botas. Niura dispuso su botín sobre la mesa.

—Ahí está lo que me ha alcanzado en la distribución.

Chonkin miró sin interés los artículos.

—¡Quién sabe! —dijo en un suspiro—. A lo mejor llegan mañana…

—¿Quiénes? —preguntó Niura.

—¿Quiénes van a ser? —replicó él, irritado—. Ha estallado una guerra, y yo, aquí…

Niura no respondió nada. Tras sacar del horno una sopa de guisantes, la acercó a la mesa y rompió a llorar.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Chonkin, atónito.

—Esas ansias de partir… —se lamentó entre lágrimas—. ¿Hasta la guerra es preferible a estar conmigo?