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Liushka había nacido y crecido en el seno de una familia de campesinos pobres. Durante el verano trabajaba de sirvienta en una granja y en invierno, por no tener un par de botas ni unos calzones que ponerse, no se apartaba de la estufa, sin pisar siquiera la calle. Luego conquistó fama de buena ordeñadora, pero eso no ocurrió hasta después de que fuera colectivizado el campo, pues la vaquilla que poseía la familia, un animal desmedrado y enfermizo, no permitía establecer marcas en cuanto a cantidad de leche obtenida. Por último, y a fuerza de insuficiente alimentación, el animal enfermó sin remedio y dejó de dar rendimiento. La vida de Liushka habría terminado de forma no menos lamentable si los acontecimientos no hubiesen introducido en ella cambios tan agradables como oportunos. Fue una de las primeras personas que se afiliaron al koljós al instituirse éste, y le entregaron algunas de las vacas que habían sido propiedad de los kulaks. Y si bien era cierto que los animales ya no suministraban leche en las cantidades de antes, puede decirse que, por inercia, no dejaban de proporcionarla todavía abundantemente.

Poco a poco, las cosas comenzaron a marchar mejor para Liushka, que por fin pudo calzarse y vestirse. Tras su boda con Yegor ingresó en el Partido. Poco después comenzaba por todas partes el ascenso de quienes, por la calidad de su trabajo o por su entusiasmo en realizarlo, habían llegado a distinguirse en cualquier tipo de actividad. Y Liushka pertenecía, sin duda, a esta clase de personas. En la prensa local, y también en la de la capital, empezaron a aparecer los primeros comentarios acerca de sus méritos. Pero lo que significó el auténtico salto de Liushka a la luz pública fue el artículo que, basándose en sus palabras (o también pudo ocurrir que él mismo lo inventara todo), cierto corresponsal publicó en los diarios. En él se daba noticia de que Liushka había abandonado los métodos de ordeño heredados de sus mayores, y a la sazón practicaba uno propio que le permitía manipular cuatro pezones simultáneamente, dos en cada mano.

Todo comenzó con esta información sensacional. Invitada a participar en un congreso de koljosianos que se celebraba en el Kremlin, Liushka manifestó ante los reunidos, y particularmente en beneficio del camarada Stalin, que, a partir de aquel momento, las atrasadas técnicas que habían venido empleándose en aquella actividad podían darse por liquidadas para siempre. Y ante la réplica de Stalin, que exclamó: «¡Es preciso que todos conozcan estos avances!», Liushka se comprometió a impartir su método a cuantos en su koljós practicaban el ordeñado. «¿Y serán todos capaces de asimilarlo?», preguntó Stalin con sagacidad. «Sí, camarada Stalin, por la razón de que todo ordeñador tiene dos manos», respondió Liushka con presteza, al tiempo que presentaba ante sí las suyas. «Muy bien dicho», respondió Stalin, sonriente, acompañando sus palabras de una inclinación de cabeza.

A partir de ese momento, apenas se volvió a ver a Liushka en su aldea natal. Cuando no tomaba parte en las reuniones del Soviet supremo, intervenía en una conferencia, recibía a los obreros portuarios ingleses, conversaba con el escritor Leo Feuchtwanger o la convocaban al Kremlin para condecorarla. Liushka accedió entonces a la notoriedad de los grandes. De ella se ocupaban los periódicos, la radio, los reporteros de los documentales cinematográficos… La revista Ogoniok publicó su foto en la portada. Los soldados del Ejército Rojo le hacían propuestas de matrimonio por carta.

Fue para Liushka una época de extrema fatiga. A un viaje, dispuesto prácticamente sin aviso previo, a su aldea natal, donde se aplicaría a las ubres de una vaca para realizar una demostración de ordeño ante los fotógrafos, sucedería normalmente una sesión en la Academia de Agricultura, complementada más tarde por entrevistas con escritores o algún coloquio con veteranos de la Revolución. En cuanto a los periodistas, su asedio era constante. Para ellos, Liushka se había convertido en una suerte de prodigioso espécimen de vaca lechera al que se dedican artículos, descripciones y hasta cancioncillas. Tanto era así, que ella misma había acabado por convencerse de que la prensa no existía sino para prepararle discursos, escribir su biografía y prodigar instantáneas suyas.

Todo esto dio lugar a la instauración y difusión del llamado «movimiento Miakíshev». Los miakishevistas (denominación que se incorporó al habla corriente) contrajeron compromisos, saturaron las plantillas de los organismos oficiales, divulgaron sus experiencias por medio de la prensa y se mostraron con frecuencia en las pantallas cinematográficas. Así las cosas, ya no había quien ordeñase las vacas.