12

Apenas habían tenido los aldeanos tiempo de congregarse en el lugar anteriormente elegido para la reunión cuando una columna de polvo, surgida bruscamente en las afueras de la aldea, comenzó a moverse en aquella dirección con creciente rapidez. La polvareda circuló en torno al edificio de la oficina y se derrumbó para expeler de sus entrañas un coche entre la confusión de la gente, que había acogido el fenómeno con un respingo colectivo. Los que ejercían el mando de la aldea reaccionaron, por su parte, con incipiente malestar. La aparición de un coche presuponía por sí misma la visita de un personaje procedente de la propia capital de la provincia, ya que el mismísimo camarada Rievkin, con ser primer secretario del distrito, no utilizaba en sus desplazamientos, y aun así con carácter excepcional, más que un motocarro.

Del coche emergieron unos desconocidos, portadores de libretas y cámaras fotográficas. Uno de ellos se dirigió velozmente a la portezuela trasera, que abrió cuanto sus bisagras lo permitían. De ella afloró, por de pronto, un enorme trasero forrado de azul y, más tarde, el resto de la propietaria, una mujer de gran corpulencia que vestía un traje de paño de óptima calidad y una blusa blanca en la que, prendida sobre el pectoral izquierdo, destacaba una condecoración.

—¡Es Liushka, es Liushka! —El nombre de la recién llegada resonó entre la multitud, como un murmullo de hojas secas.

—¡Salud, paisanos! —dijo la visitante alzando la voz según se encaminaba hacia el edificio de la administración por el pasillo que el público le había abierto cortésmente.

A mitad de camino, al llegar junto al Hombros, que la miraba con ojos cargados de ironía, inclinó la cabeza al tiempo que exclamaba:

—¡Buenos días, hermano!

—Lo mismo digo, si hablas en serio —fue la respuesta del Hombros.

En ese momento, la mujer distinguió la figura escuchimizada de Yegor Miakíshev, un campesino de escaso tamaño que, refugiado entre la multitud, la contemplaba con ojos ardientes.

—¡Yegor! —gritó, sumiéndose en el gentío, del que extrajo al hombrecillo para llevarlo adonde todos lo vieran—. ¿Cómo no das la bienvenida a tu amada esposa? ¿Es que no te alegras?

—Sí, pero… —dijo Miakíshev con una turbación que le hizo bajar la cabeza.

—Déjate de peros y besa a tu mujer. Hace mucho que no nos vemos. Pero antes límpiate la boca, que ya veo que otra vez has estado bebiendo huevos crudos.

La mujer se inclinó ante Miakíshev y le presentó primero un carrillo y luego el otro. Tras limpiarse los labios en la sucia tela de la manga, él los aplicó donde le ordenaban.

Liushka adoptó una expresión desaprobatoria.

—¡Santo cielo —se lamentó—, hueles a tabaco que apestas! Pero no importa: el olor de tabaco puede ser un sustituto del de virilidad. No sabes cuánto te he echado de menos. ¡Y pensar, me decía, que allá en la aldea, mi esposo estará llevando una vida digna! ¿No se sentirá triste, solito en su fría cama? ¿O es que te has buscado alguien con quien compartirla?

Miakíshev, arredrado, se quedó mirando de hito en hito a su mujer.

—¿A qué cama quieres que lleve a nadie —dijo en voz alta el Hombros—, si vive en la cuadra con el caballo?

Alguien, entre la multitud, dejó oír un sollozo contenido.

El resto de los congregados guardaban silencio. Los forasteros de las libretas intercambiaban miradas. Liushka se detuvo para fijar unos ojos severos en el Hombros.

—¿Todavía sigues tan gracioso, hermano? —preguntó con un amago de amenaza.

—Todavía —confirmó de buen grado el Hombros.

—Vaya, vaya —dijo Liushka—. Pues ten cuidado de no pasarte.

Y tras subir lentamente los escalones que conducían al porche, desapareció en el despacho de Kilin, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Con tanto forastero no se podía dar un paso en el gabinete. Liushka tomó prestamente asiento ante la mesa presidencial, mientras Kilin aupaba una nalga sobre una esquina del mueble. Los corresponsales se acomodaron en las sillas dispuestas a lo largo de la pared, y Gólubiev quedó de pie junto a la caja fuerte, cuya portilla ajustó con ayuda del hombro.

—Y bien, jefes, ¿qué contáis? —preguntó Liushka vivazmente—. ¿Qué tal vivís?

—¿Qué tal vivimos, preguntas? —dijo el partorg separando las manos—. Pues con sencillez, a la aldeana. Con algún pequeño conflicto, como el que hemos tenido hace unos momentos por causa de la gente.

—Pues ¿qué pasa? —indagó Liushka con repentino interés.

—Nada en particular —atajó Kilin, que no deseaba entrar en pormenores—. Tú, que pasas todo el tiempo en la capital, eres quien tiene cosas que contarnos. Tengo entendido que tomas el té con Stalin todos los días.

—Bueno…, eso es mucho decir. Aunque sí es cierto que nos vemos de vez en cuando.

—¿Y qué clase de persona es? —preguntó Gólubiev con animación.

—Cómo te diría yo… —comenzó Liushka, que había adoptado un aire reflexivo—. Es muy sencillo —añadió bizqueando para indicar la presencia de los corresponsales—. Y sumamente modesto. Cuando lo visito en el Kremlin, no hay ocasión en que no salga a mi encuentro y me diga: «Muy buenas, Liushka. ¿Qué es de su vida? ¿Cómo va su salud?». Es un hombre de buen corazón.

—¿De buen corazón? —repitió Gólubiev—. ¿Y qué aspecto tiene ahora?

—Su aspecto es bueno —respondió Liushka, que, impensadamente rompió a llorar—. Pero está atravesando un momento difícil. Tiene que pensar por todos nosotros y, en eso, está solo.