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—Bueno, se acabó la fiesta —dijo el partorg Kilin, que sostenía en la mano el saco con lo que quedaba de su contenido—. Ahora vamos a hacer las cosas de distinta manera. Vamos a reunirnos todos de nuevo ante la oficina y, una vez allí, celebraremos el mitin hasta el final como si nada hubiera sucedido. Los que sustenten otra opinión no recibirán nada de lo que hay en este saco. Andando, Iván Timoféievich —concluyó, en favor del presidente.

Y tras echarse al hombro el saco, cuyo peso había menguado considerablemente, el partorg abrió la marcha.

En el escenario de la reyerta, sentada en el suelo y llorando, quedó la vieja Dunia, que en su desolación se asía la cabeza con las oscuras manos, deformes por acción de la gota. A corta distancia, en el suelo, yacía una caja de cartón despedazada y, fuera de ella, la muñeca Tania n° 5, sin sombrero y con la cabeza rota.

El Hombros tomó a la vieja por el codo y la ayudó a levantarse.

—Vamos, abuela —le dijo—. Vamos a aplaudir. No hay por qué llorar.