Tras la momentánea vacilación que el estupor había provocado en ambos, Kilin y Gólubiev se enzarzaron en desigual combate con aquella multitud privada de conciencia. Después de aconsejar al partorg que actuase desde el extremo opuesto, el presidente, sin pensarlo dos veces, se arrojó con ímpetu sobre sus enardecidos convecinos y, transcurrido cierto tiempo, consiguió extraer del tropel a Nikolái Kúrzov, que mostraba desgarrada la camisa, y la espalda y los cabellos pegoteados de jabón y espolvoreados de dentífrico.
—¡Quieto ahí! —le ordenó Gólubiev, para volver a internarse en el montículo humano.
Pero al llegar al fondo se encontró de nuevo con Nikolái en persona, que esta vez no sólo tenía desgarrada la camisa, sino ensangrentada la nariz y marcada una mejilla por lo que, inconfundiblemente, era la huella de una bota.
A pesar de su temperamento, que cabía calificar de benigno, Gólubiev no pudo menos que montar en cólera. De regreso a la superficie en compañía de Kúrzov, empujó a éste en dirección a Chonkin.
—Iván, por favor te lo pido, vigílame a éste —le rogó—. Al menor movimiento, le disparas. Yo respondo.
El presidente se internó por tercera vez en el pólipo, pero éste lo engulló.
Una vez bajo vigilancia, Kúrzov se apaciguó y se quedó de pie donde estaba sin intentar ningún ataque, atento sólo a palparse con el dedo la nariz inflamada mientras resollaba profundamente.
Chonkin, por su parte, no dejaba de buscar con la mirada a Niura, que debía de encontrarse en el interior de la turbamulta. El temor de que pudieran asfixiarla le hacía perder el control de los nervios. Cuando, por último, vio asomar un vestido que le resultaba conocido, no pudo contenerse más tiempo.
—Sujétame esto —dijo entregando a Kúrzov el fusil para lanzarse sobre el amasijo humano en su esperanza de extraer de él a Niura.
Pero en aquel momento le propinaron un fuerte golpe en el costado. Perdido el equilibrio, levantó, tratando de recuperarlo, una pierna del suelo. Pero alguien lo había cogido de la otra, y Chonkin se vio precipitado al interior de la madeja humana, en cuyas entrañas comenzó a girar indefenso como una astilla en una vorágine, ganando unas veces la superficie para, otras, naufragar de nuevo al fondo, y luego quedar atrapado en el centro entre cuerpos que olían a sudor y a petróleo. Unos, entre tanto, lo aferraban por la garganta, mientras que otros lo mordían y arañaban, a lo que él respondía con otros arañazos y mordiscos.
Cuando, una vez en el fondo, agarrado por la nuca, restregada la cara por el suelo, henchida de polvo la boca y colmados del dentífrico los ojos, tosiendo, estornudando y escupiendo, consiguió Chonkin desasirse y retroceder, fue a dar de bruces contra algo, blando y cálido, que le resultaba familiar y allegado.
—¡Niura! —exclamó con voz ahogada—. ¡No puede ser!
—¡Vania! —gritó ella con regocijo según se desembarazaba de alguien con ayuda de las piernas.
Sin fuerzas para comunicarse con palabras se quedaron allí, en el seno de la vorágine, estrechamente enlazados. Eso duró hasta que alguien, largando a Chonkin un taconazo en la barbilla, le dio a entender que había llegado el momento de intentar la huida, cosa que hizo retrocediendo, sin soltar a Niura, a quien mantenía aferrada por las piernas mientras tiraba de ella.