Cuando el presidente Gólubiev, el partorg Kilin y Chonkin a su zaga llegaron al lugar del suceso fue para contemplar un espectáculo único e inolvidable. Amalgamados en un todo, los asistentes al mitin habían conseguido constituir una especie de gigantesco pólipo dotado de innumerables cabezas, brazos y piernas que emitía sonidos zumbantes y, estremeciéndose agitadamente con todas sus cabezas y sus extremidades, parecía empeñado en arrancar algo de su propio seno. Las personas que antes constituían entidades físicas eran ahora reconocibles sólo en forma parcial y hasta monstruosa. A Gólubiev se le pusieron de punta los escasos pelos de la cabeza al ver a Stepán Frólov, que intentaba emerger del amasijo humano, dotado de unos pechos femeninos que, tras un examen más detenido, resultaron ser de Taika Górshkova. Dos piernas ampliamente separadas, que mostraban botas de lona en los extremos, pugnaban por recuperar su natural vecindad, mientras que una tercera, la pernera de cuyo pantalón aparecía arremangada, erguía verticalmente su desnudez como una antena, y exhibía, entre tobillo y rodilla, un lívido tatuaje difuminado por el tiempo con la leyenda «Pierna derecha».
La deplorable estampa había sido complementada por la aparición de los perros que, procedentes de los cuatro extremos de la aldea, rondaban la barahúnda general ladrando con desesperación. Para su sorpresa, Chonkin distinguió entre ellos al jabalí Borka, que corría, gruñía y chillaba mejor que los demás, como tratando de demostrar su supremacía sobre los canes.
No lejos de allí encontró Chonkin a su amigo Gládishov dedicado a contemplar la refriega cuyos excesos observaba, las manos tras la espalda, dolorido por la conducta de sus convecinos.
—Ahí tienes, Iván, algo que muestra gráficamente la procedencia de ese animal que en su vanidad se autodenomina hombre.
Y miró a Chonkin, agitando apesadumbradamente la cabeza. Momento en el cual el pólipo humano vomitó contra los pies del seleccionador una pastilla de jabón casi desmigajada.
—He aquí el objeto de tal degradación humana —dijo Gládishov señalando el motivo del infortunio, que empujó desdeñosamente con la puntera del zapato.
Luego comenzó a alejarse dando puntapiés al pedazo de jabón con ese aire ausente que, a veces, caracteriza a los sabios. Pero apenas había avanzado cinco pasos cuando, con un salto lateral, un rapaz se arrojó sobre el miserable despojo que Gládishov pateaba, lo tomó al vuelo y, tras zafarse de la ruda mano que el seleccionador adelantó hacia él, salió corriendo.
—Ahí tienes a nuestra juventud —comentó Gládishov volviéndose hacia Chonkin—, la que ha de relevarnos y constituye nuestra esperanza… ¡Cría cuervos! Mientras el enemigo cae pérfidamente sobre la patria y la gente da su vida por defenderla, viene un golfo y le arrebata a un anciano lo poco que la suerte le había reservado.
Y, exhalando un profundo suspiro, Gládishov se caló el sombrero hasta los ojos con la vana esperanza de que el destino le deparase un nuevo obsequio.