La vieja Dunia tiraba de su botín, que constituía una carga considerable: dieciséis kilos sólo de sal, más las treinta y seis pastillas de jabón de a cuatrocientos gramos cada una. Y a eso había que añadir los dos kilogramos de levadura, los polvos dentífricos y la muñeca Tania n° 5 (con sombrero, por si fuera poco), sin contar con que el propio saco no pesaría menos de un kilo. Como quiera que se mirase, un verdadero cargamento.
Cuanto más avanzaba la vieja, más frecuentemente se detenía a descansar, apoyando el saco en alguna valla. De todas formas, no dejaba de ser cierto aquello de que la carga propia es la más llevadera. Y, por otra parte, el recuerdo de las afortunadas adquisiciones le estimulaba las fuerzas.
Pero he aquí que cuando, tras una última pausa, ya se encontraba Dunia en las inmediaciones de su isba, de la que la separarían diez pasos o, dadas las circunstancias, quince a lo sumo, alguien, a su espalda, dio un brusco tirón del saco.
Al volverse, la vieja Dunia vio a Ninka Kúrzova.
—Trae aquí ese saco, abuela, que vamos a repartírnoslo —dijo Ninka con palabra ágil.
—¿Qué dices? —la interrogó Dunia, que en momentos de cataclismo personal solía ensordecer de ambos oídos.
—Que nos lo vamos a repartir —repitió Ninka.
—¡Ay, parir! ¿Quién va a parir ya en mi casa, Ninka —gimoteó la vieja—, si la vaca la vendí hará dos años, por no tener con qué alimentarla? Y, en cuanto a la cabra… —Dunia meneó la cabeza con aire afligido y añadió con una sonrisa—: Parida en invierno, en primavera se me murió.
—¡Mira, abuela, déjame de cuentos de cabras y venga el jabón! —repitió Ninka.
—¡Jamón! —exclamó la vieja—. ¡Si hace años que no lo veo!
—Abuela —dijo Ninka entornando los ojos con expresión fatigada—, o hacemos partes por las buenas o me lo llevo todo por la fuerza.
—No, estoy sin fuerzas —dijo Dunia suspirando—. Hasta para eso me faltan las fuerzas…
—¡Mira, abuela —gritó Ninka, que empezaba a perder los estribos, en el mismo oído de la vieja, a la que, tras haber soltado el saco, agarró por la pechera—, déjate de zarandajas y dame el jabón! ¿O es que quieres acapararlo todo? También yo tengo familia y, pronto, hijos… Suelta el saco, suéltalo.
—¡Ah, es jabón lo que quieres! —adivinó a regañadientes la vieja Dunia—. Pues cómpraselo a Raísa, que tiene.
—¡Mientes! —bramó Ninka.
—No grites —se ofendió la vieja—, que no estoy sorda. Si lo necesitas, pídelo, que te lo daré. ¡Pues no faltaría más! A fin de cuentas, somos vecinas, y si entre nosotras no nos ayudamos, ¿a quién vamos a recurrir?
La vieja Dunia dejó el saco en el suelo y, poniendo a prueba la paciencia de Ninka, se dedicó a desatarlo con dedos que se negaban a obedecer. Luego introdujo en él la mano y comenzó a rebuscar, sopesando las pastillas. Su propósito era conseguir la más ligera, pero cada una se le antojaba de mayor peso que la anterior. Por último, exhaló un suspiro y extrajo un pedazo de jabón que dejó ante sí, en la hierba, no sin antes haberlo examinado con ojos dolientes. La pastilla, a buen seguro, era demasiado grande, y la vieja la dividió mentalmente por la mitad. Era bien distinto, sin embargo, lo que Ninka había previsto en su imaginación. Profiriendo un suspiro, la vieja se aplicó a atar de nuevo la carga.
—¡Espera, abuela! —clamó Ninka aferrándose otra vez al saco—. ¡Déjate de majaderías y hagamos partes de buena fe! De lo que el saco contenga, la mitad para ti y la otra para mí. En caso contrario, me lo llevo todo.
—Pero ¿qué te pasa, Ninka? —Dunia se inquietó, en serio esta vez—. ¿Acaso vas a atropellar a una vieja? ¿A mí, que te he mecido en tu cunita cuando eras así de pequeña? Si no me sueltas, gritaré.
—¡Grita cuanto quieras! —respondió Ninka golpeando a Dunia en el pecho.
—¡Dios santo! —rompió a gritar la vieja, que había caído de espaldas al suelo.
Sin prestarle la menor atención, Ninka se apoderó del saco y se alejó disparada. Pero, corridos algunos pasos, se detuvo, desanduvo el camino y se apoderó del pedazo de jabón que Dunia había dejado en la hierba para, luego, reanudar la carrera. Pero en aquel preciso momento, alguien, a su espalda, le echó mano al saco.
—¡Ah, tunanta! —Ninka se revolvió contra quien creía que era la vieja Dunia.
Pero fue a Mishka Górshkov a quien vio ante sí al dar la vuelta. Lo acompañaba Taika, su esposa, de pie tras él.
—No corras tanto —dijo Mishka con una sonrisa—, que haremos partes.
—Desde luego —dijo Ninka atrayendo hacia sí de un tirón el saco—. ¡No pensaba yo en otra cosa!
Profiriendo un agudo chillido, Taika agarró a Ninka por los cabellos.
—¡Al ladrón! —exclamó Ninka al tiempo que largaba a Taika un rodillazo en el vientre.
Pero un tropel de gente surgido del otro lado del huerto de Stepán Frólov ya ascendía en aquella dirección capitaneado por el Hombros, que por encima de la cabeza blandía un palo arrancado de alguna valla.