Un mitin es un acto público del que se puede afirmar que, cuando se celebra, unos dicen cosas que no piensan y otros piensan cosas que no dicen.
En el porche hicieron acto de presencia el presidente del koljós y el partorg Kilin y, tras esto, se observó el ritual de costumbre. El partorg declaró abierta la sesión y cedió la palabra al presidente. Éste propuso elegir una presidencia de honor y cedió la palabra al partorg. Así intercambiaron varias veces los puestos, aplaudiendo el uno cuando el otro terminaba de hablar, a fin de que el resto de los presentes los imitase. En efecto, aplaudían cortésmente, aunque con cierta precipitación, a la espera de ver abordada, de un modo u otro, la cuestión de fondo.
—¡Camaradas! —El partorg inició su discurso.
Oyó entonces unos sollozos y, al desviar involuntariamente los ojos con ánimo de ver quién turbaba el orden, se encontró con los rostros de la gente.
—¡Camaradas! —repitió, dándose cuenta de que era incapaz de añadir una sola palabra.
En ese momento tuvo Kilin plena conciencia de lo que en realidad había ocurrido, de la calamidad que se había abatido sobre toda aquella gente y sobre él. Y, confrontados con aquella tribulación, sus antiguos temores y sus anteriores argucias se le antojaron mezquinos. No menos insignificante, vacuo y estúpido le parecía ahora el texto escrito en aquel papel. ¿Qué podía decir a aquellas gentes, que esperaban de él palabras que ni siquiera conocía? Apenas un minuto antes se había creído bien distinto de los demás: era el representante de cierta fuerza superior, conocedora de su destino, de los actos que debía emprender y de cómo había que realizarlos. Pero ahora no sabía nada.
—¡Camaradas! —Rompió a hablar de nuevo y, con gesto impotente volvió los ojos hacia Gólubiev.
El presidente partió hacia la oficina en busca de agua. No había allí ningún recipiente que la contuviera, pero existía un pequeño depósito dotado de un grifo y una especie de cuenco asegurado por una cadenilla. El presidente forzó la cadena con el pie y arrancó, junto con el cuenco, la mitad de aquélla. Al ver aparecer la vasija, Kilin la aferró con ambas manos, y bebió largo tiempo a tragos cortos, según intentaba recuperarse.
—¡Camaradas! —comenzó por cuarta vez—. El desleal ataque que la Alemania fascista…
Comenzada la primera frase, el partorg experimentó una sensación de alivio. Gradualmente comenzaba a meterse en el texto, y el texto a meterse en él. Con su tonillo habitual, las oraciones ahogaron el sentimiento de dolor; empujaron a un rincón la conciencia, y pronto, la lengua de Kilin comenzó a funcionar con una suerte de vida propia, como si se tratase de un órgano autónomo: defendámonos victoriosamente; devolvamos golpe por golpe; opongamos la resistencia de la labor heroica…
El llanto que antes sonaba entre la multitud se acalló. Las palabras de Kilin hacían vibrar los tímpanos, pero no el alma. Los pensamientos de cada cual volvieron a centrarse en las preocupaciones cotidianas. De la muchedumbre sólo destacaba Gládishov quien, de pie junto al mismo porche, mantenía separadas las manos en previsión de los inminentes aplausos, atento al desarrollo que el orador daba a sus ideas.
—¡Muy bien dicho! —exclamaba persuadido allí donde conviniera, agregando signos de aprobación con la cabeza, cubierta por el sombrero de paja de ancha ala.
Chonkin, que permanecía en pie detrás de todos y había descansado la barbilla en el cañón del fusil, se esforzaba por desentrañar la esencia de las palabras de Kilin, el cual, siguiendo la pauta del discurso de Molotov, había pasado de lo general a lo específico, o sea, a los problemas concretos del koljós local. Había éste cosechado en los últimos tiempos logros singulares, sin precedentes. Mediante la adopción de avanzados métodos agrotécnicos se habían conseguido cultivos de cereales y leguminosas en un plazo inferior al habitual. El partorg dio noticia de las cantidades de cada producto plantadas en las diferentes superficies, el total de patatas y demás hortalizas que se habían sembrado, y el volumen de estiércol y abonos químicos aportado a los campos. Lanzaba ojeadas a sus apuntes y no dejaba, semejante a una máquina calculadora, de vomitar cifras.
Chonkin, a pesar de mirar al partorg con suma atención, no conseguía concentrarse y ponderar los datos suministrados. Un pensamiento de difícil especificación se lo impedía. Resignado a no atraparlo, alzó la cabeza y, repentinamente, al volverla vio a lo lejos, en el camino interior que bordeaba el riachuelo, un caballo bayo que tiraba fatigosamente de un carromato en cuyo pescante iba Raísa, la que trabajaba de dependienta en el almacén de la cooperativa rural. Al contemplar esta lejana estampa, Iván comprendió de pronto que aquella idea que no conseguía asir estaba, en cierta forma, relacionada tanto con Raísa como con el carromato y el animal. Acicateado por tan revelador descubrimiento, comenzó a abrirse paso entre la multitud en dirección a su vecino y amigo, Gládishov, el cual, ampliamente separadas las manos, listas para el aplauso, permanecía en pie en el lugar más visible de la primera fila.
—¡Eh, oye, vecino! —dijo Chonkin al llegar a su lado, en cuyo momento le largó un codazo—. Quiero preguntarte una cosa: ¿y el caballo? ¿Dónde me lo dejas?
—¿De qué caballo me hablas? —Gládishov se volvió hacia él, perplejo.
—¡Qué caballo va a ser! —exclamó Chonkin, irritado ante la falta de perspicacia de Gládishov—. ¡El caballo: el animal que camina a cuatro patas! También él trabaja. ¿Por qué, entonces, no se convierte en hombre?
—¡La madre que te parió! —exclamó Gládishov.
Y, en su enojo, largó un escupitajo de ningún modo oportuno, por cuanto en ese momento prorrumpía la gente en aplausos. Al darse cuenta, el seleccionador se puso a palmear con afán al tiempo que miraba devotamente al orador, a fin de que no fuese relacionado su salivazo con las palabras que se pronunciaban en la tribuna.
El orador, que a todo esto había dado fin a la parte encomiástica del discurso, pasó al aspecto crítico de su intervención.
—Pero, juntamente con los logros obtenidos en la mejora de las cosechas —dijo—, se echan de ver entre nosotros, camaradas, efectos de índole particular que, tomados en conjunto, componen un panorama harto desolador, diría yo. Yevdokia Górshkova, por ejemplo, demora constantemente el pago de su impuesto sobre la renta y también el de la contribución a los gastos comunales. Fiódor Reshiétov causó con su ganado daños a los terrenos del koljós, por cuyo motivo fue sancionado con cuarenta días de suspensión de sueldo. ¡Vergonzoso, camaradas, vergonzoso! Y a qué buscar peores ejemplos, cuando nuestro propio jefe de equipo, el camarada Taldikin, ha demostrado hacia una mujer una conducta impropia de buenos compañeros, ello sin contar con que el día de San Juan, encontrándose bajo los efectos del alcohol, golpeó a su esposa con una vara. ¿Fue así o no, Taldikin? ¿Callas? ¡Qué vergüenza! Y vergüenza, también, para todos nosotros por causa tuya. Si tu mujer comete una falta, dale un azote en el trasero —animación; risas— o echa, si quieres, mano de la correa, que nadie te dirá nada. Pero una vara…, un objeto contundente…
«Ahora quiero, camaradas, abordar la siguiente cuestión. Una cuestión dolorosa, muy dolorosa, para todos nosotros. Me refiero al bajo rendimiento de nuestras jornadas de trabajo. Es éste un tema cuyo actual aspecto autoriza a rasgarse las vestiduras. Lamentablemente, existen todavía entre nosotros personas que actúan como sigue: esto es mío, y eso otro, del koljós. Y so pretexto de vejez o enfermedades, no quieren trabajar. En lo tocante a esto, el camarada Iliá Zhikin ocupa el primer lugar, habiendo superado una especie de marca personal al conseguir, en lo que va del año, un total de cero enteros y setenta y cinco centésimas de jornada de trabajo. —Animación. Risas. Exclamación de Gládishov: “¡Qué oprobio!”—. No diré que no comprenda, desde luego, que Zhikin es un inválido de la guerra civil, privado de ambas piernas. Pero lo cierto es que viene especulando con su desgracia. Ni la dirección del koljós ni la organización del Partido están integradas por bestias, y sabemos hacernos cargo de todo. Nadie fuerza al camarada Zhikin a intervenir activamente en la siega del heno, pero puede, ciertamente, trabajar en las faenas de deshierba y escarbadura. ¿Qué le impediría sentarse en un surco y arrastrarse a su aire de mata en mata expurgando la mala hierba? De esta manera, cumpliría con su jornada mínima de trabajo y no tendría por qué echarnos en cara la ausencia de sus dos piernas.
(Grito de Gládishov: «¡Muy bien dicho!»).
El orador hizo una pausa para ponderar la impresión causada en el auditorio, tras lo cual continuó con lentitud.
—Dejadme añadir, camaradas, que hace no mucho tiempo leí un libro de Nikolái Ostrovski titulado El temple de acero. Es éste un libro de gran calidad cuya lectura aconsejo a todos los que no sean analfabetos. En él se habla de un hombre que, habiendo conocido todas las vicisitudes de la Revolución y la guerra civil, queda privado no sólo de los brazos y de las piernas, sino además de la vista. Reducido al lecho por las cadenas de la enfermedad, la fuerza y la bravura que subsisten en este hombre lo llevan a servir a su pueblo y escribe un libro. No os pido yo tanto a vosotros, pues sé que no podéis escribir ningún libro. Pero sí os pido reflexión. A usted, particularmente, se la pido, camarada Zhikin. ¿Está o no está aquí? —Voz de Shikálov: «No»—. ¿Os dais cuenta de lo que vale su consideración? No se ha dignado comparecer ni en ocasión tan señalada. Diréis que le faltan las piernas. ¿Pensáis que yo lo ignoro? Pero, cuando le conviene, bien que se desplaza sobre su plataforma, y con no menos rapidez que un ciclista. Una vez, y el camarada Gólubiev, aquí presente, sabe que no miento, salimos corriendo detrás de Zhikin y no conseguimos darle alcance. ¿Le era posible, por tanto, llegarse hasta aquí? Claro que sí. Ya sé, ya, que se trata de una persona de grandes méritos, y nadie trata de regateárselos. Pero los servicios prestados no dan a nadie el derecho de dormirse en sus laureles, por mucho que carezca de piernas.
(Exclamación de Gládishov: «¡Muy bien dicho!»).
Tras su crítica de las cosas que dejaban que desear, el partorg volvió a zambullirse en sus papeles, pues acto seguido estaba prevista una conclusión triunfal que debía ser formulada sin errores.
Cuanto más hablaba el partorg, mayor era el malestar que reflejaba el rostro del presidente. El número de aldeanos congregados ante él iba menguando visiblemente. La primera en desaparecer tras una esquina del edificio de la administración fue la abuela Dunia. Transcurrido cierto tiempo, en pos de ella salió, para desaparecer a continuación, Ninka Kúrzova. El movimiento no pasó inadvertido a Taika Górshkova, la cual largó un codazo a su marido, Mishka, y le señaló con los ojos la dirección seguida por Ninka. Sin dejar de aplaudir la frase inmediata del orador, Taika y Mishka comenzaron a deslizarse hacia la esquina del edificio. Cuando Stepán Lúkov inició un movimiento en igual dirección, el presidente, sin decir palabra, le enseñó el puño, y Lúkov se detuvo. Pero apenas Gólubiev hubo vuelto la espalda, de entre los concurrentes al mitin desaparecieron Lúkov, Frólov y la propia esposa del presidente, que se habría dicho esfumada. Gólubiev hizo con el dedo una indicación a Shikálov, que volvía con desasosiego los ojos en todas direcciones. Shikálov subió al porche, prestó oído a la orden bisbiseada, movió afirmativamente la cabeza y se ausentó para no reaparecer más.
El partorg, aplicado a la lectura de la parte final de su discurso, no había advertido nada de lo que estaba sucediendo.
Pero cuando, concluido el parlamento, alzó la cabeza para acoger los esperados aplausos, sólo vio las espaldas de los componentes de su auditorio, quienes, prodigándose muestras de amistad, se alejaban ya con rumbo indeterminado. En la polvorienta explanada que daba frente al edificio de la administración quedó tan sólo Chonkin, que, apoyada la barbilla en el cañón de su fusil, se hallaba entregado a tristes reflexiones concernientes al origen del hombre.