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Sin duda, no resulta fácil controlar lo espontáneo; sin embargo, para muchos se trata de una simple cuestión de costumbre.

Cuando ya la gente, si bien con visible desgana, se había disgregado, Shikálov y Taldikin, los jefes de equipo, regresaron al edificio de la administración y tomaron asiento en el poyo de tierra que lo circundaba, a la espera de lo que la jefatura del koljós dispusiera a continuación.

—¡Qué gente ésta! —exclamó Taldikin, todavía no repuesto de los recientes esfuerzos—. Le mandas marchar, y ¡como si nada! ¡A cerrarse a la banda! ¡Y que no hay quien la mueva…! La cosa, para mí, no puede estar más clara: si los jefes dicen «a disgregarse», pues a disgregarse. Ellos saben mejor que nadie lo que conviene hacer, que lo que es nosotros, somos unos ineptos absolutos. Y malo que no fuera de este modo: todo el mundo se dedicaría a pensar sólo en su persona, a creerse un rey…

—Sí, eso, sí —convino Shikálov juiciosamente—. Pues en tiempos, ¿sabes?, cuando yo era niño, a esa clase de gente la dispersaban con los fusiles. —Shikálov se quedó pensativo y, tras esbozar una leve sonrisa motivada por la evocación de cierto lejano momento de su biografía, prosiguió—: Recuerdo que, allá por 1916, estaba yo en Petersburgo, en el Ejército. Era cabo. Pues bien; la gente de allí rehuía el trabajo. En lugar de trabajar se dedicaba a coger pedazos de tela, pintar en ellos gamberradas y, después de atarlos a un par de palos, lanzarse a la calle a hacer gala de ilustración. Una vez le quité a uno el cartel que llevaba y le dije: «Gamberro redomado, ¿qué te crees que estás haciendo?». A lo cual me contestó él: «No soy yo el gamberro, sino tú. Porque tú me quitas a mí la pancarta cuando yo a ti nada te quito». De manera que le contesté: «Gamberro lo serás tú, porque yo llevo un arma y tú no llevas nada».

—¿Y qué era lo que escribían en esos pedazos de tela? —indagó Taldikin con súbito interés, esperando que se tratase de blasfemias.

—¿Qué escribían? —Shikálov repitió la pregunta—. Ya te lo he dicho: gamberradas. Cosas como «¡Muerte a Lenin!», «¡Abajo Stalin!», y otras parecidas.

—Aguarda —dijo, interrumpiendo a Shikálov—. Hay algo que falla en lo que dices. En 1916 no existían ni Lenin ni Stalin. Mejor dicho: claro que existían, pero no estaban al frente del gobierno de obreros y campesinos.

—¿De veras? —preguntó Shikálov.

—Y tan de veras —le respondió Taldikin.

—Pues si Lenin no existía y Stalin no existía, ¿quién existía entonces?

—¡Pues quién iba a ser! —replicó categóricamente Taldikin—. El zar, Nicolás Alexándrovich, que en 1916 era emperador y autócrata.

—Eres un zoquete, Taldikin —sentenció Shikálov en tono casi compasivo—; lo cual no es extraño, con el apellido que llevas.[7] ¡Que seas jefe de equipo y no te alcance con el entendimiento para saber que el zar Nicolás apareció más tarde y que, antes que él, estuvo Kérenski!

—¡Da grima oírte! —exclamó Taldikin fuera de sí—. ¿De manera que Kérenski fue zar?

—Pues ¿qué otra cosa?

—Primer ministro.

—Te confundes —rebatió con un suspiro Shikálov—. Te confundes y lo confundes todo. ¿Cómo se llamaba Kérenski?

—Alexandr Fiódorovich.

—Pues ahí lo tienes: el zar se llamaba Nicolás Alexándrovich, lo cual quiere decir que era hijo suyo.

A Taldikin le daba vueltas la cabeza. Estaba deseoso de replicar, pero no sabía cómo hacerlo.

—Muy bien —dijo—. ¿Y cuándo se produjo, según tú, la Revolución?

—¿Qué revolución?

—La Revolución de octubre. —Y, haciendo hincapié en algo que le constaba allende cualquier duda, precisó—: La Revolución fue en el año 1917.

—Eso yo no lo sé —dijo Shikálov al tiempo que sacudía resueltamente la cabeza—. En 1917 yo seguía en Petersburgo.

—Pues fue en Petersburgo donde empezó la Revolución —proclamó con regocijo Taldikin.

—No —replicó Shikálov convencido—. Es posible que fuera en algún otro lugar; pero en Petersburgo, no.

Esta última respuesta dejó definitivamente desconcertado a Taldikin quien, hasta aquel momento, se había creído al corriente de aquellos pormenores históricos y sabedor de cómo, dónde y en qué orden de sucesión acaecieron. Pero las afirmaciones de Shikálov contrastaban hasta tal punto con todo ello que, después de pensarlo mucho, decidió hacer tabla rasa, y dijo en tono vacilante:

—Pues, según tengo entendido, ahora ya no dispersan las manifestaciones de ese tipo. Mi primo estuvo el año pasado en Moscú coincidiendo con el primero de mayo y, según dice, vio desfilar a través de una plaza una enorme multitud de gente que gritaba «¡Hurra!» mientras Stalin, plantado en el mausoleo, saludaba con la mano.

Kilin apareció en la ventana y ordenó a Shikálov que subiese a la oficina. Así lo hizo Shikálov, que encontró el despacho del presidente embargado por una febril actividad. El humo de los cigarrillos daba a la estancia la atmósfera espesa de un baño turco.

Con una nalga apoyada en la esquina de la mesa de trabajo, el partorg, lápiz en mano, determinaba en qué orden debían tomar la palabra los asistentes al mitin, especificando, cómo tenían que ser los aplausos (frenéticos, prolongados o corrientes) y en qué momento habrían de producirse. Estas notas se las ponía delante al presidente, quien con un solo dedo pero bastante maña, lo pasaba todo a máquina.

—Y bien, Shikálov, ¿qué me cuentas? —inquirió Kilin sin abandonar su trabajo de redacción.

—Pues, nada… —comenzó Shikálov, acercándose a la mesa—; que se ha hecho todo conforme usted mandó.

—¿Quiere eso decir que habéis dispersado a todo el mundo?

—A todos —confirmó el jefe de equipo.

—¿A todos absolutamente?

—Absolutamente a todos. Sólo queda Taldikin. ¿Lo ahuyento?

—De momento, no es necesario. Que te eche una mano para que todos, como un solo hombre, vuelvan a reunirse de aquí a media hora frente a la oficina. A los que no acudan, les tomas el nombre. —Alzando la cabeza, el partorg miró al jefe de equipo a los ojos—. Y el que se niegue a venir, alegue enfermedad o algo parecido, será sancionado con veinticinco días de trabajo sin sueldo. Ni uno menos. ¿Comprendido, Shikálov?

—Ajá —afirmó el interpelado en tono sombrío, con una inclinación de cabeza—. ¿Puedo poner manos a la obra?

—Tira —contestó el partorg a modo de consentimiento para, de nuevo, aplicarse a la escritura.

Salió Shikálov. Taldikin estaba sentado en el porche y fumaba.

—En marcha —lo acució Shikálov sin detenerse.

Taldikin se levantó y corrió a su lado. Tras haber caminado cosa de cincuenta pasos, acertó a preguntar:

—¿Adónde vamos?

—A reunir otra vez a la gente.

Decir que Taldikin se quedó con la boca abierta o mostró su asombro por algún procedimiento semejante sería inexacto; pero lo cierto es que la curiosidad le hizo preguntar:

—¿Y por qué la obligamos antes a dispersarse?

Oído esto, Shikálov hizo un alto para consultar a Taldikin con la mirada. Mientras estuvo en la oficina no había dado muestras de sorpresa porque, para empezar, no poseía ese don. Cuando le ordenaban disolver una reunión, la disolvía. Y cuando le decían que había que volver a convocarla, la convocaba y listo. Pero la pregunta de su compañero lo había movido a reflexión, quizá por primera vez en su vida. En efecto, ¿qué sentido tenía haber ahuyentado a la gente?

Tras rascarse reflexivamente la nuca, creyó dar con la solución.

—Ya lo tengo: les ordenaron marchar para hacer sitio.

—¿Sitio para quién?

—¿Cómo que para quién? Pues para ellos, para que hubiera dónde reunirlos…

Esto dio lugar a que Taldikin se sublevara.

—¡Vaya salida! —Se llevó el dedo a la sien, y una vez allí, lo hizo girar—. Tal vez yo sea estúpido, pero tú, desde luego, no carburas.

—Y tú, ¿sí carburas?

—Yo sí carburo.

—Bueno, como quieras —se avino Shikálov—; pues carburas. Entonces me explicarás con qué motivo han dispersado a la gente.

—Por placer —respondió Taldikin con convicción.

—¡Ésa sí que es buena! —dijo Shikálov con un cabeceo—. ¿Y dónde ves tú ahí el placer?

—Para los jefes sí es un placer. Para ellos, la gente es como una mujer. Si a una mujer le haces una proposición y accede en seguida, la cosa pierde todo interés, mientras que si al principio se resiste y hace remilgos, pero, a pesar de todo, la consigues… ¡es el mayor de los placeres!

—En eso llevas razón —dijo animadamente Shikálov—. Recuerdo que en Petersburgo conocí yo a cierta damita…

Confiesa el autor que, a causa del mucho tiempo transcurrido, no guarda memoria ni de la damita de Shikálov y sus características, ni de lo que quiso el azar que ocurriera entre ellos. Lo que sí le consta de manera fehaciente es que, transcurrido cierto tiempo, junto al porche de la oficina se había congregado en pleno el vecindario de la aldea. Y, en efecto (no andaba Taldikin equivocado), la gente en esta ocasión había mostrado alguna resistencia, y fue preciso emplear con cada persona métodos de persuasión acordes con su idiosincrasia: a unos hubo que agarrarlos por el cuello; a otros se les tuvo que propinar un puntapié directo al trasero. Pero era así como debía ser (y también en eso asistía la razón a Taldikin): sin cierta oposición, el vencedor no encuentra ningún deleite en su triunfo.