El mandato del partorg Kilin causó sorpresa en algunos aldeanos. Él mismo la habría experimentado también, a no ser… Pero vayamos por partes.
Tres horas antes de aquel momento, poco más o menos, estaban Kilin y Gólubiev «sentados al teléfono» volteando por turnos la manivela del aparato, que era de campaña. El presidente sustituía en ello al partorg y el partorg al presidente, sin que ninguno de los dos pudiera sacar nada en claro. Por alguna razón desconocida, el auricular metálico zumbaba con crujidos y crepitaciones, reproducía música, dejaba oír la voz de un locutor que repetía el comunicado de guerra, y la de una mujer desconocida que profería maldiciones contra un tal Mitia por haberse bebido el importe de la venta de un samovar y un cobertor forrado de algodón. Durante este proceso, se hizo audible una irritada voz masculina que exigía hablar con Sakálov.
—¿Qué Sakálov? —indagó Gólubiev.
—Ya lo sabes —respondió la voz—. Le dices que si no está aquí mañana a las ocho en punto, pero lo que se dice en punto, se le aplicará la ley marcial.
El presidente deseaba explicar que allí no había ningún Sakálov, pero la voz del airado comunicante se extinguió, con lo cual, y sin siquiera sospecharlo, el desconocido Sakálov se encontraba ya camino del consejo de guerra.
Cediendo el puesto a Kilin, el presidente se retiró a un ángulo de la habitación, abrió una caja fuerte destinada a la custodia del dinero y los documentos secretos, e introdujo en ella la cabeza, cobrando así el aspecto de un fotógrafo que en cualquier momento fuera a decir: «Mirad al pajarito». Pero no pronunció Gólubiev ni estas palabras ni otras cualesquiera. Procedente del interior de la caja se oyó un discreto gorgoteo, tras el cual, el presidente, retirada la cabeza de la cavidad, se enjugó los labios en la manga. Luego, como encontrara la mirada reprobatoria del partorg, sacó del cofre el libro en que se registraban los movimientos del almacén de grano, al que iban anejos varios papeles con notas, lo hojeó sin interés y lo devolvió a su lugar. Todo, pensó, daba ya igual. Pronto, la guerra borraría todas sus culpas. Su único deseo era verse cuanto antes en el frente. Una vez allí, entre las condecoraciones y la seguridad de algún destino sin riesgo que ya sabría él procurarse, su honra quedaría a salvo. Quedaba, sin duda, el detalle de los pies planos, por cuya causa había resultado inútil para el servicio militar. Sin embargo, no dudaba que conseguiría ocultar aquel defecto a la comisión.
Mientras el presidente forjaba sus planes para el porvenir, Kilin seguía aplicado a la manivela del teléfono. En el auricular se podía oír todo menos lo que interesaba.
—¡Oiga, oiga! —gritaba Kilin de vez en cuando.
—Un kilo de mierda para tu boca —le contestó alguien sin que él se ofendiera por ello.
—Déjalo estar —le aconsejó Gólubiev—. Celebremos el mitin, levantemos acta y ¡santas pascuas!
Kilin le dedicó una larga mirada y se aplicó al aparato con renovada furia. Y repentinamente, de la forma más prodigiosa, surgió en el auricular la voz aterciopelada de una telefonista.
—¡Central!
Esto tomó a Kilin tan de sorpresa que, confundido e incapaz de articular palabra, sólo supo emitir un rezongo en el auricular, que el sudor de las manos había dejado húmedo y lustroso.
—¡Central! —repitió la telefonista, cuyo tono permitía conjeturar que no esperaba su centralita sino una llamada desde la aldea de Krásnoie.
—¡Joven! —la interpeló Kilin que, recobrado el sentido, gritaba a voz en cuello por miedo a que la voz desapareciese—. Tenga usted la bondad, tesoro, que estoy llamando desde ayer… Necesito hablar con Borísov… Es urgente.
—Lo pongo —dijo, sin más, la operadora.
Y, siempre por arte de magia, en el auricular irrumpió una voz masculina.
—Borísov al habla.
—Perdone usted que lo moleste, Serguéi Nikanórich —clamó atropelladamente el partorg—. Aquí Kilin, de Krásnoie. Gólubiev y yo llevamos no sé cuánto tiempo al teléfono sin conseguir comunicación. Tenemos a la gente esperando y el trabajo paralizado; se ha creado una atmósfera incómoda y no sabemos qué hacer…
—No entiendo nada en absoluto —dijo Borísov, muy sorprendido—: no entiendo eso de que no sabéis qué hacer. ¿Se ha celebrado el mitin?
—Todavía no.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Kilin repitió la pregunta—. Pues porque no sabemos cómo enfocarlo. Como bien comprenderá, es un asunto muy delicado, y no se han recibido instrucciones.
—¡Por fin lo entiendo! —vibró con resonancias irónicas la voz de Borísov—. Y, dime, cuando tienes necesidad de ir al retrete, ¿eres capaz de desabrocharte la bragueta tú solo o también para eso necesitas instrucciones?
Borísov hacía gravitar sobre la calva testa de Kilin todas sus reservas de sarcasmo, como si él mismo, un minuto antes, no hubiera llamado a todos los teléfonos imaginables con la esperanza de obtener también instrucciones.
—De acuerdo —dijo, trocando por fin en amabilidad su ira—. Lo que corresponde es celebrar un mitin espontáneo, a tenor de lo dicho por el camarada Molotov en su discurso. Y eso lo antes posible. Convoca a la gente…
—La gente lleva un rato esperando —informó gozosamente Kilin al tiempo que hacía un guiño a Gólubiev.
—Eso está bien —respondió Borísov con un ronroneo—; muy bien —repitió, ya con menor seguridad para, en seguida, añadir en una viva reacción—: ¡No lo entiendo!
—¿Qué es lo que no entiende?
—No entiendo cómo se ha reunido la gente, ni quién la ha reunido, ni qué clase de gente es la reunida.
—Nadie la ha reunido —lo informó Kilin—. Ella misma se ha concentrado. Nada más escuchar el comunicado de la radio, campesinos, viejos, mujeres con niños, todos, han venido corriendo hasta aquí…
Según pronunciaba estas palabras, Kilin tuvo la sensación de que, por algún motivo, el informe no era del agrado de Borísov (a decir verdad, tampoco a Kilin lo entusiasmaba), y dejando la triunfal frase inconclusa, enmudeció.
—Bien —musitó Borísov en tono reflexivo—. Bien, bien. Es decir, que la gente se enteró por sus propios medios y se reunió de la misma manera… Mejor será que espere usted un instante —indicó, abandonando el tuteo—. No se retire del teléfono.
En el auricular irrumpieron las antiguas crepitaciones, zumbidos, músicas y demás sonidos, mejor discernibles unos que otros.
—Bueno, ¿qué pasa? —quiso saber el presidente, con un susurro.
—Ha ido a consultar con Rievkin —el partorg explicó sus conjeturas cubriendo el auricular con la mano.
El semblante le había cambiado varias veces de color, entre pálido y carmesí, y ahora se enjugaba la calva con un pañuelo sucio.
Por dos veces se inmiscuyó la telefonista.
—¿Hablan?
—Hablamos, hablamos —respondió presurosamente Kilin.
Por último, un chasquido lejano sacudió el auricular y, precedida por una especie de chapoteo, emergió de nuevo la voz de Borísov.
—Una pregunta, mi buen amigo: ¿lleva encima el carnet del Partido?
—¡Y cómo no, Serguéi Nikanórich! —se aprestó a dar fe Kilin—. Lo llevo encima en todo momento, como está mandado. En el bolsillo de la izquierda.
—Espléndido —aprobó Borísov—. Pues coja un caballo y venga volando al comité del distrito. Y no olvide el carnet.
—¿Para qué? —indagó Kilin sin comprender.
—Para dejarlo encima de mi mesa.
Kilin no esperaba, ni mucho menos, semejante desenlace. Lanzó una mirada al presidente. Éste, por cierto, había aprovechado la gravedad de la conversación para emprender un ataque a la caja fuerte, del que desistió a mitad de camino a fin de, en un alarde de hipocresía, corresponder con otra a la mirada del partorg, como si, en efecto, lo sucedido suscitara su interés.
—¿Por qué motivo, Serguéi Nikanórich? —preguntó Kilin, cuya voz traslucía desmayo—. ¿Qué delito he cometido?
—¡Fomentar la anarquía, por si le parece poco! —Borísov dejó caer las palabras como si de gotas de plomo se tratase—. Pues ¿dónde se habrá visto que la gente dé en reunirse por propia iniciativa, sin control alguno por parte de las autoridades?
Kilin sintió que se le helaban las entrañas.
—Pero si usted mismo, Serguéi Nikanórich… Pero si ha sido usted el que ha mencionado un mitin espontáneo…
—Espontáneo, camarada Kilin —replicó Borísov articulando casi silábicamente las palabras—, pero controlado.
El auricular resonó con un chasquido, y de nuevo fueron audibles la música y la voz de la desconocida de antes, que decía al también desconocido Mitia que el cobertor se lo perdonaba, pero que el samovar fuera a buscarlo adonde tuviera por conveniente.
—¡Oiga, oiga! —volvió a gritar Kilin, persuadido de que la comunicación se había cortado.
Pero la telefonista le explicó cortésmente que el camarada Borísov había dado la conversación por concluida.
Kilin colgó lentamente el auricular en la horquilla e hizo una profunda aspiración. «Pues sí que… —pensó, presa del desconsuelo—. Uno lo hace todo como es debido y, cuando menos lo imagina, mete la pata e incurre en un error político. ¡Y, sin embargo, la cosa resulta tan clara, tan evidente! ¿Por qué no me daría cuenta antes? Lo espontáneo tiene que ser controlado… Aun en el caso de que discurra por los cauces apetecidos, hay que supervisar o, de lo contrario, podría tomar por cuenta propia una dirección imprevista. ¡He ahí el quid! Menos mal que Borísov me ha llamado camarada; podría haberlo dejado en ciudadano. Incurrir en un error político es fácil. Lo difícil es corregirlo. No en vano contamos, para la enmienda de tales errores, con campos de corrección».
—Y bien, ¿qué ha dicho? —Hasta Kilin llegó la voz del presidente.
—¿Quién? —preguntó el partorg.
—Pues ¿quién va a ser? ¡Borísov! ¿Ha dado instrucciones?
—¿Instrucciones? —Kilin repitió la pregunta con ironía—. ¿Y para ir al retrete también necesitas instrucciones? Hay que actuar; ésas son todas las instrucciones.
Y con estas palabras salió Kilin al porche, ocasión que el presidente aprovechó para introducir, sin esperar instrucción alguna, la cabeza en la caja fuerte. De cuyo interior no la extrajo durante un buen rato.