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—¿Cuál es el motivo de esta reunión?

Apoyando con desembarazo los codos en la barandilla, Kilin paseó de cara en cara la mirada de sus ojos enrojecidos, a la espera de que la gente se aquietase y cesaran los murmullos.

Los presentes cambiaban miradas sin saber cómo explicar al partorg lo que tan manifiesto resultaba.

—¿Y bien? —insistió Kilin, según detenía los ojos en el encargado de los agricultores—. ¿Qué tienes tú que decir, Shikálov?

Confundido, Shikálov retrocedió un poco, le pisó un pie al Hombros y, tras recibir un pescozón en premio, se quedó plantado con la boca abierta.

—Estoy esperando, Shikálov —le recordó Kilin.

—Bueno, es que yo… es que nosotros… es que la radio ha transmitido un comunicado —concluyó Shikálov adueñándose, por fin, de su voz.

—¿Qué clase de comunicado?

—¿Será posible? —Shikálov consultó a los demás con la mirada, como si buscase testigos—. ¿Te haces el tonto o es que no has oído nada? Ha habido un comunicado.

—Pero ¡qué dices! —contestó Kilin, uniendo las manos en señal de asombro—. ¿De veras ha habido un comunicado? ¿Y qué decía ese comunicado? ¿Qué la gente debe dejar de trabajar, que debe reunirse formando grupos, apelotonándose…?

Shikálov bajó la cabeza en silencio.

—¡Qué gente ésta! —se lamentó Kilin desde sus alturas—. Carecéis por completo de conciencia. Oís hablar de guerra y, por lo que veo, lo primero que se os ocurre es abandonar el trabajo… ¡A dispersarse todos y que, dentro de cinco minutos, no vea yo aquí a nadie! ¿Está claro? Delego la responsabilidad en los encargados de grupo Shikálov y Taldikin.

—¡Lo podías haber dicho antes! —respondió Shikálov, a quien el ejercicio del mando procuraba placer—. ¡Venga, cada uno a su puesto! —interpeló a los aldeanos, dándoles frente—. ¡Venga, campesinos, mujeres! ¿Es que os habéis quedado sordos? ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? Y tú, ¿qué haces ahí parada? ¿Es que se te ha derramado el puchero? —continuó azuzando Shikálov que, extendidos ante sí los velludos brazos, empujaba a una mujer que mantenía a un niño en los suyos.

La mujer emitió un grito y el niño lo coreó.

—¿A qué vienen esos empujones? —intervino Kúrzov tomando partido por la mujer—. ¿No ves que lleva un niño?

—¡Andando, andando! —respondió Shikálov al tiempo que lo rechazaba con un movimiento del hombro—. Con niño o sin niño, ha oído bien claro lo que se le dice.

En aquel momento llegó como un dardo el diminuto Taldikin, que cayó sobre Kúrzov, pinchándolo en el estómago con sus diminutos puños.

—Está bien, está bien, pequeño —dijo en tono conciliador Taldikin—. No hay que acalorarse ni alborotar tanto. Anda para casa; descansa un poco, echa un traguito…

—Y tú, ¡cuidado con empujar! —seguía Kúrzov con lo suyo—. No hay ninguna ley que dé derecho a empujar.

—¿Y quién empuja? —protestó Taldikin en tono monocorde—. Si apenas he rozado a la gente.

—Pues tampoco existe ninguna ley que permita rozar a la gente —se obstinó Kúrzov.

—¡Ahí tienes tú la ley! —terció Shikálov descargando, como conclusión, su puño descomunal en la nariz de Kúrzov.

Taldikin, entre tanto, se interponía entre los congregados, su minúscula figura de cachorro emergiendo unas veces y desapareciendo otras entre la muchedumbre.

—¡Dispersaos, vecinos, dispersaos! —ordenaba con su voz fina, de timbre cariñoso—. ¿A qué viene tanta expectación? Esto no es la casa de fieras. Si queréis ver la casa de fieras, id a la ciudad. Y tú, abuelo, ¿es que te has dormido? —continuó, tomando a Shapkin de la manga—. Marcha con buen viento; no hay aquí nada que te interese, nada. Lo que a ti te pueda interesar está en el cementerio de la aldea, ¿lo oyes? En el cementerio, digo —gritó en la misma oreja del anciano, de la que asomaba un pequeño mechón de pelos blancos—; que si vives tres días más, tres días habrás perdido. Marcha con buen viento, abuelo. Echa a andar las piernas. ¡Así! ¡Así…!

De forma gradual, Shikálov y Taldikin cobraron completo dominio de sus convecinos. Y la plazuela abierta ante el edificio de la administración quedó temporalmente desierta.