El pueblo se había congregado en un amplio círculo ante el elevado porche con su protección de barandas, fijas todas las miradas en la puerta tapizada de ajado fieltro, a la espera de una aparición de la autoridad que le aportase información más precisa.
Los campesinos daban chupadas a sus cigarrillos con aire sombrío, mientras las lugareñas lloraban calladamente. Los niños, por su parte, miraban con aire perplejo a sus progenitores sin comprender el dolor que hacía presa en todos ellos, pues nada hay en el mundo más alegre que la guerra para la imaginación infantil.
El día estaba apenas mediado; el sol dejaba sentir su cálido azote; el tiempo parecía haberse detenido, y las autoridades continuaban sin comparecer. A falta de mejor ocupación, la gente había emprendido diálogos en los que una palabra dejaba lugar a otra sin ulteriores consecuencias. El Hombros que, como de costumbre, se había constituido en foco de atención general, consolaba a sus convecinos con el argumento de que no duraría la guerra aquella más allá de las próximas lluvias, con ocasión de las cuales toda la técnica alemana se desplomaría aparatosamente en los caminos de Rusia. Kúrzov se mostró de acuerdo con él, pero pidió que se tuviera en consideración que los alemanes, en cuya dieta intervenían decisivamente los productos concentrados, estaban en condiciones de soportar largo tiempo las adversidades. Entre los asistentes destacaba por su aire perplejo el abuelo Shapkin, que a despecho de sus noventa años, gozaba de plena lucidez y de una perfecta sordera. Shapkin hacía lo imposible por sacar en claro el motivo de la reunión, pero nadie parecía dispuesto a contestarle. Compadeciéndose de él, el Hombros hizo, por último, un simulacro de sostener en las manos una ametralladora al tiempo que acompañaba la representación con un largo tableteo inaudible para el viejo.
—¡Ta-ta-ta-ta!
Y a continuación, como si galopara a lomos de un brioso corcel, comenzó a blandir por encima de la cabeza un sable imaginario.
El abuelo interpretó esta mímica conforme a su significado; sin embargo, hizo la observación de que, en sus tiempos, el trigo de los campos se segaba, llegado el momento, antes de proceder a su trilla.
La muchedumbre fue disgregándose gradualmente en pequeños grupos, en el seno de cada uno de los cuales se desarrollaba una conversación diferente, que nada tenía que ver con los acontecimientos. Stepán Lúkov le explicaba a Stepán Frólov que si a ambos cabos de una cadena se enganchaban un elefante y una locomotora, el animal arrastraría la máquina. Por su parte, y haciendo alarde de descaro, el Hombros afirmaba que era capaz de reproducir la imagen, previamente reticulada, de cualquier animal o dirigente político.
De haber sido otra la ocasión, Chonkin habría acogido con admiración el hecho de que el Hombros fuera poseedor de tan singulares dotes, pero su estado de ánimo de aquel momento se lo impedía. Embargado por sus tristes pensamientos se retiró a un rincón, ocupado por un montón deshecho de tablas de pino. Tras elegir una que estuviese libre de resina, tomó asiento en ella y reposó el fusil en las rodillas. Antes de que hubiera tenido tiempo de echar mano de su alcuza en busca de tabaco, se le acercó Gládishov.
—Vecino, ¿me darías un pedazo de papel para echar un cigarrillo de los tuyos? Y me he dejado las cerillas en casa.
—Ahí tienes —dijo Chonkin sin mirarlo.
La provisión de tabaco casero tocaba ya a su fin.
Gládishov prendió el pitillo, le dio una chupada y, tras desprenderse de la lengua una brizna de tabaco, suspiró ruidosamente.
—¡Ah-ah!
Chonkin no reaccionó ante la sonora exclamación; guardaba silencio, fija la mirada al frente.
—¡Ah-ah-ah! —suspiró Gládishov de forma todavía más sonora, con intención de atraerse la atención de Chonkin.
Chonkin no despegaba los labios.
—¡No puedo! —Gládishov juntó las manos para expresar su asombro—. Es algo que la razón rechaza. Hace falta ser desalmado: comiendo, como han estado, nuestro lardo y nuestra mantequilla, ahora nos hacen la cochinada de atacarnos por la espalda.
Tampoco este comentario provocó en Chonkin respuesta alguna.
—Pero, ¿te imaginas? —continuó Gládishov, que iba acalorándose—. ¡Si es para echarse a llorar! ¡Qué ultraje! La gente, Vania, no debería guerrear, sino emplear sus fuerzas en beneficio de las generaciones venideras y trabajar por eso, pues sólo el trabajo convirtió al mono en el hombre contemporáneo… —Miró a su contertulio y, al caer de pronto en la cuenta, añadió—: Porque a lo mejor tú ignorabas, Vania, que el hombre desciende del mono.
—Por mí, puede descender, si quiere, de la vaca —replicó Chonkin.
—No, el hombre no puede descender de la vaca —se opuso Gládishov vehementemente—. ¿Quieres saber por qué?
—No —dijo Chonkin.
—Pregúntalo, si lo deseas —insistió Gládishov esforzándose por enzarzar a Chonkin en un debate en el que su erudición quedara de manifiesto—. De todas formas, te diré la razón: la vaca no trabaja, mientras que el mono sí lo hizo.
—¿Dónde? —preguntó Chonkin inopinadamente, al tiempo que miraba a Gládishov con fijeza.
Gládishov quedó confundido.
—¿Cómo que dónde? —articuló.
—Te estoy preguntando que dónde trabajó ese mono tuyo —explicó Chonkin, cuya indignación iba en aumento—. En una factoría, en una fábrica, en un koljós, ¿dónde?
—¡Si será zoquete! —exclamó Gládishov, no poco alterado—. ¡Qué fábrica, ni qué koljós, ni qué nada, si todo estaba invadido por la naturaleza salvaje e inhóspita! ¿Qué te pasa, chico?, ¿es que tú no razonas? ¡Vaya salida! Trabajaba en la jungla, ¡allí es donde trabajaba el mono! Al principio trepaba a los árboles en busca de bananas; luego empezó a procurárselas por medio de un palo y, más adelante, empuñó la primera piedra…
Sin darle siquiera tiempo para reponerse, Gládishov comenzó a exponer a Chonkin de corrido la teoría de la evolución, haciendo hincapié en la desaparición del rabo y el hirsutismo. Pero no tuvo tiempo de dar fin a su conferencia, pues de pronto se hizo patente ante el edificio de la oficina la conmoción de los aldeanos que, alborotando, se agolpaban frente al porche, donde había aparecido y se mostraba el partorg Kilin.